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De como Kike el suelto conoció a Henri Bayle

Moisés Mori deja emerger su escritura de ficción en ‘Stendher en Santandal’,

una audaz lectura de Stendhal

De como Kike el suelto conoció a Henri Bayle

La trayectoria de Moisés Mori podría guarecerse bajo el paraguas de una pregunta soberana: ¿Qué significa leer? Esta pregunta presenta derivadas electivas (¿Por qué leemos a X y no a Z?), pedagógicas (¿Existe un arte de la lectura?) e incluso angustiosas (¿Es posible leer “bien”?). Lo proteico de la pregunta se ha venido encarnando desde su primer título, Lo inmortal y otros ensayos de literatura, hasta el presente Stendher en Santandal, en el escrutinio de una tribu de autores de muy diversa índole, de muy desigual talento y de muy distinta genealogía: Savinio, Sontag, Tabucchi, Büchner, Turgueniev, Kadaré, Ernaux, Nerval, Roussel, Schowb, Aira e tutti quanti. Poco a poco, sin embargo, y a medida que ese conjunto heteróclito y al tiempo de una pasmosa coherencia crecía, en la obra de Mori ha ido insinuándose, como lluvia fina pero pregnante, una segunda pregunta. O mejor dicho, una sospecha. Que mientras leía a los otros, mientras recorría sus fracasos y sus logros, en esa siempre abierta interrogante que es la escritura (en definitiva, ¿por qué alguien querría dedicar su vida a escribir y por qué, sobre todo, alguien querría dedicar su vida a interpretar lo que los demás han escrito?), se iba dibujando la posibilidad de una narrativa, el gesto de sumar al misterio de la escritura ajena la revelación de la escritura propia, una sospecha que a veces ha sido contenida, casi tímida (como en Escenas de la vida de Annie Ernaux), otras veces ha sido ya evidente, explícita (como en César Aira y la silla de Gaspard) y que al fin hoy, en Stendher en Santandal, se convierte en exultante, arrebatada.

Ambas líneas convergen en estas páginas mediante una arquitectura sin duda extravagante, pero que el autor logra levantar sin que sus cimientos cedan. Por un lado, nos encontramos con la habitual voz que “lee” en los libros de Mori. En este caso, el sujeto de análisis es Henri Beyle, Stendhal. Por otro lado, ya desde el comienzo, de modo abierto y sin coartadas, comprendemos que esa voz que lee es también la de un personaje que nos va a contar una historia, la de su tío santanderino, Kike el Suelto, un hombre ya mayor, aunque todavía no anciano, que para el narrador ha conformado un modelo de actitud ante la vida, de epicureísmo elegante, y al que ahora, en el otoño de sus días, vuelve a frecuentar de forma más o menos recurrente. El puente que conduce desde el tío Kike hasta Henri Beyle, el puente que une las orillas de los dos Enriques, el antiguo vendedor de electrodomésticos y el creador de La cartuja de Parma, es, pues, el itinerario que recorre una obra que concede a la literatura el lugar que a menudo ocupa en la visión de Mori (soporte de la inteligencia; antorcha del sentido; fomento de la impiedad hacia uno mismo), pero que mediante el expediente de la ficción se abre aquí a un sinfín de temas, entre los cuales, y a modo de muy pálido resumen, podríamos mencionar: el humor como rescate; el amor a las mujeres; el carácter de los pueblos; el placer d, e los extraños; la meditación en torno a la vejez.

Así, la proverbial exigencia de Mori, un escritor cuyo rigor intelectual es complemento exacto de su escrúpulo hacia las fuentes y de su agudeza como hermeneuta, se abre, para deleite del lector, hacia un nuevo territorio, que no era virgen, cierto, pero que nunca había sido explorado con tanta codicia, con semejante intensidad. Ese nuevo marco, donde la ficción reclama sus poderes, donde “ese otro yo” que mencionaba Proust destila sus alcoholes, se plasma en capítulos de una soberbia belleza y de un altísimo voltaje emocional, fragmentos donde la escritura de Mori descubre paisajes que, previamente, había vislumbrado, pero que ahora coloniza sin vacilar. Los mecanismos para lograr estas conquistas son muy variados. Van desde el destello verbal (la asombrosa enumeración de la página 241: una peripecia de hombre contenida en un párrafo) al homenaje a una tradición (el hallazgo de Kike como inconsciente creador de cadáveres exquisitos), pasando por el esquemático apunte de todas esas novelas sin narrar que se encierran en la existencia de cada uno de nosotros, y que abundan en el enigma que constituye cualquier vida, por muchas investigaciones a las que sea sometida. ¿Fue Stendhal feliz? ¿Ha sido el tío Kike una persona de bien? ¿Resulta el narrador fiable? ¿Son la felicidad, la bondad y la confianza conquistas plausibles o mera retórica de los manuales de ética? Y nuestras vidas, ¿son apenas figuras en la alfombra, como en la novela de Henry James, runas inscritas en el polvo con el bastón de un Zadig cualquiera, una humorada sin objeto ni finalidad que discurre a orillas del viejo mar Cantábrico y sus olores a brea, a sardina y a nordeste?

Hay un capítulo en el libro, mientras se reflexiona acerca de Vida de Henry Brulard, en el que el narrador acude a la autoridad de Lampedusa para sostener su interpretación de Stendhal. Recuerda entonces que el autor de El Gatopardo definió el empeño, la personalidad y el impulso del maestro francés en una anécdota. “Hay en él”, escribe Lampedusa de Stendhal, “una frase barroca que lo dice todo: Toute ma vie ho voluto la stessa cosa: to make un chef d’ouevre”. Este lector, que tiene pocas certezas literarias pero firmes, se atreve a decir alto y claro que “Stendher en Santandal” es, hasta la fecha, la chef d’ouvre, the masterpiece, il capolavoro, la obra maestra de Moisés Mori.

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