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Eduardo Jordá | escritor

«Aunque no lo parezca, empezamos a vivir un nuevo totalitarismo»

Eduardo Jordá La Provincia

Eduardo Jordá (Palma, 1956) homenajea a la poeta rusa Anna Ajmátova en un volumen que acaba de editar el sello Zut. «Fue una mujer de una entereza admirable que no se dejó humillar ni se convirtió en delatora para salvar el pellejo», sostiene. Las afirmaciones del libro dan para una charla sobre la intelectualidad y los peligros de las utopías totalitaristas, «de las que no estamos a salvo».

«Aunque no lo parezca, empezamos a vivir un nuevo totalitarismo»

Anna Ajmátova no es una biografía al uso. ¿Por qué ha echado mano del monólogo como forma de narración?

Porque empecé a escribirla como una biografía convencional, pero enseguida me di cuenta de que no funcionaba. Y de pronto empecé a oír una voz que hablaba en primera persona y que contaba un sueño terrible, un sueño que Ajmátova tuvo recurrentemente en los peores años de Stalin. Y entonces supe que tenía que escribirlo así, con la propia voz de Ajmátova contando su vida.

Anna procedía de una nobleza culta, empobrecida en su caso, «expersonas» para el régimen comunista. El libro es también una dura crítica a ese sistema de terror estalinista que se cebó especialmente con la poesía más que otros regímenes totalitarios, según se desprende del libro. ¿Por qué cree que fue así?

Por una paradoja funesta que es incomprensible en otros países que no sean Rusia. En la Rusia de Ajmátova, la poesía era sagrada. La gente se sabía de memoria los poemas de Pushkin y de todos los poetas famosos. Stalin era un magnífico poeta en georgiano que dejó de escribir cuando se hizo comunista y siempre fue un lector insaciable de poesía. Eso tenía una ventaja para los poetas: si eras obediente, te trataban como a un rey. Maiakovski, por ejemplo, disfrutó de una vida grandiosa gracias a su relativa obediencia al Estado soviético. Pero si te convertías en un disidente o no seguías la línea oficial del Partido Comunista, entonces te convertías en un enemigo del Estado y en un saboteador contrarrevolucionario. Eso le pasó a Osip Mandelstam, uno de los mejores amigos de Ajmátova, y a la propia Ajmátova, que fue prohibida por «decadente y burguesa» hasta los años vegetarianos de Jrúshev, tras la muerte de Stalin.

Es curioso, porque en un momento determinado de su biografía parece que se salva porque Stalin sorprende a su hija leyendo un poemario de Ajmátova.

Sí, eso en realidad la salvó: la hija de Stalin -como casi todas las mujeres de la URSS- adoraban la poesía de Ajmátova. Era una poeta inmensamente popular y Stalin no se atrevió a mandarla al Gulag, aunque estuvo jugando al gato y el ratón con ella durante veinte años. Sobre todo porque mandó al Gulag a su hijo Lev. El mensaje era claro: o nos obedeces, o luego irás tú. Ajmátova compuso Réquiem, su mejor poema, cuando hacía cola frente a la cárcel de las Cruces, en Leningrado, junto a miles de mujeres que esperaban noticas de sus maridos o de sus padres o de sus hijos. «¿Puede usted escribir esto?», le preguntó una mujer aterida de frío y de miedo. Y Ajmátova contestó: «Puedo». Y lo hizo, vaya si lo hizo. En Réquiem, Ajmátova pedía que si algún día le levantaban una estatua, se la levantaran allí donde estuvo haciendo cola con miles de mujeres destruidas por el dolor, frente a la cárcel de las Cruces. En 2006, a los 40 años de su muerte, le erigieron la estatua. No me gustan mucho las estatuas, pero la estatua de Ajmátova, haciendo cola frente a la cárcel mientras esperaba mandarle ropa y dinero a su hijo, es uno de los monumentos más hermosos que he visto.

El de Ajmátova es un relato contraoficial. Siempre se ha sostenido que la Revolución trajo la vanguardia a Rusia, pero en su monólogo sostiene que eso ya estaba ahí antes. «La vida artística de Petersburgo no tenía nada que envidiarle a París».

La Revolución quiso apropiarse de la vanguardia artística porque muchos vanguardistas, poetas y escritores y músicos, acogieron con júbilo a Lenin y a los suyos, aunque luego se decepcionaron enseguida cuando vieron que Rusia se convertía en un estado policial. En realidad, la vanguardia rusa era muy anterior a la Revolución de 1917, porque se vivió en los primeros años del siglo XX (todavía en la época de los zares), más o menos entre 1900 y 1914. Fue un movimiento extraordinario: la música de Stravinksi o Prokofiev, la pintura futurista de Malevich, los poemas de Maiakovski, los ballets de Diaghilev, y la poesía de Ajmátova y sus amigos (Mandelstam, Tsvietáieva, Pasternak) son la prueba. En Petersburgo, la joven Ajmátova llevó una vida de bohemia libertina -como la que se vivió en los años 60 y 70 en Europa- en un cabaret que se llamaba el Perro Vagabundo. Ella misma se definió en un poema como «la alegre pecadora de Tsarkoye Tseló».

