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Elizabeth Siddall

Una trágica Ofelia prerrafaelista. Así fue esta frágil londinense que pasó de musa a artista incomprendida, marginada por un mundo –el de la pintura– dominado por hombres que primero se rindieron ante su belleza y luego se burlaron de su arte por miedo

Un detalle de ‘Ofelia’, el cuadro de John Everett Millais que, de forma casi premonitoria, desató la trágica vida de Elizabeth Siddall.

De tez nacarada, ojos azul verdoso y pelo cobrizo, dicen que era la mujer más guapa de Londres. Cuando los prerrafaelistas conocieron a la jovencísima Elizabeth Siddall quedaron atrapados por ese aire entre decadente y elegante, poderoso a la vez que frágil, y sobre todo misterioso que envolvía la figura de esta delgada dependienta de una sombrerería. El concepto de musa alcanzó con ella su más clara definición, pasó de estudio en estudio, todos querían pintarla, representaba a la perfección todo el ideario de este grupo de artistas jóvenes y rebeldes que no se conformaron con seguir las directrices de la pintura académica.

Uno de aquellos pintores que quedó fascinado por la modelo fue John Everett Millais, al verla supo de inmediato que aquel iba a ser el rostro de su famosísima pintura Ofelia, sin saber que, desde ese mismo instante, ese cuadro marcaría en parte el trágico destino de su protagonista. En un extraño círculo trazado por el indómito brazo de la propia muerte parece que la historia de Ofelia sea un imán para la desgracia, si la joven que inspiró a Shakespeare en la creación de su novela se ahogó en el río, al intentar coger unas flores, el personaje literario no tuvo mejor suerte, suicidándose tras descubrir que su amado Hamlet ha sido quien ha dado muerte a su padre, y cerrando este profético círculo tenemos a la frágil Lizzi, cuyo final no fue más afortunado.

Era tal la obsesión de Millais por querer captar con total realidad el dramatismo de la historia shakesperiana que la hizo posar durante largas sesiones metida dentro de una bañera llena de agua fría, y en pleno invierno, con el único alivio de unas velas colocadas alrededor que supuestamente lograrían proporcionar algo de calor a la chica, pero cuando éstas se consumieron aquella leve sensación se acabó, el frío era del todo insoportable, hasta el punto que su delicado cuerpo perdió el control y se desmayó. La fiebre no tardó en llegar y una neumonía que casi termina por matarla cambiaría el resto de su vida. Lo trágico de la situación consiguió acrecentar aún más esa especie de admiración platónica que el grupo de prerrafaelitas sentía por la joven, todos se preocupaban por ella, era como su leitmotiv, aunque en realidad aparte de unas pocas visitas tampoco hicieron nada para ayudarla, excepto el culpable de su estado, quien tuvo que pagar una indemnización a la familia para que pudieran atender los elevados gastos médicos.

Recuperada más por casualidad que por acción de la medicina, fue durante ese tiempo de convalecencia cuando encontró el momento para aprender a pintar, algo que siempre le interesó pero que nunca antes pudo realizar, no sólo por el hecho de ser mujer sino también por pertenecer a un muy bajo estrato social, sólo gracias a la ayuda de su amante, el pintor Dante Grabreile Rossetti, sus inquietudes se convirtieron en realidad; mientras que los medicamentos no mejoraban su lamentable salud fue seguramente la pintura la que le sirvió de tabla de salvación en aquel océano de sufrimiento donde sólo el láudano conseguía mitigar los múltiples dolores.

Dotada de una capacidad natural para la pintura, su serie de autorretratos representaba a la perfección aquel sentimiento de la fugacidad de la vida y lo trágico de la muerte desde un enfoque oscuro y pesimista, pero en el mismo instante que su talento comenzó a florecer lo hicieron también envidias y recelos de aquellos que poco tiempo antes la reverenciaban como fuente absoluta de inspiración, siempre como modelo pero nunca como artista. Su propia pareja, aquel que la enseñó a pintar, no pudo soportar la idea de que ella pudiera sobresalir por encima del resto, mucho menos de él mismo, en un mundo de hombres era impensable que ella, una mujer, sin estudios, de baja clase social, cuyo mejor destino era el de llegar a ser esposa y madre, pudiera estar tocada por esa magia que pocos tienen, un talento innato para el arte que la hizo mirar con nuevos ojos la pintura, algo que aquel grupo de falsos intelectuales menospreció haciendo constantes burlas sobre sus obras, a las que peyorativamente calificaron como absurdas composiciones.

Del amor pasaron al odio, al más sucio desprecio, ese que sólo los mediocres son capaces de sentir, y aunque contó con la admiración de uno de los críticos más importantes de la época, John Ruskin, para quien siempre fue una artista genial, sus amigos, sus compañeros, nunca la apoyaron e hicieron todo lo posible para que cayera en el olvido con su constante indiferencia.

Con una salud endeble, pasó largas temporadas prácticamente sin poder moverse, incluso hubo momentos que ni siquiera podía pintar, así que postrada en la cama optó por escribir poemas, oscuros, tristes y desgarradores como lo era su propia vida, con continuas alusiones al desamor, la muerte, o el abandono del ser amado, seguramente reflejo de su tóxica relación con Rossetti, quien no sólo alardeaba de acostarse con todas sus modelos sino que, a modo de trofeo, guardaba una pintura de cada una de ellas en lo que era su peculiar gabinete de la infidelidad.

Su obra nunca fue reconocida más allá de lo puramente anecdótico, del arte de una mujer con ciertas cualidades, permanecieron ocultas en las paredes de su habitación, escondidas como si de algún modo tuvieran que ser olvidadas, ella misma lamentaba: “Los miro como pequeños pétalos olvidados, sin otro valor más allá del que puedo otorgarles”. A pesar de ser la única mujer que participó en la gran exposición prerrafaelista organizada en Londres en 1857, sólo vendió un cuadro en toda su vida.

No es fácil ir contra la deriva en un mar de incomprensión, si a eso sumamos los constantes escarceos amorosos de su esposo, a pesar de todo se casó con Rossetti, y dos abortos en los últimos cinco años que la hundieron aún más en una terrible depresión, no resulta extraño que su lucha llegara a su fin, sus ojos agotados por el dolor no encontraron consuelo y el 11 de febrero de 1892 se suicidó con una sobredosis de láudano; tenía tan sólo 32 años.

Como la de Ofelia, la muerte de Elizabeth Siddall fue provocada por el sufrimiento, convertida en icono de una época su obra fue borrada de la historia por los mismos que ensalzaron su belleza, fue ese miedo a ser superados por una mujer el que sepultó bajo su tumba la huella de sus pinturas junto con todos aquellos poemas que su propio marido enterró junto a su cuerpo, esos mismos que siete años más tarde recuperó, exhumando el cadáver, con la intención de editarlos sabiendo que serían todo un éxito; y no se equivocó.

Eva Hernández Directora De Two Art Gallery

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