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La crítica en su encrucijada

Las servidumbres y paradojas de la escritura cinematográfica siguen despertando la atención de los expertos como síntomas de una era presidida por una constante mutabilidad

La crítica en su encrucijada

La opinión que determinados sectores de la cultura sostienen acerca de la utilidad actual de la crítica cinematográfica constituye una clara evidencia del estado general de extravío en el que se halla hoy este género periodístico ante los acelerados cambios operados en el ámbito audiovisual durante las tres últimas décadas. Ahora, más que nunca, el lector medio dispone de un auténtico arsenal informativo con sólo pinchar media docena de teclas y sumergirse a placer en los laberintos de Internet o, simplemente, con seguir de cerca la descomunal oferta hemerográfica, bibliográfica o televisiva que, desde las más diversas instancias, se nos pone a nuestro alcance durante las veinticuatro horas del día. Hace veinte o veinticinco años nadie podía imaginárselo, pero lo cierto es que, en la práctica, apenas existen ya barreras formales para el acceso directo a cualquier información, tanto de éste como de cualquier otro de los múltiples escenarios que ofrece actualmente la cultura popular.

Este hecho, absolutamente inobjetable, ha contribuido, entre otras cosas, a que el aficionado diversifique más sus fuentes de documentación y que no solo dependa de las pautas metodológicas impuestas por la crítica para formarse su composición de lugar sobre un medio de expresión tan complejo, multiforme y, de alguna manera, inasible, como el arte cinematográfico. De ahí que en estos momentos, cuando las viejas teorías de la crítica tradicional no solo están siendo objeto de continuas revisiones por numerosos historiadores y semiólogos de los cinco continentes sino, incluso, por quienes suscribieron en su día el espíritu y la letra convencidos de que con las susodichas teorías sellaban para siempre una verdad inmutable, se haga imprescindible revisar muchas de aquellas certezas.

Nos encontramos, en resumidas cuentas, ante una situación de cambios sustanciales propiciada, fundamentalmente, por los nuevos hábitos de consumo cultural que hemos ido asumiendo a la largo de las últimas décadas , hábitos que, además de haber contribuido de forma notoria a la banalización del séptimo arte con su marcada tendencia al esquematismo más empobrecedor, establecen entre el creador y el consumidor una relación de abierta complicidad de la que ninguno, por mucho que se le enmascare con falsos aires innovadores, sale airoso. Es evidente, pues, que la crítica debe experimentar también su propia transformación, adaptarse a la nueva realidad, impregnarse de ella, excluir cualquier tendencia al adoctrinamiento y, sobre todo, tratar de deslizar su autoridad intelectual con objetividad, equilibrio y rigor. Tres virtudes, esenciales sin duda, sin las cuales un crítico jamás podría desempeñar su función con unos resultados medianamente aceptables.

También es obvio que, gracias en gran medida a la sobreabundancia de productos que han propiciado las nuevas vías alternativas de difusión audiovisual (plataformas audiovisuales, soportes caseros diversos, TV a la carta, etc.), existe un cierto detrimento en cuanto a la calidad media en las preferencias cinematográficas del gran público, aunque tampoco es menos evidente que el mercado también ha disminuido su interés por elevar los niveles de su oferta, de ahí que muchos críticos, irreflexivamente tal vez, hayan optado por “adaptarse” al compás de los tiempos y asuman como normal una posición que, en otros tiempos, hubiese sido calificada de claudicante, servil y reaccionaria.

Claudicante en la medida que se acepta, con resignación el actual estado de las cosas en la industria de la imagen; servil en cuanto que supone una clara e incondicional servidumbre hacia las directrices, tanto estéticas como ideológicas, que imponen, de una u otra manera, las grandes multinacionales y reaccionaria por su magnánima tendencia a justificar posturas, en muchos casos difícilmente defendibles, de cineastas atrincherados en conceptos cinematográficos extemporáneos o, en el peor de los casos, de cineastas que intentan encubrir su insolvencia, y permítanme la metáfora, intentando remover las agua para que éstas parezcan más profundas.

