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Lectura sin heterodoxia de ‘El delator’

Tras la lectura de la obra de García Ramos sigo creyendo sin sombra

de dudas en la honorabilidad, bonhomía y decencia de Pérez Minik

El delator, de Juan Manuel García Ramos La Provincia

Resulta complicadísimo atisbar, aunque sea muy en la lejanía, las razones auténticas que han llevado a Juan Manuel García Ramos a escribir El delator, libro en el que gratuitamente, sin ofrecer ni un solo indicio, no digamos ya una prueba, se pretende arrastrar por los terrenos del deshonor y la ignominia a Domingo Pérez Minik. Hablo de lo que pudo haber sido y no fue porque, al menos en mi caso, El delator no ha pasado de ser un fallido, lamentable y pretencioso castillo de naipes, con lo cual quiero decir que después de su lectura sigo creyendo y seguiré defendiendo sin sombra de dudas la honorabilidad, la honestidad, la bonhomía y la decencia de Pérez Minik. Y de López Torres, claro, que nada tiene que ver en este devaneo. Eso me libera de tener que refutar nada porque en todo El delator no hay ni una sola argumentación que contradecir, a no ser que se entienda como un razonamiento serio hipótesis tan evanescentes como la siguiente: “Esa risa sardónica dibujada en su cara nos obligaba a no despreciar sus posturas sobre todo lo que tenía que ver con aquellos años treinta entre los muros de Fyffes y las relaciones que personas allí encerradas habían mantenido, pero…” (123) Y todo ello amparado en dos premisas que el autor considera principios fundamentales en los que guarecerse para montar este tinglado. Por un lado, “las infinitas libertades que la literatura concede a sus cultivadores”, entendiendo el autor que dentro de tales libertades está la posibilidad de mistificar una realidad histórica que, por serlo, no sólo no admite tales veleidades, sino que exige investigaciones y documentación fehacientes y rigurosas que permitan al lector considerar la obra como “crónica novelada” y no, como a mí me ocurrió, un simple capricho vengativo. Y en segundo lugar, y en cuanto a la provocación surrealista como metodología de trabajo, debería saber el autor que —para que funcione como tal provocación— tiene que llegarle al lector cargada de verosimilitud, sin la cual, como es el caso de El delator, la novela se derrumba y surge en su lugar un patético melodrama.

En fin, no vamos a repetir lo ya expuesto por la profesora Cecilia Domínguez en el Diario de Avisos del domingo 11 de abril de 2021, razonamientos que comparto de principio a fin y que provocaron una despechada respuesta de García Ramos en la que aparece un inquietante cambio de opinión sobre las motivaciones de esta supuesta crónica. Me refiero a que en El delator, fundamentalmente quien habla y de quien se habla es de un sobrino que “de acuerdo con sus informaciones e intuiciones” (123) convence a García Ramos de que Domingo Pérez Minik delató a su tío Domingo López Torres cuando ambos estaban ya prisioneros en Fyffes, aunque “las razones del tal convencimiento no se mostraban con suficiente claridad” (123). Ese sobrino tenía muy pocos años cuando suceden esos hechos, de manera que él habla por otros: “Alguien lo delató, mantuvo siempre su hermano Juan Antonio, y fue mi madre la que siguió especulando con esa sospecha” (17). Una madre que “sabía qué socialista había sido y lo siguió creyendo toda su vida” (22), sin que, sin embargo, en ningún momento de la obra se aporte ningún dato objetivo ni convincente explicación del origen, las causas, las revelaciones de algún personaje o los hechos que provocaron tales “creencias”, “informaciones”, “intuiciones”, “especulaciones” y “sospechas”. Para acabarla de rematar, frecuente y sorprendentemente, estos cinco términos son utilizados como sinónimos, lo que sin duda deja en el aire, sin ningún anclaje en la realidad, el relato del sobrino, aceptado por García Ramos aunque en algún momento el narrador, en un retórico escorzo difícil de clasificar, se pregunta: “¿Estaría cumpliendo con mi deber o amplificando una gran e injusta acusación en el vacío? (124)” A estas divagaciones hay que añadir además, que la delación, el meollo del asunto, queda expresada una única vez y en estos sorprendentes términos:

“Y en esa desafección por posturas como la de mi tío, también participaron algunos de sus compañeros de prisión atemorizados por lo que les podía pasar entre aquellos muros de angustiosa incertidumbre. El caldo de cultivo de la delación: “¡Ese está loco, yo no!”; “Tiene planes de huida y de ataque a instalaciones militares”… ¿Pudo pensar eso el delator? J.A. no lo dudaba. Ahí estaban las fuentes de su sospecha. Alguien lo hizo y J.A. no dudaba ni del nombre ni de las razones de tal cobardía. Había salido de Fyffes, a los apenas tres meses del arresto…” (80)

Naturalmente, llegados a este punto, el lector se pregunta dónde están esas fuentes que permitieron al sobrino conocer hasta lo que pudo “pensar” Pérez Minik, porque en el texto no aparecen por ningún lado, como tampoco se puede comprender por qué García Ramos acepta como un axioma que a López Torres había que delatarlo, cuando el mismo sobrino reconoce que “Siempre creyó J.A. que ese radicalismo del pensamiento de su tío pudo ser el que lo sentenció a muerte en Fyffes (79).

