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El humanista que desafió al sistema

Con la muerte de Bertrand Tavernier desaparece el último representante del eclecticismo en el cine francés contemporáneo, insuperable con sus agrias e incisivas diatribas contra el sistema en sus variadas vertientes

Bertrand Tavernier.

La desaparición, en la plenitud de su carrera, de un director de la dimensión ética y del talento torrencial de Bertrand Tavernier (Lyon, Francia, 1941/Saint-Maxime, Francia, 2021), cuando ya rondaba los 80 años, autor de títulos icónicos del cine europeo de las últimas décadas, como Ley 627 (L.627, 1992), En el centro de la tormenta (In the Electric Mist, 2009), Alrededor de la medianoche (Round Midnight,1986), La carnaza (L´appât, 1995) o La Guerra sin nombre (La guerre sans non, 1992), ha representado un duro golpe para la industria cinematográfica gala, pero especialmente para quienes esperábamos que siguiera sorprendiéndonos, durante algunos años más, con sus agrias e incisivas diatribas contra el sistema en sus diversas representaciones, ya fuera en el ámbito del Ejército, de la escuela, de la familia, de las relaciones amorosas, de las guerras coloniales o de la política, asuntos que de un modo u otro se entretejían con frecuencia en los guiones de la mayoría de sus películas algunas de las cuales le proporcionaron, entre otras muchas distinciones, cuatro César, el BAFTA, el Leon de Oro de Venecia; el Oso de Oro de Berlin, la Concha de Oro y el Premio FIPRESCI en San Sebastián y La Palma de Oro al Mejor Director en el festival Cannes.

Fotogramas de las películas de Tavernier ‘Ley 627’, ‘Alrededor de la medianoche’ y ‘Capitán Conan’.. | | LP/DLP Claudioutrera

Perteneciente, junto a André Téchiné, Philippe Garrel, Maurice Pialat, Claire Denis, Claude Sautet, Jacques Doillon y Jean-Pierre Jeunet a la generación posterior a la Nueva Ola, asistente de Jean-Pierre Melville, Claude Chabrol y Jean-Luc Godard, Tavernier debutó como director, con 29 años, con El relojero de Saint Paul (L´horloger de Saint-Paul, 1973), una adaptación muy libre de la novela de Georges Simenon El hijo del relojero, rodada en su Lyon natal y que le valió el Premio Especial del Jurado en la Berlinale. Protagonizada por Philippe Noiret y Jean Rochefort, dos verdaderos titanes de la interpretación en la Francia de los años setenta, Tavernier transforma un relato literario de clara matriz policíaca, como casi todas las novelas del mítico escritor belga, en un amargo retrato de las contradicciones morales de la sociedad de su tiempo.

El humanista que desafió al sistema Claudioutrera

Antes de convertirse en uno de los cineastas europeos más estimulantes, incisivos e innovadores de las últimas décadas, Tavernier, hijo de René Tavernier, un conocido escritor estrechamente vinculado a la Resistencia durante los momentos más críticos de la ocupación, con quien Bernard no mantuvo la mejor de las relaciones, se acercó al cine desde las filas de la crítica especializada durante los agitados años sesenta en publicaciones nacionales de acreditado prestigio como Positif o Cahiers du cinéma, entre cuyas páginas, compartidas con firmas tan reputadas como las de Truffaut, Rohmer, Chabrol, Bazin, Rivette, Langlois, Bazin o Kast, dejó siempre patente su irreductible pasión por un medio de expresión del que nunca se desvinculó, no solo como realizador y guionista sino como agudo observador del cine de sus más conspicuos colegas nacionales y extranjeros.