Este hecho, fácilmente constatable a través de la obra de decenas de figuras referenciales de Hollywood, volcados en perseguir a toda costa la notoriedad mediante enfoques supuestamente innovadores, está generando un gran desconcierto en el propio ámbito de la crítica. La misión del crítico, en otros tiempos crucial para todos los que aspiraban a ponerse al día en materia cinematográfica y, sobre todo, para quienes buscaban contrastar sus propias opiniones con las de los presumibles expertos, ha quedado desplazada a un segundo término, relegada a un papel de mera referencia en la rutinaria sucesión de fases por las que atraviesa una producción cinematográfica desde su concepción hasta su exhibición pública.

¿Cuál ha de ser entonces el verdadero rol de los críticos en medio de un panorama tan desalentador? ¿Dónde se halla actualmente su espacio natural? ¿Quiénes les siguen en realidad y quiénes son los encargados de denunciar sus continuas contradicciones? ¿Sigue siendo útil o no la crítica? Respuestas a estos interrogantes las habrá, sin duda, y para todos los gustos. Hay, por ejemplo, quien sigue plenamente convencido de la naturaleza transitoria de este oficio, o sea, de que un crítico de cine no es otra cosa, en el fondo, que un continuo aspirante a cineasta y que, por lo tanto, sus dictámenes, sean más o menos acertados, no merecerían la elevada atención que algunos cinéfilos de pro les suelen dispensar.

Otros, aún más inflexibles, no han dudado en calificar la labor del comentarista de cine de ambigua, contradictoria, oportunista y hasta de parasitaria al entender que, honestamente, no se puede servir a un mismo tiempo a dos amos: al público soberano por un lado, y a la industria, por otro, y pretender complacer por igual ambas posiciones. Pero no es eso todo dentro de la variopinta gama de profesionales que integran esta gran industria. Hay también quienes califican al crítico de aprendiz de escritor o de simple gacetillero al servicio de los intereses oligopólicos de las grandes compañías multinacionales.

Tampoco es menos cierto, y el cine europeo está cuajado de ejemplos al respecto, que algunos profesionales del gremio, impulsados por su insobornable devoción cinéfila, se hayan servido de la escritura para alcanzar metas laborales mucho más ambiciosas. Nombres con la solera de Truffaut, Tavernier, Wilder, Rivette, Rohmer, Allen, Bogdanovich, Trueba o Chabrol así lo hicieron y amparados, obviamente, en la más absoluta legitimidad, o sea, que en ninguno de los casos el oficio periodístico serviría como meta en sí mismo pero sí como una herramienta para el desarrollo intelectual que, años más tarde, se desplazaría de los rotativos y revistas especializadas a los platós.

Existen, como se ve, razones sobradas para explicar las reticencias que algunos sectores de la cinefilia mantienen ante la fiabilidad de los críticos, razones que, sin embargo, no justifican bajo ningún concepto la tendencia irreprimible de los más radicales a cortarles la voz y callarlos para siempre, tal y como en alguna ocasión le escuché decir, con indisimulado sarcasmo, a un reconocido escritor español, ya fallecido, tras ser interrogado acerca de la opinión que le merecía la crítica especializada en nuestro país. Los críticos, como los creadores, han sido, son y serán víctimas de los avatares propios de su tiempo. Ninguno escapa a su influjo, ni siquiera quienes se jactan de ir por delante de ellos. Por eso, cuando nos encontramos ante alguien que intenta construir mediante sus juicios personales opiniones categóricas y se niega a admitir siquiera la elasticidad del terreno en que se mueve, toda desconfianza nos parece poca.

Con su inmovilismo, el crítico no hace otra cosa en este caso que negar al cine la posibilidad de seguir transformándose como medio de expresión, de avanzar más allá de los patrones narrativos convencionales, de ocultar la avasalladora instrumentalización que se hace del medio a través de los grandes centros de producción, de adentrarse, en definitiva, en un nuevo campo de experimentación artística que lo libere de la rutina a la que lo someten, sin descanso, los mercaderes de la cultura en su afán por uniformarlo todo.

