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Amalgama

La revolución cultural

La revolución cultural

Rebelión en la granja, de George Orwell, fue prohibida en la URSS y en países comunistas aliados por satirizar al stalinismo y la revolución rusa, y todavía hoy día está prohibida en Vietnam, Corea del Norte o los Emiratos Árabes (en este último país, por lo de los cerdos). Doctor Zhivago, de Boris Pasternak, estuvo prohibida en la URSS hasta 1988, por la descripción de la vida postrevolucionaria, y Pasternak tuvo por ello que renegar del Premio Nobel, en 1958. El código Da Vinci, de Dan Brown, fue prohibido en 2004 en Líbano, por atentar contra el cristianismo. Harry Potter y la Orden del Fénix, de J. K. Rowling, fue prohibida en varios colegios católicos de Masachusetts, por hablar y defender lo paranormal y la hechicería, temas inapropiados para lectores cristianos. Pero las corrientes sexualistas también han repudiado la obra de Rowling, por una opinión suya sobre la transexualidad. Lolita, de Vladimir Nabokov, contó una historia de amor, con perversiones, incesto y violencia, lo que provocó ser censurada en Francia, Reino Unido, Argentina, Nueva Zelanda y Sudáfrica. American Psycho, de B. Easton Ellis, fue prohibido en EEUU, Australia y Alemania por su contenido violento, al constituir la historia de un psicópata de Wall Street. James y el melocotón gigante, de Roald Dahl, un libro de fantasía juvenil, fue también prohibido por incluir paganismo, comunismo, racismo, drogadicción y alcoholismo. Las uvas de la ira, de John Steinbeck, premio Pulitzer, asimismo fue prohibida en EEUU por reflejar la dureza de la vida entre los pobres, y se organizaron hogueras para destruir el libro masivamente. Nos queda Salman Rushdie y otro tipo de obras por cuestiones religiosas.

En absoluto podrían incluirse en estas censuras, las expresiones romas de los gamberros y delincuentes, ese conglomerado de maleantes y manganzones protegidos por el gobierno español (Bodalo, Rodrigo Lanza, Hasel, Valtonic o Alfon), porque no practican arte sino apología del terrorismo o la violencia sin más, y justamente vienen a ser los voceros de un gobierno que quiere hablar e imponer sus mamarrachadas al común de los ciudadanos, que han sustituido el Libro Rojo por el rap de los asesinos. Efectivamente, cuando nos adentramos en el manejo de la cultura desde el gobierno, el país se destruye. Uno de los experimentos más horrendos acerca del dominio de la cultura por el Estado es el de la Revolución Cultural de Mao, de 1966. El país perdió entre 1966 y 1976, años en los que duró el experimento, un 30 por cien de su Producto Interior Bruto. Existen ciclos de paz y comercio que se alternan con ciclos de visionarios fanáticos que comienzan a dictar lo que puede o no pensarse, y estos siempre salen fuera de la órbita de los librepensadores. Con el caso de Lysenko en la Rusia stalinista, se llegó a hablar de “ciencia burguesa” y a desechar conocimientos que no cuadraban con la dialéctica marxista interpretada por políticos. Stalin ordenó que se siguieran las teorías del ingeniero agrónomo Trofim Lysenko en cuanto a la genética, y ordenó matar a los genetistas Agol, Levit y Nadson, envió a Nikolai Vavilov a prisión, por sus ideas genéticas anti-revolucionarias; se denominó a la genética “prostituta del capitalismo” y se la clasificó como una “ciencia fascista” por sus devaneos con la eugenesia.

En 1951 se declaró idealista la teoría de la resonancia estructural del físico cuántico Linus Pauling, también tildada de “pseudociencia burguesa”. Por su dificultad para ser incluida en el canon del materialismo dialéctico, también se cercenó la cibernética, que sólo pudo desarrollarse a partir de la muerte de Stalin. Stalin discutió y abatió, también, las teorías del lingüista Nikolái Marr, quien defendía que la estructura lingüística está determinada por la superestructura. Al ser considerada la estadística una ciencia social, también resultó atacada, y se declararon falsas oficialmente las leyes de los grandes números y la desviación estándar. En España todo es mucho más cutre, cuando el gobierno socialista pretende dictar lo que ha de ser la historia y dar rienda suelta a admitir que arte es el insulto de sus delincuentes y malandros protegidos, de forma nos vemos ante monumentales incoherencias como la del reciente chiste según el cual podemos insultar gravemente y amenazar, pero no se puede decir un piropo a una mujer, porque lo primero es libertad de expresión y lo segundo un delito punible.

El 26 de diciembre de 1966 el presidente chino Mao Tse Tung, en su 73 cumpleaños, deseaba: “¡Por el nacimiento de una guerra civil por todo el país!”, una nueva declaración de guerra a los burgueses, todos con el Libro Rojo de Mao luchando contra “Las Cuatro Antiguallas”, el pensamiento, la cultura, la educación y las costumbres tradicionales, se emplearon en destrozar obras milenarias de inmenso valor, de forma parecida a la que en España se ha comenzado a hacer con El Valle y los restos de una historia casi olvidada que va para un siglo. Se causaron dos millones de muertos, se inspiró a Abimael Guzmán en Sendero Luminoso o a Pol Poth en Cambodia, que perfeccionaron los exterminios. La base pensante era un atroz igualitarismo: profesores, intelectuales y figuras de autoridad fueron cruelmente castigados, reeducados en sesiones de autocrítica, torturas, golpes y asesinatos. El historiador Frank Dikötter en su libro “The Cultural Revolution: A People’s History, 1962-1976”, (Bloomsbury, 2016), explica cómo la revolución cultural destruyó al jefe de Estado Liu Shaoqi, muerto en prisión en 1969, a Deng Xiaoping, en un campo de reeducación, a Lin Piao accidentado junto a su mujer e hijo. Todo se deshacía, Mao se enfrentó a la URSS, se aperturó con Chu Enlai a Estados Unidos, y así acabó la Revolución Cultural: 21 millones investigados, 18 millones estudiantes en campos de reeducación, 4 millones detenidos, 11 millones de guardias rojos llegados a Pekín, empleados en buscar y neutralizar a los enemigos de clase. Dikötter cita el caso de canibalismo en Wuxuan, donde los campesinos consumieron la carne de unas 70 víctimas de la revolución, siendo que los jefes comían el corazón o el hígado, más nobles, y los campesinos las piernas y los brazos, más para su nivel. Hoy día una corriente de inmensa locura va prendiendo, de nuevo, en el pensamiento dictado desde las elites de occidente que, otra vez, aspiran a unificar la doctrina de lo que puede y no puede ser o decirse, un pensamiento gubernamental, único, ovejuno, cuyo primer fragor está en los berridos sin contenido de los protegidos jóvenes antifascistas del gobierno de turno, y cuya oposición eficaz no parece otra que la que está escrita en La Eneida: “Arma virimque cano...”.

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