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¿Quién enciende ahora el firmamento?

Michelin reparte las estrellas de la pandemia en un año que, por razones obvias, debería haber declarado sabático

¿Quién enciende ahora el firmamento?

Es el negocio. Entiendo la música pero no la letra. Michelin ha decidido repartir sus estrellas en un año tan gris y nublado para los restaurantes que siendo honrados y por sí solo justificaría cualquier excedencia. Dadas las circunstancias, lo lógico sería abstenerse de méritos y de deméritos. Pero no, la guía roja francesa haciendo gala de frivolidad en contra de lo que normalmente presume en cuanto a la inspección, ha decidido tirar por la calle del medio hasta sumirse en la incongruencia. Es cierto que no se ha movido gran cosa en su firmamento, tres nuevos dos estrellas, alguna que otra baja por cierre y unos cuantos uniestrellados más, junto a los incipientes bib gourmand y los verdes que se estrenan, una categoría de lo más prescindible por su ausencia evidente de contenido. Elogia el supuesto compromiso del chef con la naturaleza y la sostenibilidad al tiempo que distingue a dos decenas de establecimientos específicamente por ello. ¿Qué pasa, el resto de cocineros galardonados no están comprometidos con la naturaleza o el llamado producto de kilómetro cero?

En resumidas cuentas, calderilla: lo que indica claramente que no hacía falta una nueva publicación en 2021. Quienes compren la guía, supongo que ya estará a la venta, tienen todo el derecho a sentirse estafados. ¿En un año de pandemia quién se puede creer, salvo el mérito innegable de haber resistido a unas circunstancias adversas, el merecimiento culinario de algún cocinero? ¿Qué inspecciones pueden haberse producido cuando en la mayor parte del tiempo los restaurantes han permanecido cerrados? Muchos restaurantes siguen cerrados desde el inicio del confinamiento en marzo, pero mantienen su distinción de años anteriores con la única exigencia de haber comunicado previamente a la guía de que abrirán en el futuro.

Lamentablemente la dicha que no tenemos de poder disfrutar de una buena comida en nuestros comedores favoritos es algo que no puede juzgar gastronómicamente una guía dedicada a puntuar restaurantes. Jamás hubiera creído que Michelin, una publicación lo suficientemente seria que actúa como referencia mundial, podría caer en ese error. Y lo ha hecho, obviamente, por los intereses comerciales que acarrea. Seguro que alguien entre quienes la planifican o dirigen ha pensado en la posibilidad del año sabático, pero si es así la idea no ha prosperado. Habrá una guía roja 2021 que reflejará lo que jamás sucedió en el restaurantismo de este país. El que quiera seguir creyendo, a partir de ahora en adelante, que todo ello responde a un intento serio de analizar la cocina que se hace en los restaurantes españoles y portugueses estará en su derecho, pero comete pecado de ingenuidad.

Vamos ahora con el sustrato, la Guía Michelin, con el paso del tiempo ha convertido su potentísimo altavoz en una engrasada maquinaria de ingresos universales; no solo influye en sus miles de lectores sino también en los cocineros y restaurantes del planeta que han tenido que someterse a su yugo culinario para aspirar a algunas de las anheladas estrellas que reparte por todo el mundo. A veces pienso en lo gratificante que resulta para el aficionado a comer bien, hacerlo en buen restaurante que se defienda por si solo, al margen de toda esta farfolla de las distinciones. Y lo orgulloso que tiene que sentirse el buen cocinero o restaurantista que tiene una clientela fiel a la que da bien de comer sin necesidad de estar sujeto a un yugo. Afortunadamente todos conocemos más de uno.

En cualquier caso volviendo atrás, la cocina ha salido perjudicada y los comensales damnificados de la tendencia absolutista francesa, la odiosa y aburrida estandarización con menús inacabables y presentaciones coloristas que disfrazan muchas veces el producto pero favorecen el trabajo de los nuevos chefs más preocupados del desembolso y de la imagen que de profundizar en sus guisos. La fórmula de moda es la asociación en el plato de ingredientes que nada tienen que ver unos con otros pero que resultan pintones y sirven para ilustrar los blogs y compartir el demandado impacto emocional en las redes sociales. Lo de menos es que la comida sepa a algo y guarde cierta coherencia en relación al producto, la temporada o el lugar. No nos es ajeno que la alta cocina pretende atraer a un público feliz de poder engancharse a ella ocasionalmente y presumir de su experiencia, como si el simple hecho de comer, además de la necesidad y el placer, fuese una aventura especialmente estimulante digna de ser contada. A ese alto componente de presuntuosa banalidad ha contribuido eficaz y caprichosamente la Guide Rouge. La suya es una tiranía que responde en primer lugar a la rentabilidad. De todos, ese objetivo es el más razonable. No hay guía que no aspire a ocupar un lugar comercial preponderante, todas buscan extender sus negocios y su influencia. Pero esta vez Michelin se ha estrellado contra la propia inoportunidad que marca la pandemia.

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