Si los vientos de la modernidad nos han traído a nuestras pantallas a figuras tan interesantes, creativas y controvertidas como, pongamos por caso, Tarantino, Kawase, Kiarostami, Cassavetes, Mendes, Anderson, Kitano, Costa, Cronenberg, Dolan, Fincher, Rosales, Almodóvar o Kar-Wai, nos gusten más o menos, el compromiso moral del crítico no consiste, como algunos creen, en preparar las necesarias coartadas para proceder a su “crucifixión” o, en caso contrario, nutrirnos de los adjetivos más rimbombantes para rendirle pleitesía a nuestros directores favoritos, sino en examinar, sin prejuicios de ningún género, la nueva mirada que aquellos nos proponen a través de sus obras y contrastarla con las que han configurado nuestra noción del arte cinematográfico a lo largo de los años.

De este modo, no solo estaríamos en la senda correcta para descubrir sus verdaderas intenciones sino que, además, adquiriríamos toda la legitimidad necesaria para desmontarlas si nuestro juicio así lo aconsejara. Es bien conocido el efecto que una moda más o menos teledirigida puede generar en el imaginario colectivo de una sociedad como la nuestra y la velocidad con la que se expanden actualmente las ideas, particularmente cuando éstas tienen el propósito de descalificar globalmente una obra determinada. Muchos cineastas que hoy gozan de gran renombre fueron con anterioridad víctimas de la incomprensión de la crítica, pero el paso de los años se ha encargado de situarlos en su justo lugar, aunque durante largos períodos de tiempo se sintieron virtualmente proscritos por los grandes oráculos de la crítica, ninguneados.

Desde los lejanos tiempos en que Michelangelo Antonioni desafiaba todas las reglas del relato cinematográfico filmando la angustia y la soledad del hombre contemporáneo y sometía a sus espectadores a un estado de trance, no se recuerda en los medios especializados una controversia tan airada sobre un cineasta como la que provocó Quentin Tarantino con sus primeros filmes entre los sectores más conservadores del viejo Hollywood. Tal vez con Godard, con Warhol, con Syberberg, con Fassbinder, con von Trier, por citar algunos que sufrieron en alguna ocasión la incomprensión mediática, se dieran semejantes circunstancias, pero en ningún caso se desataron tantos y tan acalorados debates como con el mítico realizador californiano.

E insisto en el ejemplo de Tarantino, no por ninguna oposición personal al popular cineasta, ni por considerarme tampoco un fan irredento de su obra, sino por tratarse de un caso y aparte que puso en su momento a prueba, una vez más, la disposición de los críticos frente a una puesta en escena que intenta por todos los medios zafarse del corsé del clasicismo y ocupar, pese a todo, un espacio personal en el amplio y maleado terreno del cine de autor. Que lo hayan conseguido o no es lo que constituye el caballo de batalla sobre el que actualmente cabalgan, de hecho, los grandes debates conceptuales sobre la función de la crítica en las sociedades actuales.

Precisamente, estas controversias, a las que no solo nos conducen las películas de Tarantino, sino las de otros muchos directores empeñados, desde la noche de los tiempos, en romper las barreras del lenguaje convencional y apostar por la innovación frente al inmovilismo, fue la que ocupó durante un par de décadas a la intelectualidad europea de los sesenta y setenta cuando, una vez certificada la muerte oficial del cine clásico, los “nuevos cines” irrumpieron en las pantallas del mundo sembrando de argumentos objetivos la certidumbre de que el cine, efectivamente, y en contra de la polémica afirmación del maestro Rossellini, no había muerto.

