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Hijos de papel

Los ‘millenials’ pudieran objetar para qué libros convencionales si los tenemos digitales, “pero para mí tirarlos sigue siendo un infanticidio”

Fragmento de una obra de Hildegard Hahn, de la exposicón 'Entre Braille y Digitos', celebrada en La Regenta.

Tenemos hijos de carne y hueso, y tenemos hijos de papel en formato libro. Los primeros entran y salen, van y vienen, se marchan o se quedan; pero los otros, los libros de papel, siempre están ahí. Algunos los obtuve yo desde antes de la universidad, la mayoría a lo largo de un trecho de vida adulta, otros en los años más recientes. No me pregunten cuántos hijos de papel tengo acumulados en las estanterías, en las habitaciones, y en la cabaña del jardín. No sabría contestar, además me obligaría a recordar aquellos muy queridos, que me fueron secuestrados.

Durante los diez años siguientes de desaparición anduve buscando un hermano gemelo de aquel libro, pero no hubo forma, había sido descatalogado, yo diría exterminado

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Recuerdo uno en especial que se lo presté a una hija de una amiga de un amigo, para que a través de su lectura valorara la elección de una carrera universitaria. Le dije mirándola a los ojos, muy seriamente, que me lo tenía que devolver desde que lo leyera, a poder ser rápido. Era una edición única y maravillosa, literalmente. Durante los diez años siguientes de desaparición anduve buscando un hermano gemelo de aquel libro, pero no hubo forma, había sido descatalogado, yo diría exterminado. Hasta que un día descubrí, diez años después, que la adolescente secuestradora se había convertido en la profesora de mi hija de carne y hueso. Respiré con mucha calma durante largas horas, pensando la estrategia de recuperación de mi hijo de papel arrebatado. Opté primeramente por enviarle una nota, algo así como: hola soy fulanito, aquel que te prestó el libro tal y cual, ¿ya lo terminaste de leer?, porque quiero recuperarlo.

Todos los días le preguntaba a mi hija de carne y hueso si la profesora le había dicho algo sobre su hermanastro de papel, secuestrado. Tampoco hubo forma, hasta que un día me crucé con ella en la salida del colegio, y le pregunté amablemente por mi libro. Su respuesta fue más desconcertante de lo previsible: había sido, a su vez, secuestrado por sus padres, con los que no se llevaba, ni podía tener ningún contacto. En esa tesitura, pensé, mi libro moriría en casa extraña, almacenado en alguna caja de cartón, indefectiblemente. De camino, melancólico, apenado, imaginé que cuando sus padres fallecieran el libro acabaría en uno de esos comercios de segunda mano, que llevan las oenegés, y podría recuperarlo: pero en el fondo sabía que era una pura ilusión. Aún sufro la pérdida de aquél hijo de papel tan querido.

Los libros deben acompañarnos toda la vida y, sinceramente, da igual su calidad o aspecto. Son como los otros hijos, los de carne y hueso, que sean como sean, los vamos a querer siempre. Imposible deshacerme de El siglo de las luces, del escritor Alejo Carpentier, por el mero hecho de su escuálido formato de bolsillo. Los descubrimientos, sensaciones, desvelamientos y conversaciones que uno tuvo con ese libro fueron de orden primario, emocionales. ¿Cómo voy a echarlo del hogar? Con los hijos de papel tenemos conversaciones enriquecedoras e interminables, y hay veces y casos que reiteramos la lectura para obtener nuevos valores, visiones diferentes a las que disfrutamos la primera vez.

Mi compañera y esposa insiste en la conveniencia de limpiar la casa de libros, y cuando pienso por dónde empezar, la angustia me paraliza

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Por supuesto, las conversaciones con los hijos de verdad son una fuente de placer, y a medida que se hacen mayores, el placer se vuelve más sublime. Pero estas no impiden disfrutar también con la conversación de los otros hijos. Cada libro que he cuidado y tengo bajo mi custodia representa un trozo de vida, un pequeño eslabón autobiográfico, un adoquín en el camino recorrido. Todos ellos suman lo que uno es, y si me deshiciera de algunos, de muchos o de pocos, sería como un ejercicio de autofagia, una especie de autodestrucción.

Mi compañera y esposa insiste en la conveniencia de limpiar la casa de libros, y cuando pienso por dónde empezar, la angustia me paraliza. Normalmente trato de resolver el trastorno psíquico que esto me produce plantándome en frente de la colección de clásicos de la literatura española: barata de bolsillo, tapa blanda, hojas hoy amarillentas, algunas en proceso de corrosión. Pero nunca me decido por la desafiliación, me parece una acción arriesgada y desafecta. ¿Y si en algún momento del futuro me diera por leer a Lope de Vega, o a San Juan de la Cruz? Incluso, ¿qué culpa tienen estos autores de que aún no haya podido conversar con ellos? Gracias a este sencillo y repetido ejercicio de constricción he logrado mantener a salvo todos mis hijos de papel, y a la vez, conservar la mente sana, alejada de aquella angustia.

Los miembros de las generaciones millenials, nacidos a partir de la década de los ochenta del siglo XX, pudieran objetar para qué libros de papel si los tenemos digitales. Pero para mí tirar libros sigue siendo un infanticidio. Además, nos dejamos llevar por las modas, y de un tiempo para acá, hay una moda estética muy cool que pretende el minimalismo en los espacios domésticos. Se trata de vaciar lo más posible el número de objetos, para que fluya una energía limpia, única y trascendente entre las personas, los muebles y las paredes, básicamente. Predominan los colores tenues y los materiales planos, para que nada interfiera en la sensación interior de bienestar. Pero resulta que esta moda influye en mi contra, porque los libros son los objetos menos estéticos, se hacen viejos, se arrugan y pierden color, ocupan metros cúbicos, tienen formas diferentes… son un asco. En fin, he llegado a pensar en registrar una asociación cívica en defensa de los hijos de papel, y si fuera necesario realizar acciones colectivas, hasta llegar a un amplio movimiento social. Los libros son sujetos llenos de vida, y se lo merecen. Entre tanto, en mi fuero interno se consolida la idea de que los libros se quedan, por encima de mi cadáver, y que, en todo caso, después de mí o conmigo, pueden incinerar a mis hijos de papel.

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