La Provincia - Diario de Las Palmas

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La detestable práctica de la bella prosa

Rafael Sánchez Ferlosio, en 2015.

Para entender a qué viene y a dónde va este sorprendente texto –inédito– de Rafael Sánchez Ferlosio, no hay cosa más recomendable que leer la explicación/introducción que su depositario, Tomás Pollán, nos ofrece, dado que ha sido el amigo más cercano a Ferlosio, el que mejor conoce las interioridades de su obra, y quien, con su ayuda y generosidad, ha hecho posible que hoy podamos estar leyendo en exclusiva este texto en La Nueva España - diario de Prensa Ibérica, grupo al que pertenece LA PROVINCIA/Diario de Las Palmas-.

Explica Tomás: “El escrito inédito que aquí se presenta es un fragmento del texto manuscrito de 81 páginas que Rafael Sánchez Ferlosio preparó entre los días 13 y 18 de junio de 1997 con vistas a la entrevista de carácter autobiográfico que le hizo Félix de Azúa a finales de ese mismo mes para el número 31 que la revista Archipiélago dedicó al escritor con ocasión de su setenta cumpleaños. Varias secciones del manuscrito preparatorio fueron después incorporadas al escrito La forja de un plumífero, publicado inicialmente en el mismo número de la citada revista, pero otras muchas del mayor interés, como la que aquí ofrecemos, han permanecido inéditas hasta el presente. Sánchez Ferlosio prefirió que la revista Archipiélago publicase La forja de un plumífero en lugar de la entrevista de Félix de Azúa, que salió a la luz en el año 2019 en el libro de entrevistas Diálogos con Sánchez Ferlosio ”.

“En La forja de un plumífero el autor presenta un esclarecedor esquema de su relación con las letras y el pensamiento. Primero la detestable práctica de la bella prosa, después el entretenimiento con el habla y, finalmente, el descubrimiento de la lengua. Ferlosio hace, en el importante fragmento inédito que aquí se publica, una crítica implacable del cultivo de la bella prosa en que incurrió en Alfanhuí, obra por la que, sin embargo, sentía una querencia especial, y pone el demoledor ejemplo –son sus palabras– del capítulo XV de la primera parte”. Y añade Tomás Pollán, “es difícil encontrar en las letras españolas, y me atrevo a decir que universales, el muy infrecuente caso de un escritor que con la máxima lucidez y el más acerado juicio crítico vuelve, casi medio siglo después, sobre un texto propio, al que apreciaba y al que tenía verdadero afecto, para descubrir sus fallas y exponerlas en un minucioso y circunstanciado análisis”.

Tiene Tomás toda la razón. Ese nivel autocrítico es muy raro en las letras españolas, pero no sólo en las letras, también en la vida española en general. No lo es tanto en otras culturas, en las que la crítica es componente principal y, podría decirse, fundamento de la existencia civil. Y por eso el razonamiento crítico / autocrítico, y su desasosiego, están mucho más presentes que entre nosotros. Como se puede comprobar en algunos casos literarios notables. Por ejemplo, en los Diarios, de Thomas Mann, saturados de dudas y de inseguridades sobre el valor de la propia obra; o también, como es de sobra conocido, en uno de los escritores más valorados por Ferlosio, si no el más, Kafka (como se constata en este mismo inédito), quien pidió antes de morir –promesa que su amigo del alma no cumplió– se prendiese fuego a todas sus páginas.

Pero si de la anécdota saltamos a la categoría, hay que señalar que esa actitud tan autocrítica es protestante más que católica (baste mencionar a Weber). Y quizá por eso tan extraña en España. Sin embargo, en Ferlosio crítica y autocrítica son rasgos profundísimos no sólo de su concepción del razonamiento, sino de su persona. En su acerada autocrítica no hay nada de pose, ni de postureo, ni de impostura, es un sentir hondo, último y demoledoramente auténtico que condicionó su propia vida.