López Torres, Westerdahl y Pérez Minik, de izquierda a derecha Daniel Duque

Además de esos elementos tan poco convincentes como las intuiciones y sospechas del sobrino heredadas de las obsesiones de su madre y otros familiares, aparece al final de El delator, en forma de posdata, la clave del enigma que se nos ofrece como una amenaza:

“Entre los enseres de Domingo López Torres entregados a su familia, tras su asesinato por inmersión en aguas atlánticas, entre los últimos días de febrero y primeros días de marzo de 1937, hay una carta manuscrita que se ha mantenido en secreto hasta ahora mismo. Esa carta ha motivado la escritura de El delator”. (199)

Cecilia Domínguez, en el artículo citado, reclamó que “si dicha carta existe, debería hacerse pública. Con ello se aclararían muchas cosas. O no.” Pero de esa carta García Ramos no dice nada en su “Respuesta a las fatwas contra El delator”, nada de nada, como también desaparecen el sobrino y los otros familiares de López Torres que intuyeron y/o sospecharon una posible delación. En cambio reaparece José Antonio Rial “que me suministró en largas conversaciones mantenidas en Tenerife y en Caracas buena parte de los testimonios que se manejan en El delator”. Yo no sé lo que García Ramos habló con José Antonio Rial ni si esas conversaciones se han hecho públicas de alguna manera. Lo que sí sé es lo que a mí me dijo José Antonio Rial en la larguísima y muy entrañable conversación que mantuvimos una tarde de finales de 2006 y que publiqué como entrevista en el suplemento cultural 2.C de La Opinión de Tenerife el sábado 13 de enero de 2007. Hablamos de su detención –según él– por antinazi, de ecología, de literatura y naturalmente de Fyffes –“la primera impresión que tengo es de desagrado por lo vulgar”–; citó a López Torres y a Isidro Navarro, a Jacinto Alzola, con el que estudió griego en aquel lugar tan hostil, pero al que “como no quedaba más remedio yo también me adapté”. Domingo Pérez Minik no apareció en esa conversación ni para bien ni para mal. Sin embargo, como el hombre y el escritor José Antonio Rial me resultaron tremendamente interesantes, leí otras cuantas obras suyas, pues en aquellos momentos sólo conocía La prisión de Fyffes. Entre esas otras obras que leí estaba Retablo hablado de José Antonio Rial, autobiografía al cuidado de Maximino Cacheiro publicada en 1995 por el Ateneo de los Teques en Venezuela. Y ahí sí habla Rial de Domingo Pérez Minik. En dos ocasiones. La primera, en la página 40:

“En el año 1946 presenté a un premio una obra titulada Gente de mar. Del jurado formaba parte mi amigo Pérez Minik (un jurado decente) y fue un concurso de la Asociación de la Prensa con plicas, secreto, por ello pude ganarlo con el primer premio con una suma en metálico”.

La segunda en la página 72:

“La Editorial Monte Ávila, de Caracas, publicó en 1969 La prisión de Fyffes, que fue el primer relato de los horrores cometidos en Canarias por el franco-falangismo. Era una novela maldita para España porque en sus primeras páginas declaraba: “Los nombres de los directores de la cárcel, de los jueces y de los espías de dentro de Fyffes son auténticos. Los de ciertos presos han sido cambiados”. La novela se vendía clandestinamente en Canarias; en Santa Cruz de Tenerife, en la librería de Sixto Concepción, anarquista que estuvo al filo de ser fusilado, pero que en 1970 volvía a su negocio y tenía siempre algo prohibido que ofrecerle a Domingo Pérez Minik y a otros muchos clientes seguros. Domingo me escribió una larga carta elogiosa de mi “andadura literaria”, que no se publicó nunca”.

Cuando esto se publica en Venezuela, Rial tiene 79 años y es ya un escritor conocido y muy reconocido. Con libertad y autonomía más que suficientes para denunciar, decir o callar sobre personas y asuntos del tiempo oscuro, sobre todo en un género tan proclive a ello como la autobiografía. Sin embargo, eso fue lo que dejó por escrito de Domingo Pérez. Si hay otros documentos seguros y ciertos que justifiquen las acusaciones de El delator, apórtense, junto con la carta de la posdata. Hasta entonces seguiré pensando que García Ramos, lamentablemente, se ha equivocado y que este libro, desde el prólogo a la posdata, podría citarse como ejemplo de lo que Riszard Kapuscinski denunciaba por no ser éticamente correcto: “La verdad no es importante, ni siquiera la lucha política es importante: lo que cuenta, en la información, es el espectáculo”.

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