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El proceso creativo como horizonte

El proyecto ‘Laboratorio Galdós’ (2018-2020) constituye

el ejercicio teatral -casi metateatral- por antonomasia

Imagen de una sesión de ‘ensayo-error’ en el Teatro Pérez Galdós. | | NACHO GONZÁLEZ ORAMAS

El proyecto Laboratorio Galdós (2018-2020), concebido como un espacio participativo de creación y experimentación escénica en torno a la vida y obra de Benito Pérez Galdós, constituye el ejercicio de teatro total –casi metateatral- por antonomasia, puesto que plantea el hecho teatral como un arte vivo que sitúa el proceso creativo como horizonte colectivo. La arquitectura fugaz e inmortal de la escena, cuya magia reside en que ninguna representación es igual a otra, porque la acción sucede “aquí y ahora” ante los ojos del espectador, conforma el terreno de juego de este laboratorio de ensayo-error, donde las costuras de las obras se exhiben y se cuestionan, se destejen y se vuelven a zurcir en un diálogo continuo con el público antes de su estreno absoluto.

Por tanto, cada vez que un montaje del Laboratorio Galdós sube el telón por primera vez, su puesta en escena está más viva que nunca, ya que late el resultado artístico de un viaje experiencial de variaciones y reinvenciones sobre un mismo boceto, que es donde el teatro es lo más parecido a la vida.

Esta intersección entre el teatro y la vida se anuda en un principio de búsqueda y de exploración de senderos posibles, que quizás sea el único sentido de esa obra en curso que es el arte o la vida. Sin embargo, este proyecto artístico capitaneado por el director ingeniense Mario Vega toma como punto de partida la esencia del teatro como “un lugar de reunión entre actores y espectadores”, en palabras del multirrepresentado dramaturgo Juan Mayorga, y que en el Laboratorio Galdós adquiere su máxima significación, dado que este diálogo se inaugura en la fase preliminar o el work in progress del proceso creativo.

Así, el Laboratorio Galdós plantea el espacio teatral como una casa que abre sus puertas a los espectadores para derribar tabiques, limpiar pasillos, agrandar ventanas o descartar mobiliario, de manera que este ejercicio de (re)construcción colectiva convierte el teatro en la casa de todos. Ahora bien, los derroteros que toma cada pieza no derivan de la incorporación de modificaciones aleatorias por parte del público, sino que se realiza una puesta en común y, como en la polis griega, las ideas que generen un conflicto se someten a debate, se ensayan y se asimilan para ahormar la obra hacia la mejor versión de sí misma.

Este planteamiento horizontal y democrático responde, por una parte, a un sentido de la responsabilidad derivado de la ocupación del espacio público como es, en este caso, el Teatro Pérez Galdós, que acoge tanto los ensayos participativos como los estrenos de la trilogía resultante. Y se debe, por otra parte, al afán de experimentación y generación de resultados distintos que vertebra este proyecto de investigación colectiva. Por ambas razones, el horizonte del Laboratorio Galdós prioriza el proceso frente al resultado, aunque este mismo proceso deliberativo sea después el que, precisamente, apuntale y refrende el resultado de esta trilogía escénica, avalada por la crítica, los premios y el público. En esta línea, también debe subrayarse la capacidad de los distintos repartos de las obras para jugar en el terreno del ensayo-error desde la desnudez que comporta la exhibición de un texto teatral en crudo, así como el desafío de adaptar sus líneas e, incluso, escenas completas, a las reescrituras continuas.

En el plano resultante, cada montaje fraguado en el marco del Laboratorio Galdós se desenvuelve en distintas coordenadas y códigos teatrales, en consonancia con el compromiso primero de desplegar fórmulas y visiones diversas sobre el hecho escénico. La primera obra, Ana (también a nosotros nos llevará el olvido), un grito feminista ambientado en la España negra de los 60 que firma la dramaturga grancanaria Irma Correa, inspirado en la Tristana de Galdós y la Nora de Ibsen, se construye sobre un ambicioso despliegue creativo de juegos audiovisuales, que constituye uno de los sellos referenciales de Unahoramenos y que valió a Vega una nominación a los Premios Max a Mejor Espacio Escénico.

Y frente a este soberbio ejercicio de teatro naturalista y grandes personajes, el segundo título, El crimen de la calle Fuencarral, emprende un viaje a las antípodas del resultado anterior y subvierte esos mismos códigos escénicos a favor de la austeridad o depuración de la puesta de escena. El dramaturgo colombiano Fabio Rubiano adapta en clave burlesca las crónicas galdosianas en torno al sonado asesinato perpetrado en 1888 en la vía madrileña, donde los cuatro intérpretes se desdoblan en una multiplicidad de personajes en un gran tour de force actoral que brilla en el “espacio vacío” que acuñara Peter Brook, sin apoyarse en un solo accesorio.

Y para redondear la trilogía, la tercera pieza, El último viaje de Galdós, coescrita por los madrileños Laila Ripoll y Mariano Llorente, rinde homenaje al escritor en el crepúsculo de su vida con un inventario de personajes reales y literarios –por tanto, mortales e inmortales-, así como de sus recuerdos y obsesiones, ideas y rebeldías, que en esta ocasión multiplica los espacios escénicos y centrifuga la acción hacia distintos rincones del teatro al que presta nombre. Así, el último viaje del Laboratorio Galdós habita el conjunto del espacio teatral en su totalidad a través de una puesta en escena múltiple y fragmentada, quizás como metáfora de que una vida célebre es siempre un puzle o enigma infinito, un libro abierto en todas direcciones, y que el mejor tablero en el que jugar con sus piezas es el teatro.

* Texto publicado en la ‘Memoria Laboratorio Galdós 2018-2020’.

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