Entre autocrítica y “bella prosa” hay una relación que no es de mera superficialidad, sino de causalidad más íntima. La “bella prosa”, o la variante de la “prosa sonajero” de la que tantas veces hablaba Ferlosio, es la resultante de una cultura muy inclinada a la trivialidad y demasiado pegada a la feria de las vanidades. De donde nacen sus deficiencias críticas. La recargada cursilería de Ortega, de la que protesta entre sarcástico y furioso el padre de Ferlosio –el peculiarísimo personaje y magnífico escritor Rafael Sánchez Mazas–, hay que encuadrarla en esa tendencia española a relamerse, mucho, en las propias suficiencias. Por decirlo con un símil taurino (tipo de símil que gustaba bastante a Ferlosio), eso viene a ser torear mirando al tendido. Por cierto, una ridiculización más extensa, pero idéntica en su fondo, de ese rebuscamiento de Ortega puede encontrarse, años más tarde, en Tiempo de silencio, de Martín Santos.

Dando un paso más, y sin incurrir en el cotilleo que tantísimo detestaba Rafael, la dura crítica que se hace de los vicios “anticastellanos” de la prosa de Cela revela otra constante de Ferlosio: la separación, casi nítida, que hacía entre juicio crítico y sentimientos personales. A pesar de la dureza con la que juzga la obra literaria de Cela en el párrafo final de este inédito, Ferlosio recordaba con alguna frecuencia la generosidad que Cela le había mostrado en distintas ocasiones de la vida, en las que le ofreció su ayuda. Así que en el fondo de esa crítica no hay prioritariamente nada personal, por decirlo con el estereotipo que tanto se repite en las películas americanas. El origen “local” de esa postura crítica está en la visión incompatible que ambos tenían de lo que es ser escritor. Y si se me apura, de lo que es vivir.

Como se explica magistralmente en La forja de un plumífero, Ferlosio huyó, apresurada y virulentamente, del peligro de convertirse en “literato” al uso, con toda la parafernalia de exposición, pavoneo público y denuedos de marketing que eso conlleva. Para él, ser escritor nada tenía que ver con los requisitos que te convierten en un “plumífero”, que, por decirlo con las mismas palabras de Ferlosio, consiste en construir una prosa–ornamento, sin pregnancia, en la que todo sobra y en la que nada hay que adornar porque todo es una oquedad perfectamente vacía. Dos referencias curiosas en este punto. Una, cosa parecida formuló W. Benjamin en un famoso análisis de una foto de Kafka niño. Y dos, usando la hermosa analogía de H. Broch sobre la Viena finisecular, podríamos decir que esa escritura viene a ser como convertir la prosa en un bello vals. Es decir, en música hueca. Evidentemente, “plumífero” y escritor son categorías y realidades contrapuestas.

Pero si vamos más al fondo, tanto la crítica como la autocrítica de Ferlosio tienen una raíz u origen más “universal”: tratan de “re–establecer” o “restaurar” el orden de lo justo. Lo que no significa que sus críticas fueran o sean siempre justas. Pero el propósito de justicia es uno de los fundamentos, si no el fundamento, de toda su obra.

Esto nos lleva, diagonalmente, a una cuestión final acerca de su “caso y fracaso literario” (sic): el acierto o desacierto de la decisión de Ferlosio de “renegar” y huir de la literatura. Por mucho que Ferlosio, en razón de su acentuadísimo sentido del ridículo y de su rechazo de todo lo falsario, se negase a convertirse en literato al uso, un hecho se mantiene indiscutible: poseía un don bastante único para la escritura. La gran pregunta –contrafáctica– que cabe hacerse es ésta: que habría ocurrido si, en vez de rendirse tan apasionadamente a la gramática y a la lengua, como sucedió, o de ponerse a navegar por el océano del ensayo, agua en la que se movía con la soltura y agilidad de un pez, se hubiese “enviciado” en cultivar ese don tan extraordinario para la escritura. ¿Qué habría salido de sus virgilianas manos? No lo sabemos. Pero esa duda ya no podrá resolverse nunca.

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