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El tiempo detenido en São João de Rei

Merece la pena la espera para comer el mejor ‘bacalhau assado’ en el restaurante que amó Jorge Amado, en una aldea del Minho entre viñedos y flores

El tiempo detenido en São João de Rei

Traté hace tiempo a un portugués bien educado gastronómicamente que prefería los pescados fritos y cocidos a los grelhados. Solía decir que la grelha era para las sardinas y para los que preferían el sabor del carbón al del propio peixe. No hablaba, como es natural, de los grandes asadores que tratan el pescado como si levitara sobre las brasas recogiendo los aromas de la pieza envuelta en el humo, pero tampoco le faltaba razón ante las carbonizaciones habituales del país vecino. Jamás he entendido cómo un pueblo ictiófago con una despensa costera tan buena como abundante se empeña en martirizar de esa forma el pescado. Casi nunca, salvo en honrosas excepciones, sirve de mucho advertir al restaurante de que el linguado, el robalo, la garoupa, la sardina o lo que fuere, lo prefiere uno “mal passado” que significa poco pasado; casi siempre llega a la mesa pasado de más. Sucede con todo tipo de género, hasta con el mismísimo bacalao.

Mi conocido portugués también solía comentar, y no dejaba de hacerme gracia, que los mariscos no tenían nada que hacer frente a un buen pescado. “El marisco es bueno después de que se lo come el pez”, comentaba. Además, el marisco cocido lo sirven, en Portugal, frío, cuando no helado. De ese modo, unos percebes, por ejemplo, pierden interés.

El bacalao, no obstante, es un mundo en el que profundizar. Un capítulo aparte. El otro día comí en São João de Rei, una de esas aldeas con historia, al lado de Póvoa de Lanhoso y a unos pocos kilómetros de Braga. Es, por decirlo de alguna manera, un lugar de peregrinación. Allí se encuentra O Victor, el templo supremo del bacalhau assado, que incluye también las batatas a murro, con piel y chafadas de un puñetazo; el aceite, las cebollas y el ambiente. Se suele decir que quienes lo comen en ese lugar están condenados de por vida a sacarle defectos a cualquier otro bacalao cocinado de esa forma o à lagareiro. Puede que en esos lomos dorados de O Victor que emergen de las brasas algo tiznados, lo justo, se halle la perfección absoluta. Crocantes y a la vez jugosos, atemperados por el aceite crudo y refrescados por los aros de cebolla. El escritor y poeta David Mourão-Ferreira escribió que tenía comido buenos bacalaos, pero así dorados y sabrosos, como si los hubiesen asado en el cielo, solo en São João de Rei. El brasileño Jorge Amado, el cliente ilustre con mayor presencia entre los recuerdos del restaurante, dejó acuñado que no existía un lugar donde el bacalao fuese mejor que en esa pequeña casa de comidas minhota entre viñedos y flores.

En O Victor se espera por el bacalao desde el momento en que a uno le toman la comanda. No hay mucho más en la carta donde elegir, una chuleta de ternera, una rodaja de merluza frita, una alheira de caza, unos huevos de codorniz y unos bolinhos de bacalao, hechos también en el momento. Pides los buñuelos, una botella de vino y aguardas pacientemente a que el bacalao llegue a la mesa en las debidas condiciones. No hay mayor placer que la espera sobre todo cuando son grandes las expectativas. Siempre existe, además, una pausa para el bacalao que empieza cuando se remoja de la manera idónea, en agua fría y corriente con la adecuada lectura misteriosamente variable del tiempo. O livro de Pantagruel, reconocido como la biblia culinaria portuguesa, recomienda que se sumerja en el agua helada mismamente durante el asado para devolverlo a su condición oceánica y puedan separarse los lomos en buenas lascas.

El segundo mejor recetario portugués tradicional que conozco es otro magnífico volumen con 800 recetas agrupadas por regiones, incluidas Azores y Madeira, suma de conocimiento gastronómico obra del esmero de una auténtica leyenda: una especie de Julia Child alentejana llamada Maria de Lourdes Modesto, que el pasado junio cumplió 90 años. A Diva da Gastronomía portuguesa, como se la conoce, fue descubierta por la televisión en 1958, cuando era profesora de Trabajos Manuales en el Liceo Francés de Lisboa, invitada por la RTP para presentar un programa cultural basado en la pieza teatral de Molière Monsieur de Pourceaugnac. Inmediatamente las cámaras se enamoraron de ella, y a lo largo de los siguientes doce años se convirtió en uno de los personajes familiares queridos de la pequeña pantalla en cientos de hogares con el programa de cocina más popular de todos los tiempos del país hermano. Gracias a Cozinha tradicional portuguesa y a los artículos escritos por Maria de Lourdes Modesto sé cocinar un bacalao à Gomes de Sá y distinguir la mistificaciones que empañan el prestigio de otros, como el que se prepara revuelto con huevos y patatas y recibe el nombre de Bras. También sé por ella lo que es una açorda alentejana, ese pan espeso ensopado, aromatizado por el ajo, las hortalizas y el cilantro, que tanto me gusta para la guarnición de algunas de las mejores frituras de pescado, los jaquinzinhos (chicharritos fritos) o las anguilas. Gracias a la Diva me he familiarizado con buena parte de los platos de la cocina portuguesa que conozco. El escritor y periodista Miguel Esteves Cardoso, autor de Em Portugal não se come mal (Assírio & Alvim), adora a Maria de Lourdes y la considera uno los tres grandes genios de la lusofonía del siglo XX. El célebre crítico gastronómico José Quitério la definió como una de las cada vez más raras guardianas del fuego.

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