La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La dolorosa búsqueda de la belleza

Se cumplen 50 años de ‘Muerte en Venecia’, la adaptación cinematográfica de la novela homónima de Thomas Mann con la que Visconti alcanzó

una de sus cumbres artísticas

El joven Tadzio y Von Aschenbach en ‘Muerte en Venecia’, de Visconti.

A pesar de haber convertido sus obsesiones más personales en el tema medular de sus películas y de mostrar urbi et orbi su permanente actitud crítica frente al mundo, Visconti jamás dio la sensación de ser un artista frío, premeditado y distante en la medida que sí la daban, por ejemplo, Ingmar Bergman con sus laberínticas incursiones en la memoria familiar; Carl Theodor Dreyer a través de sus continuos ejercicios de introspección espiritual; Robert Bresson desatando su enfebrecida fe en el destino final del hombre o incluso nuestro Luis Buñuel en su empeño irreductible por desafiar el orden social con sus continuas explosiones de munición surrealista.

Visconti era, por el contrario, un ser extraordinariamente apasionado que depositaba en sus películas sus propios conflictos existenciales, su personalísima visión sobre la condición humana, de ahí que en varias ocasiones su identidad cubriera por completo la de sus propios personajes, desdibujándose la delgada línea roja que separa la realidad de la ficción hasta el punto de no poder diferenciar con precisión lo que hay de estrictamente viscontiano y lo que hay de simple testimonio histórico en cada uno de sus catorce largometrajes.

El príncipe don Fabricio Salina (Burt Lancaster) de El Gatopardo (Il Gattopardo, 1963); el Arthur Mersault (Marcello Mastroianni) de El extranjero (Lo Straniero, 1967); el Friedrich Bruckmann (Dirk Bogarde) de La caída de los dioses (La caduta degli Dei, 1969); el monarca cautivo de su propia megalomanía y sus miedos (Helmut Berger) de Luis II de Baviera (Ludwig, 1973); el anciano profesor (B. Lancaster) de Confidencias (Gruppo di famiglia in un interno, 1974) y, sobre todo, tal y como matizaremos más adelante, el músico Gustav von Aschenbach (Dirk Bogarde) de Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971), constituyen, en efecto, un reflejo fiel de algunos de los fantasmas personales de este inclasificable cineasta.

Sus perfiles dramáticos son en realidad trasuntos de la propia personalidad del director, que van encadenándose película tras película hasta formar un conjunto compacto de seres cercanos a las ideas que el autor de Bellísima (Bellissima, 1951) compartió durante toda su fecunda e inmarchitable trayectoria artística. Desde sus correspondientes perspectivas históricas, cada uno funciona como un mecanismo de proyección en la compleja personalidad del director milanés, todos son portavoces, en mayor o menor medida, de sus obsesiones porque, entre otras razones, ése fue precisamente su propósito a la hora de iniciar su contacto creativo con el cine tras su providencial encuentro con su maestro y mentor Jean Renoir algunos meses antes de la invasión de Francia por las tropas hitlerianas: meter toda la carne en el asador, no desviarse nunca de los objetivos ideológicos de su discurso, mantener siempre en alto la bandera del compromiso con el mundo y la sociedad que le tocó vivir, sin perder por ello el derecho de cualquier creador al uso indiscriminado de su propia subjetividad.

Fotograma de ‘Muerte en Venecia’. LP

Pues bien, hace cincuenta años, y con la censura franquista dando aún sus últimos coletazos en un escenario cultural excepcionalmente árido, se estrenaba en los denominados cines de arte y ensayo de nuestro país Muerte en Venecia, una obra cargada de un inusitado magnetismo visual que, pese a sus no pocos detractores, supuso un importante punto de inflexión en su filmografía y en la que su formidable protagonista, en el rol del desdichado Ashenbach ha quedado en los anales del cine como una lección cnónica del complejo oficio de la actuación, se erige en símbolo de la precariedad frente a un drama que marcará su destino. Dirigida dos años antes de su polémica La caída de los dioses, personal versión del Macbeth, de William Shakespeare, sobre el telón de fondo de la ascensión de los nazis al poder, la película es una adaptación relativamente fiel de la novela homónima del escritor alemán Thomas Mann en el que un compositor -en el libro el protagonista es un escritor- angustiado por sus propias incertidumbres acerca de la percepción de la belleza y, sobre todo, cómo acceder a ella, sucumbe ante el embrujo del joven Tadzio, un bello adolescente al que descubre en una Venecia brumosa, melancólica y decadente durante una prolongada y tormentosa estancia en la que se interroga a sí mismo sobre el sentido de su obra n una sociedad insensible, cruel e intolerante.

La irrupción repentina de tan singular personaje en un país dominado todavía por un sistema de gobierno autocrático, constituyó, en efecto, un verdadero revulsivo para la vida intelectual española pues, a su condición de creador inconformista y librepensador, se le unían sus propios sentimientos, con un inequívoco sesgo homosexual , y la consiguiente exaltación de unos valores opuestos por completo a la moral nacional católica que tan fervientemente defendía el ancien régime por aquel entonces. Los resultados, pese a todo, no pudieron ser más esperanzadores para un cine que, en resumidas cuentas, proponía una meditación sin paliativos sobre temas radicalmente proscritos de las pantallas nacionales gracias a la empecinada labor fiscalizadora de las temibles Juntas de Censura.

