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La belleza de la herida

‘El espectador’, volumen inédito de la trilogía diarística del Premio Nobel húngaro Imre Kertész, cierra la obra de un superviviente

La belleza de la herida

Algo tenía de especial aquel hombre de ojos gris Danubio. La sonrisa de tipo sencillo, cierta prudencia en el gesto y esa compostura que sólo se aprende en las aulas de la civilización cotidiana era lo primero en llamar la atención de Imre Kertész (Budapest, 1929-2016). Después vino su obra y su biografía, algo inseparable en un escritor que había visitado desde la adolescencia los suburbios del sufrimiento. Primero en los campos de la muerte del nazismo, donde supo de las chimeneas de Auschwitz y de los barracones del espanto de Buchenwald; después conoció los grilletes del terror de hoz y martillo que acabaron con la esperanza de retornar al breve sueño ilustrado de aquella Mitteleuropa surgida de las ruinas del imperio austrohúngaro, y, por último, padeció el matonismo del neocapitalismo populista del nuevo siglo cuando creía que su Hungría traspasaba el umbral de las sociedades abiertas y decentes.

Kertész, premio Nobel en 2002, alumbró una obra poderosa y sabia que rastrea los enigmas de las palabras que hermanan poesía y pensamiento. Esquinó “todo lo autobiográfico en aras de una fidelidad superior”, la del deber de memoria canonizado en el verso cernudiano: “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”. A esa obligación ética dedicó su vida. Lo hizo con una escritura ajena a las taxonomías, donde imaginación narrativa y reflexión ensayística conviven en un afán poético por diseccionar la belleza de las heridas. Este relato desde el yo fue su forma de cumplir con la obligación moral del superviviente de prestar testimonio del sufrimiento y contribuir a la memoria colectiva de la dignidad humana.

Lo hizo con la imaginación narrativa y la reflexión ensayística, desde su inicial Sin destino (1975), pero también con la escritura diarística, un testimonio que da cuenta de un siglo en el que los sueños de la razón occidental se revelaron pesadillas. Primero fue con Diario de la galera (Acantilado, 2004), relato de la Hungría estalinista y del comunismo gulash entre 1961 y 1991, al que siguió La última posada (Acantilado, 2016), que contiene sus reflexiones entre 2001 y 2009, período marcado por la pequeña felicidad del reconocimiento de su obra con el Nobel y las penalidades de dos patologías: el avance del párkinson que le llevaría a la tumba y la consolidación en el gobierno de la derecha antisemita y autócrata de Viktor Orbán.

Quedaba por publicar El espectador, que ahora ve la luz en Acantilado, el sello fundado por Jaume Vallcorba que ha editado con esmero casi la totalidad de la obra del autor húngaro con las ejemplares traducciones de Adan Kovacsics.

En un apartamento de 28 metros cuadrados en la calle Török, a diez minutos a pie del puente Margit sobre el Danubio, Kertész fue llenando una libreta en la que da cuenta de los diez años que siguieron al derrumbe del bloque soviético y sus satrapías y la toma del poder por los apóstoles del turbocapitalismo, pero también sus diálogos con el legado de los clásicos, las reflexiones de un hombre que considera que la sangre de Abel sigue siendo un clamor y los aconteceres cotidianos de un anciano con exceso de cicatrices en su alma.

Nadie encontrará en este volumen, cronológicamente el segundo de la trilogía diarística del autor húngaro, el relato de días de saldo o de casquería literaria, tan habitual en muchos cultivadores de las narrativas del yo. Para Imre Kertész, llevar un diario “no es sólo una obligación metafísica”, también es un deber moral con uno mismo y con los demás, porque recordar sitúa al ser humano en el terreno de los justos y es la responsabilidad de aquellos que adquirieron la condición de supervivientes y decidieron prestar testimonio del espanto para evitar que los comedores de loto impusieran su dieta de olvido.

Kertész frecuenta los fantasmas y sus sombras. Auschwitz como síntesis del mal, pero también como advertencia de que su amenaza persiste, con otros rostros, con diferentes nombres, enmascarados en las ideologías de la codicia y la autocracia. Los diálogos con los textos de Wittgenstein, Kafka, Cioran o Camus, así como las referencias a las músicas que mitigan su soledad, ocupan algunas de las mejores páginas de este hombre desolado. Son, sin embargo, las entradas dedicadas a la enfermedad y muerte de su primera mujer, Albina Vas, y la irrupción de Magda Ambrus, su segunda esposa, las que certifican la fortaleza de su escritura, en la que el pensamiento riguroso y la prosa precisa se hermanan para dar testimonio de que la sabiduría, la compasión y la dignidad siguen siendo formas de resistencia, modos de retener la belleza de la herida.

El apartamento de 28 metros cuadrados no está muy lejos del paseo junto al Danubio donde unos zapatos alineados recuerdan a los que dejaron en la orilla centenares de mujeres y hombres antes de recibir un disparo en la cabeza y ser arrastrados por las aguas porque no había suficientes plazas en los vagones camino de Auschwitz. Kertész veía todo los días esos zapatos de metal y le permitían recordar que el crimen y la tiranía atesoran suficiente capacidad para mudar de máscaras. Las de nuestros días no son otras que las del capitalismo voraz, la de la xenofobia asesina y la del populismo sátrapa. O, la más común y perversa, la de la complicidad de los indolentes.

Kertész se fue en marzo de 2016 con la desesperación de conocer la pervivencia de la barbarie, pero nos legó un último libro escrito con una prosa poemática poderosa y sabia, donde da cuenta de los cánceres morales del ser humano y certifica que la belleza de las palabras es posible pese a descender a las catacumbas del mal absoluto.

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