El humanista que desafió al sistema Claudioutrera

Una virtud que se pone claramente de relieve en los dos voluminosos tomos que integran la obra 50 años de cine norteamericano, escrito junto al historiador y crítico parisino Jean-Pierre Coursodon (editado en España por la Editorial Akal en 1997) en “un arranque de fidelidad hacia un cine que nos ha venido acompañando a lo largo de toda nuestra existencia como alimento vital en nuestro desarrollo como creadores cinematográficos”. Libros que me permito recomendar sin prevenciones a quienes continúan en la labor de explorar el pensamiento de este prolífico intelectual, que no solo se expresaba con la cámara sino con casi todos los medios de expresión que se ponían a su alcance, incluida la TV donde intervino en numerosas ocasiones como actor y guionista.

En su afán por la biopsia social, ‘Un domingo en el campo’ pone en solfa las distancias que se crean en las familias

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“La memoria del cine, remarca el director, forma parte indivisible de nuestra propia formación como cineastas. Muchas de nuestras incertidumbres como autores desaparecen como por encanto cuando buscamos refugio en el espejo de la historia y encontramos en ella no pocas respuestas e inspiración”. Exhaustivo y sesudo recorrido por las calendas de una de las cinematografías más ricas e influyentes de la historia, profusamente revisada por una figura que no dejó nunca de crecer en prestigio desde que inició, en los años sesenta, su propia travesía fiscalizando el cine de muchos de sus colegas en publicaciones legendarias.

En Que empiece la fiesta (Que la féte comencé, 1975), su segundo trabajo como director y guionista, y tras al éxito rotundo alcanzado en su debut dos años antes, Tavernier se traslada a la Francia de Philippe D´Orleans, durante la infancia del futuro rey Luis XV; una etapa histórica sembrada de corrupción y de magnas orgías participadas por altos representantes del poder político y religioso muy cercanos a la Corona. Un tripe salto mortal, apoyado por Michelle de Broca e Yves Boiset, dos megaproductores franceses que le facilitaron todos los medios precisos para materializar un megaproyecto cargado de ambición con el que el director supo construir un formidable fresco social sobre una de las épocas más decadentes de la historia del país, magistralmente protagonizado por la misma pareja de actores que encabezó su primer largometraje: Philippe Noiret y Jean Rochefort.

También con el inimitable Noiret como protagonista Tavernier dirige en 1976 El juez y el asesino (Le Juge et l´assassin), otro filme de carácter histórico y dotado de un clima excepcionalmente turbio, que explora las contradicciones morales de una era dominada por las contradicciones sociales y la actitud filistea de una oligarquía cuajada de prejuicios en la que una Isabelle Huppert en plenas facultades interpretativas emplea su inmenso talento en construir un papel excepcional del que guardamos, como nos sucede con muchos de sus trabajos para la pantalla, un recuerdo imborrable.

En ‘50 años de cine norteamericano’, escrito con Jean-Pierre Coursodon, manifiesta su agudeza como observador

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Otro título de Tavernier que ocasionó ciertas dosis de escándalo, pese a la firme denuncia que hace de la manipulación mediática de las enfermedades mortales fue, sin duda, La muerte en directo (La mort en direct, 1980), un drama sobrecogedor protagonizado por Romy Schneider, Harvey Keitel, Harry Dean Stanton y Max von Sydow, donde el cineasta francés vuelve a poner sobre la mesa la utilización espuria de la vida de un personaje moribundo con fines estrictamente mercantiles. Es la misma sociedad en su conjunto la que está en juego como protagonista, en cuanto que continuamente se ve importunada por los medios de comunicación, y como espectador, en cuanto que necesita de dicha información hasta llevarla al paroxismo de tratar la muerte pornográficamente.

Siguiendo linealmente su ruta por los senderos de la biopsia social, Tavernier dirige, inspirado en la novela de Pierre Bost Monsieur Ladmiral ba beintót mourir, Un domingo en el campo (Un dimanche a la campagne, 1984), película con la que obtiene tres Cesar y la Palma al Mejor Director en el festival de Cannes y en la que narra la triste y solitaria vida en la campiña francesa de un prestigioso pintor al que le cambia radicalmente el ánimo la llegada de cada domingo pues se ha convertido para él en el mayor de los placeres al ser el único día de la semana que recibe la visita de sus hijos con la consiguiente satisfacción de poder conservar con ellos sobre la relación entre la vida y el arte, su tema favorito. Bellísimo filme que pone en solfa, con la elegancia formal que siempre caracterizó a este cineasta, las distancias, muchas veces insalvables, que se establecen entre los miembros de una familia por razones extemporáneas.

