Elvis Costello amagó con dejar de grabar discos, señalando con el dedo la gratuidad de la música, pero ahí le tenemos de nuevo capturado por la mesa de mezclas, y dos años después de Look now se descuelga con una obra que hace alzar las cejas. Quizá para él, la gracia de seguir produciendo álbumes, aunque le den menos dividendos, resida en poder hacer lo que le da la real gana, y de ese loable impulso sale Hey Clockface con su cancionero bipolar, basculante entre el tacto sedoso y el giro abrupto.

El autor de Alison comenzó a grabar el disco en febrero en Helsinki, tocando él todos los instrumentos. Operó luego en París con Le Quintette Saint Germain, elenco integrado por músicos franceses de filiación jazzística y el familiar teclista Steve Nieve, ex-The Attractions. Y cuando llegó la pandemia, sin darse por vencido, convocó a tres músicos de altura (los guitarristas Nels Cline, de Wilco, y Bill Frisell, y el trompetista Michael Lionhart, vinculado a artistas como Steely Dan) para grabar los dos últimos temas en Nueva York, a los que él aportó la voz desde su casa en Vancouver.

Hay que precisar este itinerario porque cada ciudad y cada sesión trasmiten una tonalidad determinada al álbum y hacen de la audición una experiencia imprevisible. La canción lanzada como primer sencillo el pasado junio, No flag, desliza consignas que hablan del carácter desenvuelto de la obra (“no tengo religión / no tengo filosofía”), si bien la dinámica atropellada y ruidosa de este tema, resabiada new wave pasada por un túrmix averiado, es solo representativa de uno de sus vértices. Hetty O’Hara confidential, también grabada en la capital finlandesa, redobla esa apuesta como artefacto abollado y renqueante, con un Costello que escupe las palabras con modos cercanos al rap.

El álbum combina lenguajes y atmósferas que transmiten un ansia vital y un apego infinito a la música

Ahí, en ese extremo más urbano y aventurado, haciendo de aparatosa bisagra, asoma una cumbre del disco, Newspaper pane, que tira del hilo rítmico hip-hop (en diálogo con aquel disco con The Roots de hace siete años) invocando un cine negro cubista y alzando el vuelo con la entrada triunfal de la trompeta. Pieza esta grabada en Nueva York, de tiros vanguardistas, como el soundscape narrativo, muy Hal Willner, de la ensoñadora Radio everything.

Pero el bloque más voluminoso es el parisiense, decantado hacia un Costello crooner de medianoche, que gime en brazos del contrabajista en la álgida I do (Zula’s song) y se relame entre los pasajes cálidos, con sabor a jazz de otro tiempo, de The last confession of Vivian Whip y I can’t say her name. Contrapuntos de distancia corta en un álbum que mezcla lenguajes y atmósferas, que no deja que te acomodes escuchándolo y que transmite, más allá del género musical, un ansia vital y un apego a la música como fuente infinita de gratificaciones.