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37º Festival Internacional de Música de Canarias | Crítica

Soberbio Dudamel, con otra orquesta no funcionaria

Gustavo Dudamel dirige a la Mahler Chamber Orchestra en la Sala Sinfónica del Auditorio Alfrado Kraus. | | LP/DLP

El Festival ha incorporado un contenido frecuente en los de mayor calado, que es diversificar la presencia de un gran maestro en eventos al aire libre o en espacios cerrados, y no limitarlo al calendario de gira de una sola orquesta sino afrontar lo insólito con propósitos directa o indirectamente didácticos. Con su madura juventud y su don comunicativo, Gustavo Dudamel ha trazado la protonaturaleza de un nuevo Festival de Canarias, al dirigir en público, hasta tres veces, a dos excelentes orquestas del siglo XXI. Con la primera, «la del Encuentro» jugó y ganó una valiente apuesta frente a sesenta arcos, aún estudiantes en su mayoría, por él conocidos pocos días antes. Y con la Mahler-Chamber Orchestra , sacó a plena luz los valores de la profesionalidad variable, no de plantilla; una orquesta sin director titular en la que es fácil entrar a condición de una gran calidad instrumental. No hay «titularidad» en los atriles, y el que ocupa una vez el podio no puede decir que la conoce para siempre.

Evidentemente, estos «juegos» solo son posibles al primer nivel, sin riesgo alguno para el público. No es casual que hayamos visto tocar con la Mahler-Chamber a un trombonista titular de la Filarmónica de Gran Canaria.

Con Dudamel, que ha cambiado sutilmente su técnica gestual, ahora más sobria y sin partitura –por ello más interiorizada– ha propuesto en el Auditorio un programa de dos sinfonías inmensamente populares: La Italiana de Mendelssohn y la Pastoral de Beethoven. Los chicos de la Mahler-Chamber dieron respuesta de maestros a pesar de su baja edad media, así como de absoluta agilidad en todos. La Italiana fue claro paradigma del romanticismo triunfante sobre la nobleza y la solemnidad persistentes en el último clasicismo: los tiempos y los ritmos, la ideación de la melodía como vitalidad y proceso, la luz colorista de los fraseos, la cantabilidad del pianísimo en los tiempos lentos, el dramatismo de los periodos forte (un poco pasados de volumen en el primero y el último) y la estabilización del modelo instrumental más fecundo y duradero en el primer Romanticismo. Todo ello fue puro fluir entre orquesta y conjunto, y alegría compartida con la audiencia.

Esta maravilla casi se duplicó con la Sexta o Pastoral de Beethoven, que Dudamel y la Orquesta enfocaron como lección de fraseo en toda la escritura y modelo puro de la melodía convertida en periodo «total», con las mil caras de un desarrollo que nunca agota su invención. El cantable que modela el director, no menos rico en sus diversidad y carácter, hace de la sinfonía un formidable depósito de lirismo, canción eterna que no decae; y entonación sosegada del canto tranquila hasta que la «tempestad» rompe la beatífica dicha y se extiende en una larga conclusión decidora y contrapuntística que en la versión escuchada pone al sol y va tranquilizando genialmente a un Beethoven bravío, frustrado amante de lo que menos posee: la felicidad.

¡Bravo Dudamel, bravo mahlerianos! Os aplaudíais recíprocamente al final y celebrabais el aplauso del público a una profesionalidad no funcionaria, ya un director que en esta su segunda venida al FIMC se ha ganado el título de director honorario (si lo hubiera o hubiese).

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