La Provincia - Diario de Las Palmas

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Anatomía de la perversión

Hace tres décadas Hollywood estremecía al mundo con ‘El silencio

de los corderos’, un ‘psicothriller’ que generó infinidad de secuelas

Jodie Foster y Anthony Hopkins en ‘El silencio de los corderos’.

Al término de la década de los noventa el thriller criminal se convertía en el género de moda en todo el mundo. El gusto por lo macabro y por lo escatológico, así como la tendencia general de la época a mostrar los aspectos más turbios de ciertas patologías criminales cimentaron las bases para una nueva transición formal del género, sobre todo a partir del estreno, en 1991, de El silencio de los corderos, del realizador neoyorquino Jonathan Demme. Tras el clamoroso éxito popular de aquella memorable película, el thriller moderno se convertiría en el vehículo a través del cual se canalizaría la fiebre letal desatada, no sabemos muy bien si por representar la expresión más elocuente del mundo que nos rodea o porque, simplemente, era lo que el público demandaba.

En cualquier caso, nos encontramos ante un fenómeno de captación masiva de espectadores que ha generado productos para todos los gustos. Para los paladares más comunes la oferta no ha podido ser más suculenta: decenas de filmes truculentos cargados de crímenes escalofriantes y de litros de hemoglobina con el indisimulado propósito de saciar el apetito de una cantidad ingente de espectadores cuyo factor común es el deseo irrefrenable de experimentar sensaciones fuertes que les distraigan de su propia realidad. Pero el thriller también es, y la película de Demme así lo demuestra, un género mayor algunos de cuyos títulos figuran en el cuadro de honor del Séptimo Arte como las huellas indelebles de un cine fuera de cualquier norma.

El silencio de los corderos, que cumple estos días su trigésimo aniversario, no sólo suprime de un plumazo todos los tópicos del género; no solo integra por derecho propio ese privilegiado grupo de películas selectas de las que se hablará siempre. Se trata, además, de la obra de un cineasta que piensa y concibe sus imágenes con ideas innovadoras, consciente que está creando algo imperecedero, algo que sobrepasará los límites de la mirada convencional que suelen emplear la mayoría de sus colegas para penetrar, como un mensaje nuevo, en la sensibilidad del público.

De ahí que a Jonathan Demme se le haya asociado con frecuencia con el universo visual de David Lynch. Aunque en otros casos semejante comparación podría indicar cierto reproche ante una supuesta falta de originalidad en Demme, por el contrario, constituye una feliz coincidencia estilística que contribuye a situar a ambos cineastas entre el poder y la gloria de haber alcanzado un punto de contacto en el proceso de investigación en el que están profundamente empeñados desde el inicio de sus respectivas carreras profesionales.

Demme, sin embargo, no nos pilló de sorpresa con esta formidable película. Desde su ya remoto debut tras las cámaras con Melvin y Howard (Melvin and Howard, 1980), su talento se hacía notar con especial brillantez. El musical Stop making Sense (1984), la inteligente comedia negra Casada con todos (Married to the Mob, 1988) y la desconcertante Algo salvaje (Something Wild, 1986) completan una breve pero muy interesante filmografía como director, años después de haber abandonado su profesión de actor en la que también cosechó importantes éxitos.

La presencia de Anthony Hopkins es determinante a la hora de descifrar el éxito de la película de Jonathan Demme

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Pero que no nos sorprenda no implica que nos deje indiferentes. Al contrario, desde sus primeras imágenes hasta las secuencias finales asistimos a todo un recital de buen cine, de excelente cine, que logra sobrecogernos, tanto por el acento estremecedor de muchos de sus planos como por la perfecta ejecución de su puesta en escena. Un recital del que salimos con la convicción de haber participado en una dura prueba para calibrar nuestro temple ante el horror en el que nos sumerge este director.

El silencio de los corderos, cuyo guion está inspirado en la novela homónima del escritor norteamericano Thomas Harris, es un filme que transcurre vertiginosamente, como un potente rayo que relampaguea ante la mirada atónita del espectador. Como cualquier obra maestra, una vez concluida su proyección, se siente el deseo irrefrenable de volver a verla para explorar más a fondo su perfecta construcción, para experimentar, en suma, el placer de un trabajo realmente inspirado con el que uno, exigente por naturaleza, se siente plenamente reconciliado con el cine con mayúsculas.

Naturalmente, adjudicarle solo a Demme la maestría de este filme no sería del todo justo. La presencia de un Anthony Hopkins eminente en su composición del psiquiatra psicópata que colabora con la agente de policía –Jodie Foster- en la búsqueda del asesino es, sin duda, uno de los factores más determinantes a la hora de encontrar a los verdaderos artífices de este excelente filme Hopkins realiza su trabajo con ese aplomo y esa convicción que tanto han caracterizado su larga carrera, brindándonos una lección magistral de sobriedad e introspección que, a la postre, se traduce en una interpretación insuperable.

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