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El mito revitalizado

Hace 30 años Coppola construía un nuevo imaginario sobre el Príncipe de las Tinieblas en ‘Drácula de Bram Stoker’, un espectáculo barroco

Gary Oldman en el papel de ‘Drácula’. | | LA PROVINCIA/DLP

Han transcurrido tres largas décadas desde su estreno y aún persiste en nuestra memoria el enorme impacto emocional que nos provocó el estreno de Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1991), la obra maestra de Coppola (Detroit, Michigan, 82 años), que compensaría sobradamente los grandes fiascos comerciales que sufriría con Tucker. Un hombre y su sueño (Tucker, 1988) y El Padrino III (The Godfather, Part III, 1990), sus dos títulos precedentes, formidables, sin duda, pero que no gozarían, sin embargo, de la acogida popular de la que sí disfrutaron algunos de sus filmes más arriesgados, como el mítico Apocalipsis Now (1979). La película, ganadora de tres Oscar, y con un reparto de primera línea encabezado por Gary Oldman, Anthony Hopkins, Winona Ryder y Keanu Reeves, se convertiría rápidamente en objeto de culto y en uno de los grandes títulos referenciales del cine de terror moderno en una época en la que el género no pasaba precisamente por su mejor momento.

En cualquier caso, a un cineasta tan fervientemente glorificado por la crítica internacional nunca le han faltado elogios ni generosas alusiones a su talento torrencial porque, entre otras muchas razones, la suya ha sido, desde su debut profesional con Ya eres un gran chico (You’re a Big Boy Now, 1966), una trayectoria artística difícilmente equiparable con la de sus compañeros de generación, pues se trata de uno de los creadores cinematográficos más intrépidos, independientes e innovadores que ha generado el cine estadounidense durante las cuatro últimas décadas. Y no voy a ser yo, rendido admirador de su arte inigualable, quien vaya a cuestionar sus méritos en este terreno, aún y cuando no siempre ha logrado colmar nuestras expectativas.

De la misma forma que Orson Welles, pongamos por caso, Federico Fellini, Ingmar Bergman, Fritz Lang, Karl Dreyer, Whilhem Murnau, Kenji Mizoguchi o Jean Renoir, Coppola siempre se ha apartado sigilosamente de las contaminadas aguas del cine convencional para surcar ese inmenso mar de sugerencias que entraña la auténtica sabiduría cinematográfica, exhibiendo la naturaleza volcánica de su talento sin necesidad de apelar a las estridencias de tanto aprendiz de maestro, ni a las trampas saduceas de los habituales artesanos que tanto proliferan en la meca del cine. Coppola ha navegado siempre con rumbo fijo, con coherencia y lucidez en el ámbito formal, a pesar de sus reiterados fracasos taquilleros, al tiempo que ha rehusado el manejo de los recursos tradicionales de muchos de sus colegas para afrontar los retos que le plantea el ejercicio de su oficio, recursos que le harían descender al plano de la rutina y de la autocomplacencia, engrosando así la larga nómina de realizadores irrelevantes que marcan su paso irrenunciable hacia el éxito comercial.

Nadie con los criterios mercantilistas que han dominado, y dominan, la industria hollywoodiense desde tiempos inmemoriales hubiera apostado un céntimo por la carrera profesional de un hombre como Coppola, pero, ante la atónita mirada de los halcones de Hollywood, la realidad se ha impuesto sobre los cálculos, y el veterano director italoamericano saltó de las filas de los proscritos a la élite de los privilegiados, tras las millonarias cifras alcanzadas por su audaz trabajo sobre el legendario Príncipe de las Tinieblas en 1991.

Pero Drácula no solo fue un producto de enorme repercusión taquillera; su condición de obra profundamente reflexiva y su magnificencia visual la convierten en un auténtico monumento cinematográfico erigido en memoria de uno de los mitos más extendidos de la literatura y el cine fantásticos. Una mirada turbia, barroca y estremecedora que contribuye a recuperar para el género la dimensión particularmente romántica que ofrece el personaje, que si bien yacía abiertamente entre las escalofriantes páginas de la novela de Stoker, ningún adaptador había osado reflejarla en la pantalla con la contundencia, angustia y el sublime vuelo poético de Coppola.

Posiblemente, y dado el dilatado muestrario de versiones que se extienden a lo largo y lo ancho de la historia del cine, al juzgar esta película suframos la tentación de compararla con algunas de sus múltiples predecesoras. Sin embargo, nada me disgustaría más que hacerlo en estos momentos y menos aún en los tiempos ya lejanos de su estreno. En primer lugar, porque hay muchas y muy buenas, cuyo grato recuerdo no tenemos por qué oscurecer con las bondades incuestionables de esta obra excepcional y, en segundo lugar, porque cada una constituye un referente personal de sus respectivos autores y aportan, por consiguiente, su propio punto de vista sobre un mito tan ancestral.

Esta es por tanto la interpretación personal de Coppola; sus impresiones radicalmente subjetivas que se filtran a través de la fuerza de unas imágenes vertiginosas, homenajeando al cine como fábrica de sueños y pesadillas; evocando al solitario y sanguinario aristócrata transilvano mediante un conjunto de referencias estéticas que abarcan el mundo pictórico de Frantisek Kupka, Henry Füssli, Giovanni Battista Piranesi, Gustavo Doré, William Turner o Gaspar Friedrich, así como algunos de los filmes canónicos de Georg Murnau, Tod Browning, Federico Fellini, Terence Fisher, Akira Kurosawa o Serguei M. Eisenstein.

Al igual que hiciera en algunos de sus grandes filmes, aquí también transforma el relato en un instrumento para la exploración del amour fou como fuente de liberación, resistiéndose a que este resulte amordazado por cualquier código moral que inhiba el estallido de los sentimientos (gran parte de la novela y la película transcurren en el Londres victoriano) mientras explora con desgarradora tristeza los abismos de la pasión, tal y como la entendieron en su día los grandes precursores del movimiento surrealista, en ese espacio de vigilia en el que conviven sin control racional el sueño y la realidad.

El conde Drácula, espléndidamente encarnado en la demacrada figura de Gary Oldman, aparece aquí más trágico y desolado que nunca, víctima de un destino fatal que el curso del tiempo no ha hecho sino aumentar hasta límites insoportables. De ahí esa sensación de vacío existencial, de dolorosa entrega a un amor sin remisión que destila el milenario personaje. El hombre que ha sido capaz de desafiar al poder de Dios por una mujer y que admite su final como el término de un largo viaje a través de los siglos es, por mor de la prodigiosa sensibilidad del gran Coppola, la personificación de uno de los deseos que abrasan las entrañas del hombre desde que este tomara plena conciencia de su bipolaridad: el amor como fuente de vida y como pulsión de muerte.

El autor de Cotton Club (1984) y de La ley de la calle (Rumble Fish, 1983), consciente del extraordinario material literario que tenía entre sus manos, desplegó todo su arsenal imaginativo en esta soberbia película, creando un inquietante universo visual, dotado de una fascinación irresistible donde el potentísimo talento del director surfea velozmente sobre un torrente de imágenes cargadas de un extraño y deslumbrante magnetismo.

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