Ignorada por algunos sectores de la crítica a los que sólo inspiró frialdad e indiferencia (sic), elogiada hasta el encumbramiento por otros que vieron en ella la encarnación más depurada del rigor estilístico en la pantalla, tuvo entre sus más encarnizados defensores a figuras tan dispares como André Malraux, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Michel Foucault, Cesare Pavese, Indro Montanelli, Gunter Grass, Gore Vidal, Julio Cortázar, Carlos Fuentes o Julián Marías, cuyas opiniones sobre la película provocaron, especialmente en el caso de Malraux, sonadas controversias en la prensa internacional, polémicas que no solo contribuyó a desatar el propio filme, sino las hipotéticas desviaciones ideológicas de un cineasta canonizado por la izquierda tradicional desde que, en 1948, realizara La tierra tiembla (La terra trema, 19489, una de las cumbres del movimiento neorrealista italiano y, probablemente, uno de los testimonios más valiosos que se han mostrado nunca sobre las contradicciones de la clase obrera durante los difíciles años de la posguerra italiana.

Sea como fuere, lo cierto es que aquellos debates solo sirvieron para sellar aún más las serias discrepancias existentes entre la intelectualidad europea acerca de lo que unos y otros entendían por compromiso político. Visconti, que durante décadas se inspiró en su propia interpretación del mundo para pergeñar sus suntuosos y agudos retratos sociales, se cuestiona, a través de la figura de Von Aschebach, su alter ego en la película, aspectos de su propia vida artística que rebasan cualquier planteamiento de carácter político para abrirnos una ventana a la reflexión sobre sí mismo, sobre su obra, sobre su sensibilidad y su peculiar concepción del universo estético en la recta final de su vida, contemplándose en su interior a través de un discurso donde ética y estética; moral y belleza se convierten en los ejes invisibles de una misma mirada. Por eso, y pese a su linealidad narrativa, el filme adquiere a ratos niveles de pura abstracción en su intento por capturar conceptos cuya definición se nos escapa continuamente como el agua entre los dedos.

Fotograma de ‘Muerte en Venecia’ con Von Aschenbach y Tadzio.

La intensa y fúnebre belleza que destilan las imágenes de este filme sirve, una vez más, como como la perfecta expresión de unas ideas y de una noción particularmente determinista del mundo, así como de las alteraciones emocionales que éste genera su paso. No existe, pues, un solo plano ni una sola secuencia que no responda a un profundo sentido indagatorio de la realidad de su atormentado protagonista. Nada funciona por azar en esta película; tampoco Visconti utiliza ningún movimiento de cámara que no responda fielmente a sus propias certezas estéticas. Cuando desea acentuar el gesto de un personaje, cuando nos muestra los sobrecogedores cruces de miradas entre Aschebach y el joven Tadzio o determinados detalles escénicos con especial significado descriptivo o simbólico, la cámara se acerca o se aleja, según va indicando la propia dinámica del drama y el tono de la iluminación se torna cada vez más ocre y apelmazado, a medida que la tragedia personal del atormentado personaje adquiere tintes cada vez más agónicos y sombríos.

A partir del excelente relato de Mann, al cual no sigue tan al pie de la letra como algunos maniáticos de la fidelidad hubieran deseado, el autor de Noches blancas (Le notte bianche, 1957) indaga en la torturada conciencia de un viejo creador sometido a una voluntad obsesiva, casi enfermiza, de alcanzar la perfección que finalmente encontrará en la lánguida e inalcanzable imagen de Tadzio, cuyos delicados contornos se funden con los últimos destellos del crepúsculo veneciano en un esfuerzo estéril por dar forma a un sentimiento inaprensible, escurridizo y sin traducir textualmente en la pantalla el sobrecargado texto de Mann, su tono veladamente irónico, sus largos y barrocos monólogos, sus minuciosas descripciones ambientales, hubiera resultado una tarea absolutamente inútil desde el punto de vista cinematográfico, Visconti despliega toda su capacidad visual en una ajustada puesta en escena donde el “espíritu” del escritor alemán convive en perfecta armonía con la poderosa impronta personal del cineasta milanés, concentrando en su rica y muy sugerente formulación visual un torrente inagotable de ideas perfectamente ensambladas con las complejas reflexiones que el novelista desliza entre las páginas de su pequeña y deslumbrante novela, reforzadas por una formidable banda sonora de importancia crucial en la comprensión del drama.

Conscientes de su propia decadencia, Visconti continuaría con este mismo discurso en Luis II de Baviera, Confidencias y en El inocente, tres trabajos donde la presencia de la muerte se hace todavía más patente e irreversible, pero será en Muerte en Venecia donde aflorará con mayor crudeza y rotundidad el drama existencial que asoló los últimos años de su larga y convulsa vida de artista y donde, sin duda, mejor queda representado su presentido y trágico final.

Compartir el artículo

stats