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Goya, 275 años del genio: El genio ilustrado

Un artista prolífico y universal, que plasmó como nadie los entresijos de la España que se debatía entre los principios liberales y el absolutismo

‘El dos de mayo de 1808 en Madrid’ o ‘La lucha con los mamelucos’, de Goya. | | MUSEO DEL PRADO

El Goya que se instala en la capital en 1775 es un hombre ambicioso, consciente del incuestionable poder de atracción que ejercía la Corte para los proyectos artísticos, pero que no por ello rompe los lazos con su círculo más íntimo de la ciudad donde creció. En este momento, roza la treintena y, en parte, gracias a la tutela de su cuñado, Francisco Bayeu, y a sus extraordinarias dotes se le abren las puertas de Madrid. Su promoción será fulgurante.

“En esta etapa, el artista aragonés demostró una extraordinaria capacidad para relacionarse y empatizar con aquellas personas de las que puede aprender y obtener beneficios personales e intelectuales. Se va a mover en círculos ilustrados y tratará con las personas más importantes de la cultura y de la política de ese tiempo”. Quien pronuncia estas palabras para este periódico es José Manuel Matilla, jefe de conservación de dibujos y estampas del Museo Nacional del Prado, que da las claves para trazar los primeros esbozos liberales del artista que se plasmarán de manera marcada en sus obras más personales.

Mark McDonald, comisario de la exposición sobre Goya que en estos momentos ofrece el Museo Metropolitano de Nueva York, traza un segundo rasgo: su empatía con aquellos que padecen la Historia. “Su ilustración proviene de sus amistades en Madrid, sí, pero más importante aún, de su propia percepción y comprensión de las personas, de su inteligencia y de su simpatía por aquellos en la sociedad que más sufren”.

Goya desarrollará una doble vida. El que hizo dinero y prestigio, Don Paco. Ese que destacó primero produciendo cartones para tapices para la Real Fábrica; aquel que ingresó en la Academia de Bellas Artes de San Fernando con su Cristo resucitado adaptado al gusto de la institución y, una vez en ella, escaló responsabilidades; el pintor del Rey con Carlos III y pintor de Cámara con Carlos IV; el retratista de aristócratas, nobles y personajes de alta cuna. Por otro lado, observamos al pintor que denunciaba los males de su tiempo con una producción mordaz y satírica que llevó de sus cuadernos a las estampas.

Esta presunta bicefalia no convence a Matilla, que por encima de todo percibe “un Goya esencial” a lo largo de toda su vida. “Ante todo es un pintor profesional, y como tal, sabe lo que tiene que hacer. Lo que hace para la aristocracia es perfectamente compatible con lo que está haciendo para sí mismo”. Lo que Nigel Glendinning, uno de los grandes expertos en el pintor de Fuendetodos, define como “un atinadísimo ojo de retratista”, Matilla lo expresa primero en forma de titular categórico: “No es un pintor adulador”. Después, lo desarrolla: “Goya satisface las necesidades de la sociedad del momento. Pinta a las personas tal y como son. Refleja su psicología, lo que él ve de cada uno, pero alejado de cualquier idealización”.

‘Fernando VII con manto real’ (1814-1815). | | MUSEO DEL PRADO

‘Fernando VII con manto real’ (1814-1815). | | MUSEO DEL PRADO

Capricho titulado ‘Asta su abuelo’ (1797-1799). | | MUSEO DEL PRADO

Capricho titulado ‘Asta su abuelo’ (1797-1799). | | MUSEO DEL PRADO

La década de los ‘Caprichos’

Si hay un acontecimiento central en su vida y que ha hecho correr ríos de tinta, ésa es la enfermedad que devino en sordera en 1793. Hace cuatro años, en 2017, la Universidad de Maryland presentó un estudio que señalaba al síndrome de Susac, una enfermedad rara autoinmune que afecta a las pequeñas arterias del encéfalo, retina y cóclea, como el causante de la pérdida de audición. No es la única y quién sabe si será la última hipótesis sobre el mal que aquejaba al pintor. En casi 100 años de análisis exhaustivos comenzados por el doctor Royo Villanova, no han faltado teorías de todo tipo, muchas de ellas ya desmentidas. Desde la arteriosclerosis y las secuelas de una otitis por unas paperas infantiles planteadas por el profesor de la Universidad de Zaragoza hasta una hipotética sífilis, enfermedad de Menière, un accidente cerebrovascular o el envenenamiento por plomo.

Más allá de las discusiones clínicas, lo que sí parece ampliamente aceptado es que su universo cambió. El pintor entró en una fase de introspección y de aislamiento, que le volcó en su mundo interior y agudizó la percepción de su entorno. McDonald lo ejemplifica en su autorretrato de 1796,”una obra maestra de la observación”. Menos tajante se pronuncia Matilla. En su opinión, es indiscutible que esas circunstancias personales afectaran a su trabajo, comenzando incluso su producción al margen de los encargos privados. Sin embargo, se resiste a ver puntos de ruptura y pone el acento en la evolución de un pintor coherente que va “fluyendo con la misma honestidad” mientras se adapta en función de lo que quiere contar.

Al tiempo que atendía los encargos y retrataba con extrema elegancia y exquisitez al duque de Osuna, a la marquesa de Santa Cruz o a la duquesa de Alba o salpicaba Madrid con su arte de carácter religioso, urdía en sus primeros cuadernos sus pensamientos más punzantes e irónicos. Los bocetos aguardaban con celo en la intimidad fijando el sustrato de sus futuras series. Pequeños, sencillos en la forma, profundos en el fondo.

