La Provincia - Diario de Las Palmas

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Hasta que rueden nuestras cabezas

Raquel Ponce, 'Cuatro colores en blanco' (2021). Instalación. LP/DLP

Un joven danza con un perro que, en realidad, se rasca el trasero. De fondo un remix de Heads Will Roll: «Baila hasta que estés muerto. Las cabezas rodarán por el suelo», repite durante diez horas. En YouTube se titula Dance Till You’re Dead for 10 hours y, como si quisieran asumir el imperativo, muchos se filman viéndolo completo. Pero ¿es bailar, intentar mantener erguida la cabeza de nuestro cuerpo agonizante ante la pantalla? No sería una pregunta más osada que las que dan forma a Dance?, la muestra comisariada por Gabriel Hernández, que el CAAM expone hasta el 18 de julio.

Los imperativos coreográficos ocupan las salas. Leo la partitura para Performance a varias alturas de Esther Ferrer, y es así como, caminando de cuclillas, me convierto en campo de una negociación en la que el cubo blanco y la artista disputan su autoridad para modelar mis movimientos. Y yo, que minutos antes asumía la victoria fácil de los elementos geométricos de Robert Morris sobre el cuerpo de la performer en Neo-Classic, reparo en la magnitud del desafío.

En la esquina contraria encuentro un cuadro y una escultura. Ante la aparente falta de concordancia, me acerco para constatar que A Tube Under the Sea intenta detener el flujo del agua, sin que el ejercicio adquiera más contenido que una mesa-río de resinas epoxídicas. A continuación, a un paso del monocromo de Nicholas Floc’h, reparo en que se trata de una pintura de huellas sobre tapiz de danza, donde las pisadas abandonan el suelo por la gravedad de la pared blanca.

Continúo para leer Art Yard de Walter de Maria que, junto a un ejemplar de Seis años: la desmaterialización del objeto artístico de 1966 a 1972, el libro de Lucy R. Lippard, parece situada como ejemplo necesario. «Sería un gran agujero [...], lujosas tribunas se construirían para los amantes del arte», recuerdo a De Maria mientras estoy en una sala sin techo, donde desde tres pisos más arriba pueden observarme arrastrar con los pies las pesadas cadenas arrojadas por W. Forsythe. Salgo de la fosa para encontrar Noir et blanc de Laurent Goldring. En la pantalla veo la pelea de dos cabritos. «Es un empate», pienso, y ello me devuelve a la pieza de mismo título de Trisha Brown –It’s a draw–. Y aunque en la traducción se pierde el guiño al dibujo, queda lo importante: la pugna con los límites. ¿Cuánto del improductivo choque de cornamentas se asemeja al forcejeo entre la artista y el carbón con el que dibuja su contorno convulso?

Si no puedes vencerlo baila sobre él. Bruce Nauman despliega esta estrategia en Dance Square, donde al ritmo del metrónomo danza en el límite. Como quien decide pintar sobre el marco de un lienzo en blanco. Al lado, una página de Silence de John Cage dice: «midan desde cero, presten atención a qué/cómo es». Y advierto los bordes ilesos de las pantallas a mi alrededor.

En la segunda planta encuentro otras páginas, esta vez con descripciones de Trio A, la acción de Yvonne Rainer: ejecución neutra, leo, e intento recordar qué/cómo es ese supuesto cero que, también en su Hand Movie, parece servir de grupo de control al lado del Ejercicio de medición del movimiento amanerado de las manos ejecutado por Manu Arregui, donde el afeminamiento se describe en coordenadas de posición.

Se abre el telón y hay otro, y luego otro más, y nunca se cierran, por lo que pronto caigo en la cuenta de que no hay chiste que contar; traspaso entonces los tres telones que dividen la habitación, y no sé si tras cruzar la pieza de Ulla von Brandenburg he entrado en el escenario o en el backstage. Si he de continuar mi interpretación o puedo despertar ya. Y mientras aquí el backstage desaparece, en la pieza de Cally Spooner, este se encuentra oculto, como es común; pero lejos de ser un adentro invisible, es un afuera desconocido para el público. El bodegón de peras eternamente frescas oculta las sustituciones llegadas de afuera; del entre bastidores vivo que da forma a las obras muertas. El backstage del museo.

Mis pasos me llevan al texto de Luis Camnitzer, donde explica su participación en las cartas a Pacheco Areco enviadas por Orders & Co., en las que el dictador uruguayo recibía órdenes como «el día 5 de noviembre simulará usted que camina con normalidad, pero será consciente de que ese día Orders & Co. tomará posesión de uno de cada tres pasos de los que usted de». Río mientras imagino el efecto de la misiva sobre los pasos de un Pacheco condenado a parodiarse, hasta que me observo en el cristal que enmarca Pièces à conviction, mi cara a centímetros de una foto de una nota que me pide que me acerque. «Mueve los ojos gentilmente» dice la siguiente, y poso la mirada sobre el resto de la serie de Agnès Geoffray. Ahora sigues el recorrido, hasta que encuentras más órdenes, las menos veladas de Forsythe, que ves a tus pies mientras continúas por el pasillo; lees la primera y te preguntas si es tu deber ejecutarla; cumples con la segunda, tercera y cuarta; ignoras las sucesivas para entrar a una sala y encuentras una proyección videográfica: un hombre baila la danza del vientre. Es del artista Kader Attia que graba al bailarín Samy Kemal. Si también eres hombre, aprovecha para validar tu moral ofreciendo un halago a su cuestionamiento de los roles de género; si eres mujer, observa como las jaulas que construyeron para nosotras les siguen sirviendo para reafirmarse. Continúa y entra en otra sala; unos camiones antidisturbios bailan con dulzura. Es un vídeo de Fernando Sánchez Castillo. Deberías verlo.

«No sigas las flechas», alcanzo a leer entre el laberinto de proposiciones que Raquel Ponce exhibe en San Antonio Abad, pero poseído –como si llevara toda la visita estándolo– mi cuerpo me traiciona siguiendo todas aquellas normas que Ponce me pide que ignore. Subo a la segunda planta y hallo una nueva danza del vientre, esta vez Nil Yalter en La mujer sin cabeza o la danza del vientre, título que me permito traducir porque explicita su carácter crítico. Al lado, como si fuera complementario al texto que Yalter fija en su barriga, A choreographer’s Handbook de Jonathan Burrows cuelga hoja por hoja. Leo: «Los delicados significados que leemos en el lenguaje corporal son fácilmente enterrados bajo las palabras.» Pero enfrente, Sammy Baloji muestra la excepción a la norma: por encima de las promesas vacías de cualquier líder, resuena el movimiento leve de Faustin Linyekula sobre el polvo de las ruinas.

Hago una última visita a la planta -1 del edificio central, donde las sillas de La Ribot han encontrado su asentamiento. Retorcerse para alcanzar a leer las palabras que las recorren parece el rito de iniciación para su tribu de renegadas y, si no fuera porque ya no sé lo que es, pensaría que estoy bailando.

En una pantalla parpadeante los tres osos grizzlies filmados por Simone Forti dan vueltas entre los barrotes de un zoo. El escenario no tiene telón, el movimiento no atiende a órdenes ni partituras, y la espera inerte a la muerte se extiende más de diez insufribles horas, pero si una fija la mirada, puede sucederle como con esas imágenes ilusorias en las que no sabes si estás viendo un pato o un conejo, una joven o una anciana; y, por un momento, confundo de qué lado de la reja está la jaula. No quedará más que bailar hasta que nuestras cabezas rodantes dejen de preguntárselo.

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