Nadie sale indemne de Guerra y paz. Ni el afortunado lector que decide adentrarse en su universo ni, por supuesto, el alpinista que acomete la traslación de este Himalaya de las letras universales, la obra maestra de Lev Tolstói (Yásnaia Poliana, 1828-Astápovo, 1910). Joaquín Fernández-Valdés (Barcelona, 1976), licenciado en Filología Eslava y profesor asociado de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB), todavía está convaleciente de la traducción, la primera completamente nueva en español en más de 40 años. Agotado, exprimidas la lengua y sus posibilidades como un limón, no piensa traducir ni una etiqueta de champú en seis meses.

A sugerencia de Luis Magrinyà, escritor y editor de las colecciones de clásicos de Alba Editorial, Fernández-Valdés se embarcó hace cuatro años en la travesía de traducir las más de 1.700 páginas de la epopeya tolstoiana, las vidas entrecruzadas de cuatro familias (los Bolkonski, los Bezújov, los Rostov y los Kuraguin) entre 1805 y 1820, más o menos desde la invasión napoleónica hasta la retirada de las tropas imperiales, acogotadas por la resistencia de los rusos y la implacabilidad del general invierno (la historia se repitió con Hitler).

Una vez en la vida

Fernández-Valdés asumió la batalla, muy dura por la extensión y la profundidad de la novela, porque “trenes como este solo pasan una vez en la vida”. Si al conde Tolstói le llevó seis años escribir la novela (de 1863 a 1868), el traductor se ha pasado casi un lustro conviviendo con Natasha Rostova y el príncipe Andréi Bolkonski, unos 1.460 días sumergido en un proyecto que, “por salud mental”, decidió abordar en fases: un libro por año, según los cuatro volúmenes en que está dividida la edición “canónica” rusa, como quien va dejando cotas por la montaña, desde el campamento base, para tomar aliento. Un minucioso trabajo diario, incluidos muchos fines de semana, en jornadas de tres de la tarde a diez de la noche.

El traductor se tomaba cada año un respiro y recorría un tramo del Camino de Santiago escuchando la obra en audiolibro: “Vivía inmerso en Guerra y paz; iba a cruzar un semáforo y de repente, eureka, me venía a la mente la palabra que había estado buscando durante días. Soñaba con la novela”.

Aparte de traslaciones infames, a través de la lengua puente del francés y de ediciones Frankenstein, como la de Editorial Juventud (1959), con la acción compactada en 500 páginas y las digresiones de Tolstói suprimidas, pueden encontrarse dos traducciones en español de Guerra y paz directas del ruso: la de las hermanas Irene y Laura Andresco (1955) y la de José Alcántara y José Laín Entralgo (1979), considerada la “canónica” hasta la fecha.

Cabe destacar también la aportación de la magnífica y veterana intérprete Lydia Kúper, quien, a finales de los noventa, por encargo del editor Mario Muchnik y El Aleph (2010), cotejó el original ruso con la versión de Laín Entralgo, donde encontró “omisiones, falsas interpretaciones del sentido, cortes y diversos errores”. O sea, rehízo el texto. También Gala Arias tradujo del ruso para Mondadori (2004) un borrador previo de la novela (¡con un final distinto!).

Si ya existían otras transcripciones de Guerra y paz, ¿a qué viene versionarla de nuevo? Pues porque las traducciones envejecen; ahora no se traduce igual que hace 30 ni que hace 50 años, cuando importaba más el “qué” que el “cómo”. A decir del experto, hoy en día prima “el respeto a la forma; se trabaja mucho la expresión del autor”. Y ese ha sido el gran caballo de batalla: permanecer pegado a Tolstói, dueño de un estilo “algo tosco” -el autor no es un estilista de la lengua rusa, como Iván Turguéniev, con sus frases armónicas- y plagado de repeticiones, marca de la casa, encontrando un equilibrio entre la fidelidad al original y el resultado en español, para que no pareciese un texto desaliñado. Es una novela escrita “desde las entrañas”, dice Fernández-Valdés, en la que Tolstói buscaba precisamente una impronta “algo áspera”.

El traductor se propuso también ser “muy escrupuloso” con el vocabulario específico referido a las batallas, el armamento de la época, los carruajes y los uniformes de los soldados, de manera que se vio obligado a manejar una profusa documentación.

No acaban ahí las dificultades de traducir una novela que abarca la experiencia humana en todos sus matices, “un monstruo borroso, demasiado grande... Una prodigiosa masa de vida”, en palabras de Henry James. No solo abundan frases con muchas subordinadas, algo poco frecuente en ruso, sino también cohabitan en el texto diversos registros idiomáticos: el ruso afrancesado que acostumbraba la nobleza; el ruso del pueblo llano, de soldados y campesinos, “plagado de proverbios y frases hechas”; el ruso académico que emplea Tolstói para sus digresiones filosóficas; e incluso el eslavo antiguo, que aparece en la oración que pronuncia un pope durante tres páginas.

El traductor sufrió una sola pájara en cuatro años, a escasos metros ya de la cúspide: en plena pandemia, sintió que le flaqueaban las fuerzas para clavar el piolet cuando se enfrentaba a la traducción del segundo epílogo, donde Tolstói se enzarza en una disertación sobre el libre albedrío y los modelos de historicismo.