Querido Luis, amigo mío,
Hablamos todo lo posible hasta que, tristemente, no pudimos seguir. El diálogo continúa, tú lo sabes, en lo que denominamos, por comodidad y pereza, “ausencia”. Solo cambia la frecuencia y la forma del sonido. Fenómeno similar al de la música, que, una vez oída, se vuelve a oír en el silencio del auditorio mental. ¡Adiós burdos decibelios cotidianos! Sabes bien que ya no quería escribir sobre arte en términos críticos y formales. Solo escribir sobre el arte y la vida de los artistas, sin propósito fijo ni restricción. Te leí la parte inicial de esta crónica tuya como artista. No se me ocurre mejor manera de continuar que leerte ahora las páginas siguientes:
“Durante las últimas décadas, las dos primeras de este siglo, fueron desapareciendo los primeros monstruos y engendros religiosos. Aquéllos seres que habían poblado su universo gráfico y que plasmaron la durísima crisis de fe del exsacerdote Luis Arencibia. Daban miedo esos papas y papisas medio reptiles, los santos de mirada extraviada, el Nazareno torturado no resurrecto dibujado con absoluta nitidez. Un día Luis oyó lejanos acordes del Cielo y sintió la luz de los Ángeles. Emergieron, entonces, rostros de niñas hermosas, caritas de querubines y alados seres seráficos. Les robaron protagonismo a los otros habitantes de la penumbra. Mitigaron la pena de miles de almas y de espectros que no dejaban de acompañarle. Los fantasmas de Luís se transparentaban sobre el papel, día tras día, mes tras mes, año tras año, atravesando el filtro que él era. Lo mismo le sucedía a Franz Kafka con sus fantasmas.
¿A quién contar esta esotérica verdad? ¿A un estamento crítico que se afana en lo exotérico? Muchos artistas han sido filtros del Más Allá. Como Zoran Music que jamás dejó de pintar a las víctimas de Dachau o Juan Bordes, quien durante años alumbró tantas cabezas misteriosas. Daba la sensación de que algunos de esos espíritus eran númenes del bosque. Invisibles entidades que venían a su casa tras las fatigosas escaladas en la Sierra de Madrid. Se había propuesto, temerariamente, vencer todos los límites. Permanecían a su lado hasta que obtenían su semblanza. Algunos parecían ángeles. Tenían quijadas afiladas, grandes ojos y ambiguas sonrisas. Transitaban entre el bien y el mal sin lograr trascender viejos modos demoníacos. Otros, eran extraños gigantes, de enormes cráneos y largas narices, feos como los ogros de los cuentos. Ocasionalmente, algún “loco” como él los llamaba con benévola naturalidad, empujaba y reclamaba su turno de retrato.

Durante años Luis estudió los perfiles y las asimetrías de muchos pacientes internos del histórico Manicomio de Leganés. Los retratos se convirtieron en libros propios o ilustraciones a poemarios de Leopoldo María Panero que había sido inquilino histórico de la institución. Creo que le ayudó en el traslado al que sería su destino final en Gran Canaria. Leopoldo siempre me comentaba la bondad de Luis. Jamás le lanzó ningún dardo. No se hallaba entre aquéllos -médicos, funcionarios, familiares y camareros- que según él infligían maldad y sufrimiento al mundo. Había entre ellos, una amistad, un conocimiento que le tranquilizaba y le hacía bien.
La cohorte de ánimas varias, no contenta con verse únicamente en las dos dimensiones del papel, instó a su creador a que les diera el mayor volumen posible, el que rivaliza con el tamaño natural de los cuerpos; o, sea, la escultura. Así, en la última década, nacieron muchos personajes de yeso, de arcilla y de bronce. Los pudimos ver en exposiciones madrileñas y canarias. Estas creaciones las compartió con la gran tarea de los retablos, el último para una iglesia de Leganés. Siempre me sorprendía cuando me decía que estaba trabajando sobre un nuevo retablo. Él, que había colgado los hábitos, que había sufrido una tremenda crisis de fe, sin que por ello llegase a declararse ateo, militaba laicamente en el cristianismo.
Los programas iconográficos de sus grandes retablos, como el de la Iglesia de la Parroquia de San Agustín o el de la iglesia de la Sagrada Familia, ambos en Las Palmas de Gran Canaria, no solo atendían a los requisitos teológicos del encargo. Él añadía personajes entresacados de sus populosas galerías, y animales: caballos, perros, gatos. Criaturas también de Dios que intrigaban a niños y adultos por igual. Estos monumentos de considerables proporciones, fundidos en Madrid y ensamblados en Gran Canaria, sumaban todo el arte de Luis. Todas sus habilidades y conocimientos: el dibujo, el modelado, la historia religiosa y artística. Sintiese lo que sintiera, le daba todo a estas obras, desde el principio de su gestación hasta el momento final de la instalación. Lo que más me conmovía es que sus retablos “funcionaban”.

Tanto los fieles con sus creencias y ritos interiorizados como los sensibles a la religión podían rezar ante ellos, serenarse, conectarse. El sacerdote que fue, la fe que una vez lo impulsó, o su memoria, seguía fluyendo oculta, agua de las aguas más profundas, transformada en otra esencia. Sobre esto, Luis jamás hablaba, guardando una discreción absoluta. El bronce místico traía una especie de reconciliación, una Vida Nueva de nuevo credo cuya alquimia había obrado el arte.