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Libros

Viajando con los fantasmas decadentes

Mauricio Wiesenthal recompone un mundo ya perdido en ‘Orient-Express (el tren de Europa)’

Ilustración del Orient Express Pablo García

Ya había importado al viejo continente los Wagons-Lits, a imitación de una exitosa empresa USA; pero el belga Georges Nagelmackers se moría por seguir emprendiendo. De modo que puso en práctica, en el otoño de 1883, algo que tantos juzgaron un disparate: la unión de París (o Londres) con Estambul por medio de un tren de pasajeros.

Europa occidental y Asia de la mano mediante raíles. Varios días de viaje, pero todas las comodidades (para quien contase con fondos: no obstante, también había 3ª clase): coches cama, vagón restaurante, servicio más que esmerado, discreción, lujo… Francia (o Inglaterra), Alemania, Austria, Hungría, Rumanía, Turquía… Suiza más tarde, Italia, Yugoslavia, Bulgaria, Grecia… Las rutas se fueron alterando, pero ya había nacido el Orient Express, el Expreso del Oriente, el gran mito del ferrocarril lujoso, el hacedor indirecto de literatura, de películas celebradas, la sede móvil de héroes y villanos, de ladrones de distintos guantes, de reyes y mendigos, el sujeto pasivo de aludes y asaltos y descarrilamientos, la aventura a base de penacho orgulloso de humo. El Oriente Exprés y a soñar: amor, glamur y miseria mientras se atraviesa un continente mudable camino de los (aviso de tópico) orientales misterios.

En España, tenemos la suerte de contar con un viajero barcelonés nacido en 1943 que lo sabe todo de ese tren y de tantas cosas más, y que sabe contarlas divinamente: Mauricio Wiesenthal. Por fin tenemos los lectores la totalidad de sus estudios y vivencias sobre y en el Orient Express en un volumen completo y de ahora mismo. Y habiendo en sus páginas, como hay, anécdotas, historias, rutas y sucedidos, no es un libro tan solo de anécdotas, historias, rutas y sucedidos. Todo se mezcla en la pluma de Wiesenthal en estos breves capítulos. Pero es una mezcla deliciosa: del hecho indudable a la ficción, de la posibilidad a lo más cierto, un tomo con cariño editado para consumir en tragos o bocados lentos o dándose el atracón. Sí, es el libro que el lector fino ansía tener en la mesita de noche (o de luz) para concluir con él el día en que acaso ha reinado la vulgaridad y el adocenamiento.

Wiesenthal no deja duda alguna sobre su ideología: recuerda mayo del 68, por ejemplo, “cuando las calles de París eran un escenario de banalidades brutales”. Es clásico, conservador, amante de lo pasado y del pasado, encantado con el lujo (como Fernando Fernán Gómez -tan ácrata− también lo estaba). Un hombre de mundo, de mundo europeo: “Ser europeo es sentirse rico con unas estanterías cargadas de libros, dos cajones rebosantes de cartas y fotos, una chimenea encendida y el alma repleta de pequeños recuerdos”. Capaz de dibujar sonrisa culta con una frase: “No lea usted nunca a Coleridge, señora. Es imposible entenderlo sin fumar algo”. O bien este delicioso consejo de dama antigua: “No dejéis que los hombres os hablen de la creación del universo, porque por ahí se empieza. Luego siguen con la flora y la fauna, y así muchas jóvenes ingenuas han acabado en la perdición”.

De manera que vemos desfilar por estas páginas a Mata Hari, a Proust palmeándose la frente al no encontrar la palabra precisa, a un tal Szilveszter Matuska que declaraba como profesión “descarrilador de trenes”, a las guías “Baedeker”… Dichos: “Haga usted siempre lo que vea hacer a los aristócratas” (Eduardo de Gales a monsieur Ritz); “Lo que un hombre tiene que hacer es callar y parecer estúpido” (de Hedy Lamarr); “No podía mirar una montaña sin tener miedo de que se convirtiera en un volcán” (Svevo, paradigma del pesimismo). Aprenderemos etimologías: los establecimientos que servían “caldos reconstituyentes” apocoparon su nombre en “reconstituyentes”, “restaurants”. Recordaremos al maestro Zweig (cómo suenan a él las damas que, en la pág. 80, juegan en el casino). Nos sorprenderemos con el espía Baden-Powell pasando planos secretísimos dibujados en las alas de sus mariposas. O tomaremos nota de la exaltación de Raoul Wallenberg: “Había luchado por la salvación de hombres, mujeres y niños y había dado su vida generosamente por una causa de libertad y de amparo, como lo hacen los Justos que ennaltecen la dignidad de nuestra condición humana”. Lo contrario del canalla del rey belga Leopoldo II, quien viajaba con su amante Cléo en un vagón que terminó por llamarse “Cléopold”. Leeremos sobre los temporales de nieve (p. 100), sobre las inconmensurable borracheras del presidente Deschanel (126), sobre hoteles y misterios, sobre Estambul: “No conoce el mundo quien no ha visto amanecer en Estambul, la más bella ciudad del mundo”. Y sabrán qué tienen que ver los sermones de un cura con los orinales (la hilarante página 312). Y conocerán que Isadora Duncan y Yesenin no llegaron a divorciarse nunca porque “se levantaban tan tarde que las oficinas ya estaban cerradas”. En fin, “una ojeada al reverso de la medalla, una mirada cáustica detrás de las bambalinas del escenario dorado”, como dijo de otro libro de Wiesenthal sobre el mismo tema su editor italiano.

Un escenario con el que los vuelos baratos y la banalidad han acabado: llegar deprisa a no ver nada, a no sentir nada, mientras se sujeta el palo de la selfi. Como dice Wiesenthal de las hordas turísticas de hoy, comparadas con las de entonces: “A lo mejor no son peores, pero son más bestias”.

Portada de Orient-Express ( el tren de Europa), de Mauricio Wiesenthal

Portada de Orient-Express ( el tren de Europa), de Mauricio Wiesenthal

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