Si pudiéramos dividir en departamentos estancos sus obras y definirlas en pocas palabras, de los Caprichos se podría decir que es el fiel producto de un artista ilustrado en tiempos de disputa intelectual. Una cuña para abrir en canal unas estructuras estamentales regidas por la costumbre y los dictados de la religión sobre las conciencias.

Los 80 grabados que componen los Caprichos son un resumen de las composiciones incluidas en los álbumes A y B y en la serie Sueños realizadas entre 1794 y 1797. Publicada en 1799, McDonald ve en ella la intención de reflejar las preocupaciones de la sociedad en la que vivía, marcada por la superstición, la ignorancia, el miedo, la deficiente educación o la vanidad.

Matilla va más allá con este argumento y señala una clara intencionalidad moralizante. “Goya está dentro del movimiento ilustrado, cree en la perfectibilidad del ser humano. Defiende que se le puede transformar a través de la educación y de la corrección de las costumbres. Así plantea los Caprichos”. Como una equiparación entre brujería e ignorancia, como la degradación moral que suponían la prostitución de la mujer y los matrimonios de conveniencia. Maestros y médicos incapaces son representados como burros. También una aristocracia que descansaba los privilegios de su posición sobre las espaldas de las clases populares. No escapará a ella lo religioso, con monjes representados como duendes cargados de connotaciones siniestras, demoníacas para criticar el esoterismo, la superstición y los abusos.

Su mirada dirigida a buscar una transformación, chocó con el poder más férreo que podía encontrar en aquellos tiempos de pánico revolucionario. Apenas dos semanas después de publicar los grabados, Goya decidió retirarlos por temor a la Inquisición. Una vez salvado él, tocaba poner a buen recaudo su colección. Optó por una vía imaginativa: poner las planchas y los ejemplares no vendidos a disposición de la Corona y la Real Calcografía. A mediados de siglo siguiente vería la luz una segunda tirada de las 80 láminas de cobre y estampas.

“Hay un momento en el que sí podemos ver una quiebra en su confianza en el ser humano”. Matilla se refiere a un momento clave de la España en el recién estrenado siglo XIX: la guerra de la Independencia. Octubre de 1808, Zaragoza había resistido el sitio francés y el general Palafox requiere a Goya y a otros artistas. Las intenciones del militar son claras: “Ver y examinar las ruinas de aquella ciudad, con el fin de pintar las glorias de aquellos naturales, a lo que no me puedo excusar por interesarme tanto en la gloria de mi patria” según documenta El Prado a través de una misiva que el años después enviaría el propio pintor a José Munárriz, secretario de la Academia de Bellas Artes. El título original de la serie, Fatales consecuencias de la sangrienta guerra en España con Buonaparte y otros caprichos enfáticos da un primer indicio de que no se iba a ajustar a las pretensiones heroicas del encargo.

“Hay una tendencia a hablar de Goya como el primer reportero o periodista de guerra. No es así. Es un artista, no alguien que acude a un lugar y selecciona las imágenes” aclara el jefe de conservación de dibujos del Prado. El pintor se desplazaría a Zaragoza durante una semana. Allí vería la destrucción, los muertos, la barbarie, las ruinas. ¿Puede haber algo más alejado al progreso que la guerra?

Tras una breve estancia en Zaragoza, comenzaría a pergeñar los bocetos de la futura serie de 82 estampas en su álbum C e iría grabaría las planchas entre 1810 y 1815, ya concluida la guerra y restaurado el absolutismo en la figura de Fernando VII. Por ello, Matilla insiste en desligar esta obra de cualquier suerte de cronista: “Es el resultado de alguien que ha visto muchas cosas, otras las ha leído, otras se las han descrito a través de un papel escrito y otras las ha visto a través de otras imágenes y grabados”.

El producto de la mirada de Goya no satisfizo las necesidades de la época. La serie, rebautizada como Los desastres de la guerra, no vio la luz hasta 1863. Su concepción de la contienda avanzaba en dirección contraria a las necesidades del poder de mostrar el heroísmo contra el francés. Sin idealismos, con la sinrazón del ser humano en primer plano. La épica elevada a menudo deviene en trágico cuando la distancia se pierde.

“Se han utilizado hasta la saciedad algunos de sus cuadros en los libros de historia para escenificar la defensa de los españoles frente a los franceses. ¿Es heroico el 2 de mayo?”, se pregunta el conservador del Prado. “¿Es heroica una pintura donde vemos a un mameluco aterrorizado y a a un español enloquecido apuñalando al cadáver de un soldado francés? Incluso cuando responde a las iniciativas oficiales, sale el verdadero Goya y lo hace contándonos lo que ha sentido, aunque ello no se ajuste a lo que se desea de él”.

Matilla incide además en una faceta de Goya, la del pensador. “Goya es un intelectual. Si uno se uno se dedica a ver los títulos de sus dibujos o de las estampas, puede observar que tiene una concisión y una intencionalidad tan clara que nos indica que sabe manejar el lenguaje”, sostiene. Infame provecho, Estragos de la guerra, Populacho, Por qué, Bárbaros. Títulos que definen la sinrazón. Más allá de ser una radiografía de un momento histórico, el valor de Los desastres trasciende a su tiempo. “Refleja la esencia de la guerra con mayúsculas. Nos está enseñando la violencia sin límite, las venganzas, el sufrimiento de la población, la violencia contra las mujeres, los niños huérfanos… Es todo aquello que vemos todos los días en una guerra, pero no es una guerra en particular. Es cualquier guerra”, afirma Matilla. A pesar de ello, todavía observa en la serie resquicios de esperanza en la actitud de Goya. En uno de los últimos grabados, una tétrica imagen muestra a una joven tendida en el suelo, rodeada de clérigos que se disponen a enterrarla: Murió la verdad. En el siguiente, vuelve a aparecer. ¿Si resucitará?, se pregunta Goya.

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