Aquel prolongado debate, inicialmente inspirado por las ideas que manejaba el equipo de redacción de la legendaria revista gala Cahiers du Cinéma, entre cuyas reivindicaciones fundamentales se encontraba la figura del director como autor total de la obra cinematográfica, no solo contribuyó a poner muchas cosas en su sitio, sino a sentar también las bases teóricas sobre las que durante muchos años descansó el ejercicio de la crítica en el viejo continente. Ante un cine nuevo nacía una crítica igualmente renovada que intentaba por todos los medios estar a la altura de los tiempos, una crítica rejuvenecida intelectualmente que supo, además de sintonizar rápidamente con las corrientes estéticas del momento, interesar a varias generaciones de espectadores preocupadas por un cine que reflejara fielmente el espíritu de su época.

Durante aquellos gloriosos y fecundos años, ni siquiera España, sometida aún al yugo de la dictadura, se quedaría al margen de los cambios que estas nuevas actitudes iban a provocar en todos los estratos de la industria cinematográfica. También se produjo la extraña paradoja de que, durante el largo mandato franquista, especialmente en los mismos años que tomaba cuerpo en diversos países europeos el fenómeno estético conocido como “los nuevos cines”, surgía en nuestro país un auténtico emporio de publicaciones especializadas de rigurosa vocación crítica. Revistas como Nuestro Cine, Dirigido por…, Cinestudio, Cinema Universitario, Film Ideal, etcétera, que intentaban, desde posiciones disímiles, analizar el cine sin otro condicionamiento previo que las propias certezas ideológicas que utilizaban como bandera.

A pesar de los rigores de la censura y del pertinaz raquitismo de nuestra industria, el cine nacional también recibiría, aunque a mucho menor escala, la bocanada de aire fresco que hizo posible la realización en Europa de obras tan particularmente rompedoras como La soledad del corredor de fondo (1962), El año pasado en Marienbad (1961), Al final de la escapada (1965), Jules et Jim (1961), Crónica de Ana Magdalena Bach (1967), Trenes rigurosamente controladas (1966), Hiroshima mon amour (1959), La religiosa (1965), Los amores de una rubia (1967), Faraón (1966) o La noche (1961) y el consiguiente cambio de paradigma que el nuevo cine generó en el ámbito de la crítica especializada.

Entretanto, el cine español aportaba al movimiento títulos no menos innovadores, como La caza (1965), Nueve cartas a Berta (1965), La tía Tula (1964), Los tarantos (1963), El buen amor (1963) o Noches de vino tinto (1967), películas que inspiraban una actitud mucho más comprometida con la obra cinematográfica como producto de un contexto sociopolítico concreto que como fruto solo de una voluntad creadora pues, no en vano, muchos de los realizadores a los que hemos aludido en este artículo arrastran años de experiencia como escritores cinematográficos y, como afirmó el mismísimo Godard, “en aquel entonces, escribir ya era hacer cine”. En cualquier caso, la irrupción del Nuevo Cine Español en el panorama nacional se convertiría en el punto de inflexión que certificaría el ingreso de nuestra industria en el ámbito de la modernidad y siempre con la complicidad activa de la crítica, congregada en su mayoría en torno a las cabeceras anteriormente citadas.

Ante tal panorama cabe inferir que los críticos de cine, más cautivos que nunca de su responsabilidad como observadores del proceso evolutivo del lenguaje cinematográfico, diluido en la maraña de mensajes icónicos que nos invaden diariamente desde los más diversos soportes visuales, han comenzado a tomar las riendas de la situación alentando la creación de un cine de vuelo libre, independiente y capaz de afrontar los retos que, desde hace algunos años, llevan proponiendo, entre otros, cineastas tan fascinantes, innovadores e imprevisibles como Kitano, Costa, Lynch, Koreeda, Kawase, Apitchatpong, Coen, Nolan, Zhangke, Kiarostami, Jarmusch, Haneke, Reygadas, Tarkovsky o Escalante que, en su afán por permanecer en los márgenes de Hollywood, continúan en su empeño por explorar el cine desde otras perspectivas, las mismas con las que, a mi modo de ver, habrían de ser observadas también desde la posición de cualquier comentarista que intente un acercamiento riguroso y productivo a la complejidad que se le presupone al cine de autor de nuestro tiempo.

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