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Jeanne Bucher

Una gaviota blanca entre cuervos negros. Así definió Kandinsky a esta galerista alsaciana que, enfrentándose al Tercer Reich, mantuvo vivo el arte libre durante los años de la ocupación salvando infinidad de obras de su quema

Jeanne Bucher.

Unas veces en la sombra, casi escondidas tras sus pensamientos por miedo a ser demasiado buenas –buenas para ser musas pero no creadoras, buenas para ser compañeras pero no pensadoras, buenas para ser madres pero no científicas–, distintas y, en consecuencia, señaladas como poco femeninas, raras o locas; otras, suplantadas por maridos o colegas de profesión. En otros tantos momentos, el simple devenir de la historia ha sido el que las ha vuelto invisibles, a Aquellas y Éstas, ayer y hoy. La vida de muchas mujeres extraordinarias ha quedado sepultada bajo el signo del olvido, éste es el llamado Efecto Matilda, el reconocimiento nunca les llegó pero ahora tenemos la ocasión de volver a recordarlas.

Por afinidad, quiero empezar este camino de expiación con la historia de la galerista Jeanne Bucher, no sólo por el hecho de compartir profesión, sino más bien porque el mundo de las galerías de arte todavía sigue siendo un gran desconocido para el público.

Si tuviera que escoger un adjetivo para describir a esta marchante alsaciana, éste sería sin duda valiente, aunque en realidad se quedaría un poco corto para llegar a comprender la personalidad de esta temeraria apasionada del arte; y digo temeraria porque había que serlo para plantarle cara al mismísimo Tercer Reich con su incondicional apoyo a todos esos artistas que los alemanes perseguían sin piedad en su lucha contra la modernidad. Siempre fue un espíritu libre al que no consiguieron frenar ni su marido, un conocido pianista, ni el hombre del que se enamoró perdidamente estando todavía casada, así que con cuarenta y pocos años, decide marcharse, abandona Estrasburgo y desembarca en París seguramente atraída por la gran actividad cultural de la ciudad, epicentro de la escena artística europea en ese momento.

Se hizo cargo de la dirección de una librería, ubicada en la planta de arriba de la tienda de un diseñador e interiorista. Acostumbrada desde su juventud al ambiente de escritores y poetas que rodeó a su familia, no es raro que el destino la guiara hasta allí. Pronto se convirtió en el punto de encuentro de todo tipo de artistas y las pinturas comenzaron a robar su lugar a los libros hasta que finalmente, en 1926, aquel espacio se transforma en una galería de arte, una de las más antiguas de Europa. Su primera exposición, una colectiva de Georges Braque, Juan Gris y André Masson, seguramente el sueño de más de un galerista.

Los inicios nunca son fáciles y más con una gran crisis económica mundial como la que sucedió en los años treinta, por lo que se vio obligada a vender la galería ante la imposibilidad de seguir manteniéndola.

Como nos pasa a todos los que nos dedicamos a esta profesión –más bien diría forma de vida–, cuando el veneno del arte te atrapa ya nunca puedes desprenderte de él, así que en cuanto tuvo ocasión, en 1936, volvió a reabrir su galería acompañada de cubistas, surrealistas, primitivistas y abstractos, entre ellos Picasso, Joan Miró, Torres-García o Max Ernst. Por desgracia la alegría, le duraría poco: unos meses más tarde, Adolf Hitler pronunciaba su demoledor discurso en contra de todo el arte que oliera a modernidad, llamado “arte degenerado” por ser peligroso y vulgar, donde no sólo tenía cabida el arte más moderno alejado de esa pintura de corte tradicional que tanto gustaba al führer, sino también el arte practicado por judíos o cualquiera que fuera enemigo del régimen. Ésa fue sin duda su particular venganza por no ser admitido en la Academia de Bellas Artes tiempo atrás, y ahí comenzó uno de los episodios más negros de la historia del arte. Sus palabras se convirtieron en una gran plaga exterminadora que recorrió cada rincón: “Las obras de arte que no pueden ser entendidas por sí solas, sino que necesitan de un libro con instrucciones pretenciosas para justificar su existencia, nunca más le llegarán al pueblo alemán”.

Directores de museos fueron despedidos, cientos de obras acabaron quemadas sin más, y tantos y tantos artistas fueron perseguidos por no seguir su modelo de arte verdadero. Muchos consiguieron huir, pero otros, como Picasso, se encerraron en sus estudios trabajando bajo las sombras de la clandestinidad con ese miedo constante a ser descubiertos; otros, en cambio murieron en campos de concentración, y los que tuvieron el valor de quedarse tenían absolutamente prohibido exhibir o exponer su arte.

En ese ambiente de miedo y oscuridad, la figura de Jeanne Bucher fue mucho más que un rayo de luz esperanzador, pues no sólo continuó con su actividad –su galería fue la única que permaneció abierta durante todo el periodo de la II Guerra Mundial–, sino que además arriesgó su propia vida ofreciendo auxilio a todo aquel artista que le pedía ayuda, unas veces escondidos en el desván de su casa y otras facilitando su huida, pero siempre en primera línea, en defensa del arte y sobre todo de la libertad; no era raro encontrar entre sus cosas notas con la frase SOS Jeanne.

No se dejó intimidar por las continuas amenazas, fue fiel a sus ideas y continuó exhibiendo la obra de estos artistas degenerados a sabiendas de que era un arte prohibido, e incluso enterró en el jardín de su casa muchas de aquellas obras para evitar que fueran convertidas en cenizas, algunas de ellas hoy en importantes museos y colecciones. Hay que tener mucha pasión para dedicarse a este mundillo; tal y como ella decía, “no es sólo un negocio, es lo que ha dado sentido a mi vida”, y así es. Gracias a esa locura desmedida por el arte muchas obras fueron salvadas y no pocos artistas consiguieron sobrevivir... Picasso, Miró, Léger, Mondrian, Juan Gris, Braque, Giacometti, Chirico, Vieira da Silva..., sin olvidar a uno de sus grandes descubrimientos, Kandinsky, quien no se cansó de definir a esta galerista como “única”, mientras que el resto de marchantes “eran cuervos negros, ella fue una gaviota blanca” entre tanta oscuridad.

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