De nuevo con Philippe Noiret e Isabel Huppert encabezando el reparto, Tavernier afronta en 1280 almas (Coup de torchon, 1981) los conflictos coloniales como una de las grandes asignaturas pendientes que golpea la conciencia nacional francesa desde la segunda mitad del siglo XX. Un asunto especialmente espinoso para un cine que no siempre ha demostrado estar a la altura de sus propias responsabilidades históricas en asuntos como los de Argelia o Indochina, y que levantó no pocas ampollas en los sectores más reaccionarios de la derecha francesa. La historia, inspirada en la novela homónima del gran Jim Thompson, trascurre en 1938, en el Africa colonial francesa, meses antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, donde un jefe de policía ocioso y manipulador decide tomarse la justicia por su mano, estableciendo en una pequeña localidad senegalesa el escenario de sus matanzas indiscriminadas.

También con Noiret como estrella principal Tavernier firma en 1989 La vida y nada más (La vie et rien d´autre), probablemente una de sus grandes obras maestras y uno de los filmes que mejor ha descrito las devastadoras consecuencias psicológicas que provocó la Primera Guerra Mundial entre quienes no la vivieron directamente que se hayan rodado jamás. Dos años después de concluir la Gran Guerra, una bella y distinguida mujer continúa sin saber nada del paradero de su marido, un oficial desaparecido en el frente. En sus pesquisas conoce al comandante Dellaplane (P. Noiret), responsable de una sección del Ejército francés encargada de la búsqueda e identificación de las víctimas del conflicto. Entre ambos surgirá una cierta empatía que pone de relieve el traumático dolor que la guerra ha producido en sus respectivos corazones y el rechazo consiguiente a un escenario tan amargo y desolador que seguirá condicionando sus inciertos destinos.

‘Capitán Conan’ no escatima recursos para indagar en las ansiedades humanas tras los combates de una gran guerra

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La película, ganadora entre otros galardones, del BAFTA a la Mejor película de habla no inglesa, el Premio David de Donatello al Mejor Actor Extranjero y dos Cesar, incluido el de Mejor Película, pervive en nuestra memoria, al igual que Johnny cogió su fusil (Johnny Got His Gun, 1971), de Dalton Trumbo; Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957), de Stanley Kubrick o Rey y Patria (King and Country, 1964), de Joseph Losey, como una hermosa loa a la paz, a la esperanza y a la reconstrucción.

Inspirado en uno de los sucesos más desconocidos de la historia moderna de Francia, Tavernier reconstruye en Capitán Conan (Capitaine Conan, 1995) una crónica de guerra, a ratos viva y alentadora, a ratos espeluznante, en la que sus protagonistas se van deslizando entre sus deseos de acabar con el infierno de muerte y desolación que les acosa desde el inicio de los combates y sus impulsos de continuar con la carnicería por obediencia debida.

‘La muerte en directo’ se adentra en la manipulación mediática de las enfermedades mortales

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El relato, que discurre, como los filmes de Losey y Kubrick, en los confines de la contienda, durante los primeros meses del precario estado de paz que vivió posteriormente Europa, refleja, con el realismo y la precisión de un corresponsal de guerra, la conducta de un oficial de manifiesta inclinación pacifista, cuyo inflexible sentido de la moral le impide guardar silencio ante los brutales crímenes y saqueos de sus camaradas durante sus incontroladas campañas de hostigamiento contra el enemigo. Un enemigo oficialmente inexistente pues el anhelado armisticio ya había sido firmado, aunque imprescindible, eso sí, para fagocitar los instintos guerreros del capitán Conan y de sus voluntariosos e insaciables subordinados.

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