La revolución de febrero es la única en la que creyó Ajmátova. No es un periodo demasiado estudiado. ¿Debemos extrañarnos?

La Revolución Rusa falsificó por completo la historia porque eso es lo que hacen todos los regímenes totalitarios (lo hizo Franco, lo hizo Hitler, lo hizo Mao y lo hicieron los soviéticos). De hecho, la Revolución no derrocó a los zares, sino a un gobierno democrático de coalición entre moderados y socialistas (el Gobierno Provisional de Kerenski, del que ya nadie se acuerda, por desgracia). Ajmátova -igual que sus amigos Mandelstam, Tsviétaieva y Pasternak- eran partidarios absolutos del gobierno provisional y de una revolución democrática que repartiera la tierra entre los campesinos y creara un parlamento democrático y una Rusia moderna. Pero los revolucionarios suprimieron todos los organismos democráticos que había en Rusia y cerraron la Asamblea Constituyente -en la que ellos habían quedado en minoría- enviando un pelotón de marinos borrachos. A partir de 1925, Rusia fue estrictamente un Estado policial donde el poder residía en los órganos, es decir, en la policía secreta. A partir de ese momento, el destino de un artista sólo tenía dos alternativas: o colaborar con los órganos, convirtiéndote en chivato, o convertirte en un enemigo del pueblo que perdía todos los beneficios que el Estado daba a los escritores (un apartamento comunal, un sueldo o el derecho a publicar sus libros).

Que le digan a según qué poetas «individualistas y decadentes» también es muy actual. Sobre todo, en unos tiempos tan polarizados como los nuestros. ¿Qué peligro corren los poetas en estos momentos?

Aunque no lo parezca, estamos empezando a vivir un nuevo movimiento totalitario, el pensamiento woke, que parece un cruce entre la Revolución Cultural china y los primeros movimientos soviéticos. Con la excusa de la liberación de los más débiles -mujeres, gays, pueblos y razas oprimidas- se está introduciendo un discurso autoritario que se permite decir lo que es bueno y lo que es malo, lo que es publicable y lo que no lo es. Y los fanáticos que se mueven en las redes sociales actúan como una policía del pensamiento voluntaria que denuncia todo lo que les parece caduco, burgués o decadente. Hoy he leído que la alcaldesa negra de Chicago se niega a recibir a periodistas que no sean negros o marrones (es decir, latinos). Esa discriminación es absolutamente repugnante porque vuelve a dividir el mundo entre razas buenas y razas malas, pero muchos progres aplauden con las orejas sin darse cuenta de que están trayendo de vuelta la Revolución Cultural.

Del relato que usted hace impacta muchísimo que en aquella URSS tuvieran que aprenderse los poemas de memoria y que en aquella sociedad o eras delator o espiado. Incluso llega a escribir que era peor que el nazismo. Es una afirmación muy rotunda.

Es muy difícil comparar dos regímenes tan brutales en términos cualitativos, pero hay una razón por la que el comunismo de Stalin era mucho peor que el nazismo: en la Alemania nazi te detenían si eras judío o comunista u homosexual, pero si no, te dejaban más o menos en paz. En cambio, en la URSS te detenían por cualquier denuncia disparatada obtenida bajo tortura o porque alguien quería quedarse con tu piso o con tu biblioteca. Eso era lo auténticamente monstruoso. De hecho, la mayoría de personas que fueron ejecutadas en los años del Terror estalinista -entre 1936 y 1940- eran comunistas honestos que se habían comportado como personas inmensamente decentes. Y aun así, los detenían a ellos y a sus mujeres y a sus hijos. El nazismo fue monstruoso, claro, pero el comunismo estalinista -y el de Lenin también, porque Lenin creó el estado policial- no lo fue menos. El problema es que la gente ha visto muchas fotos y muchas películas de Auschwitz, pero nadie o casi nadie ha visto ni fotos ni películas del Gulag. Y en el Gulag llegó a haber hasta 6 millones de deportados, aunque nadie sabe las cifras porque no hay un recuento. Pero le hago una pregunta: ¿ha visto usted alguna foto del Gulag? ¿Ha visto una película? Me permito pensar que no. Y es normal. No hay apenas fotos ni filmaciones del Gulag. Todo se llevó a cabo bajo el mayor secreto.

¿Se sigue idealizando el comunismo?

