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De ‘Led Zeppelin I’ a ‘Led Zeppelin IV’

La banda ahonda en su rock de corte clásico con reminiscencias del gigante británico, potenciando los medios tiempos de fondo místico

La banda de Greta Van Fleet..

Un primer álbum, Anthem of the peaceful army (2018), propulsó a Greta Van Fleet hacia un inopinado estatus de gran sensación del rock cuando del rock ya no se esperaban semejantes fiestas. Cancionero, sonido y solos de guitarra causaron efectos ópticos a los viejos del lugar: “Son Led Zeppelin I”, soltó, malévolo, Robert Plant, una observación que, si resulta un tanto abusiva, es por el disco elegido, puesto que cabría hablar más bien de Led Zeppelin II. Rock con el marchamo de otra era, a contracorriente tratándose de músicos veinteañeros y con el estigma de esa admiración tan concreta por una banda. Bien, ¿Y después?

El grupo anunció un segundo álbum alejado de esa órbita de influencia, pero The battle at garden’s gate no se aparta de ella, y más bien desarrolla una parcela en su día aventurada por el gigante zeppeliniano: la canción corpulenta, de medio tiempo musculoso, dinámica emocional y embelesado punteo de guitarra. Con ello, Greta Van Fleet nos viene a decir que vive en su mundo, ajeno no solo a interferencias modernas sino al qué dirán de los connaisseurs. Sus defensores pueden alegar, y ahí tendrán razón, que copiar o inspirarse en Led Zeppelin es percibido como pecado mortal, mientras que hacerlo con los Kinks o los Beach Boys es cool.

El problema de The battle at garden’s gate es que, aun siendo un álbum en el que podrán deleitarse los entusiastas de esa estética musical asociada a los primeros años 70, tiende en exceso al espesor. Tras la solemne bienvenida de The heat above, con órgano litúrgico y bello estribillo, dibujado por la voz aguda de Josh Kiszka (más cerca de Geddy Lee, de Rush, que de Plant), sorprende la baja presencia de temas rock expeditivos: ahí están My way, soon y, con reparos, Built by nations (ese aparatoso groove de batería, puro Bonzo, a lo The ocean) y la galopante Caravel.

Vuelven a evocar a Led Zep, una y otra vez, en esas piezas de zancada larga que benévolamente podríamos llamar ambiciosas y que conjugan el lirismo con el atracón de épica. Ahí hacen méritos Broken bells y los casi nueve minutos de la pieza de cierre, The weight of dreams, ambas con sus recovecos jugosos, ambas entregadas finalmente a su majestad el solo de guitarra, en secuencias armónicas redundantes y, por cierto, muy parecidas a las del crescendo de Stairway to heaven. A medio trayecto, recesos melódicos agradables en Tears of rain y Light my love, asentados en el piano.

El grupo de Frankenmuth, Michigan, aliado con el productor Greg Kurstin (Adele, Beck, los últimos Foo Fighters), redobla su apuesta y suena, si cabe, un poco más extemporáneo todavía, evolucionando hacia la canción más velada y mística, y también más pretenciosa, soñando acaso con armar su propio Led Zeppelin IV.

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