El problema del comunismo es que no es una ideología negativa -como el fascismo o el nazismo, que se fundan en el odio-, sino una ideología esperanzadora que promete la felicidad y la justicia. El problema es que el comunismo es incompatible con el Estado de derecho porque lo primero que hacen los comunistas es suprimir todos los organismos independientes: la judicatura, la enseñanza, la propiedad privada, todo. El Estado se convierte en un monstruo que promete hacerte feliz a cambio de la obediencia absoluta. Por supuesto que ahora mismo hay millones de personas, sobre todo jóvenes, que darían lo que fuera por vivir en un Estado que les diera casa, trabajo y comida. Pero claro, esos jóvenes creen que podrán seguir disfrutando de la misma libertad que disfrutan ahora. Eso les pasó, en cierta forma, a los vanguardistas rusos como Maiakovski, que defendió a muerte la Revolución hasta que se dio cuenta de que se había convertido en un triste burócrata al servicio del Régimen (y entonces se pegó un tiro). Ajmátova nunca quiso convertirse en una burócrata y lo pagó muy caro. Y además, Ajmátova es mil veces mejor que Maiakovski.

Para escribir esta biografía, ¿cuáles han sido sus fuentes de documentación e inspiración?

A Ajmátova no le gustaba escribir prosa y apenas dejó recuerdos escritos. Escribió unas breves memorias -totalmente enigmáticas- sobre su breve relación con Modigliani, con quien pasó dos meses en París. Modigliani la dibujó 16 veces, vestida y desnuda y bailando y saliendo del baño, pero Ajmátova nunca quiso contar qué había pasado entre ellos dos, aparte de la comunión espiritual que vivieron juntos. La suerte es que Ajmátova tuvo muchas amigas que recogieron su vida casi día a día. Gracias a esos libros -las memorias de Nadiezhda Mandelstam, Lidia Chukovsakia o Emma Guerstein- se puede reconstruir bastante bien su vida, aunque por supuesto hay muchos aspectos que siguen siendo un misterio. Su vida amorosa, por ejemplo, que fue muy intensa, es en gran medida un enigma. También Joseph Brodsky, que fue muy amigo de Ajmátova cuando él era muy joven, ha contado muchas cosas sobre ella.

El episodio sobre el recital de Epigrama contra Stalin en casa de Mandelstam y lo que desencadena está muy bien narrado. ¿No provocaron reacciones internacionales los destierros, encarcelamientos e incluso fusilamientos?

En la Rusia de Stalin todo el mundo sabía que podía ser fusilado en cualquier momento bajo las acusaciones más disparatadas (el artículo 58 del Código Penal condenaba a muerte simplemente por «defender o alabar la tecnología de los países imperialistas», es decir, por hablar bien de un tanque o de un tractor americano). Mandelstam lo supo y decidió que, ya que de todas formas lo iban a matar, iba a vivir libremente lo poco que le quedaba de vida. «Estoy dispuesto a morir», le dijo un día a Ajmátova. Por eso escribió y recitó en público su famoso Epigrama contra Stalin. Stalin, por cierto, no condenó a muerte a Mandelstam -aunque sí lo mandó al Gulag- porque en el fondo admiraba la valentía de aquel poeta. Cuando lo detuvieron, Ajmátova estaba en casa de Mandelstam y vio cómo se lo llevaba la policía secreta.

El aguante de Ajmátova impresiona. Tuvo que superar el fusilamiento de su marido y la deportación de su hijo. Y ella parece que sobrevive para poder contarlo, cuando aquella mujer en la cola de la cárcel le pregunta si podrá contarlo. Parece que ese es su motor.

La entereza de Ajmátova es algo inconcebible. Decía que a ella no le daba miedo el dolor físico y tampoco el dolor espiritual, y tenía una capacidad de aguante que hoy en día no podemos entender. De todos modos, hubo unos años -sobre todo el año 1940- en que estuvo peligrosamente a punto de volverse loca. No se volvió loca porque siguió escribiendo poemas, poemas que sus amigas tenían que memorizar y que luego ella quemaba para no dejar rastro de aquellos «panfletos contrarrevolucionarios».

Dejó poco escrito sobre su vida. Es evidente que sus poemas también deben haber sido para la escritura de esta biografía una gran fuente de información, sobre todo Réquiem.

La vida de Ajmátova está consignada en sus poemas. Pero era una persona muy pudorosa y siempre hablaba de sí misma en forma muy elíptica. Podemos adivinar lo que dice y tal vez de quién lo dice, pero nada más.

En 1965 y 1966 acumuló cinco nominaciones para el Premio Nobel de Literatura. ¿Se ha llegado a saber por qué no se le concedió? ¿Alguna sospecha?

A Ajmátova no le dieron el Premio Nobel porque las autoridades soviéticas no le permitieron publicar ningún libro de poesía entre 1922 y 1965. Y en 1958 le dieron el Nobel a su amigo Pasternak por El doctor Zhivago. Después del escándalo que provocó ese premio -el Partido Comunista obligó a Pasternak a renunciar al premio-, el comité del Nobel no quiso meterse en líos y se olvidaron de Ajmátova. En cualquier caso, con Nobel o sin Nobel, Ajmátova es una de las voces más grandes de la poesía del siglo XX.

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