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Gastronomía

Pastel de sopa de tomate, por Sylvia Plath

La malograda escritora bostoniana, atenazada por el dilema del trabajo y la vida doméstica, era sin embargo una consumada cocinera y una devota de la comida

La poetisa americana Sylvia Plath. LA PROVINCIA/DLP

Se considera a la poeta Sylvia Plath como la víctima de un suicidio trágico o una mártir feminista condenada a la asfixiante vida de ama de casa. Sin embargo, leyendo sus diarios y cartas, podemos comprobar que le gustaba cocinar y comer y que, a menudo, dedicaba tanto tiempo a preparar platos para su marido, Ted Hughes, como a escribir. Solía maldecir la esclavitud doméstica pero no se privaba de divulgar recetas. Cocinar era, a menudo, una distracción cuando la escritura se bloqueaba, en los períodos de embarazo y simplemente en los momentos que huía de cualquier reto intelectual.

Plath pasó a ser un mito romántico, igual que James Dean, Marilyn Monroe y otras figuras malogradas. Encarnó una especie de feminismo místico: el maltrato psicológico que sufrió por parte de su marido la hizo mártir a los ojos de muchos. Era una buena poeta pero había otros buenos poetas en el siglo XX con vidas menos trágicas que no fueron tomados de la misma manera en serio. No es un menoscabo hacia su enorme talento literario admitir que el mercadeo con su intimidad en conflicto con los valores domésticos ha interesado a lectores mitómanos mucho más que su propia obra. Las intimidades reflejadas en sus conmovedores y lúcidos diarios forman parte nuclear de su bibliografía. La edición completa de Karen V. Kukil, que abarca un período de vida enlatada, de julio de 1950 a 1962, desde los 18 años, cuando aún era estudiante de literatura inglesa, hasta seis meses antes de morir, la publicó hace unos años Alba.

Estos diarios son la prueba de su inagotable grafomanía. Plath podía escribir de cualquier cosa en cualquier momento: resfriados, náuseas, calambres, una idílica luna de miel en Benidorm, o el derrumbe de su matrimonio. Son especialmente intensas las descripciones del dolor juvenil tras su primer intento de suicidio; el encuentro y el posterior desencuentro con su marido, que se entretiene con las alumnas, y como ya hemos anticipado en las primeras líneas la continua lucha interior de una mujer que quiere escribir y no sabe cómo liberarse de otras tareas en un mundo que para ella ya estaba muerto sin que hubiera nacido el que deseaba para vivir. Su yo la acabaría derrotando antes de tiempo.

A lo que íbamos; la comida forma parte importante de su obra. En la novela La campana de cristal el lector sigue la caída de Esther Greenwood, cuya mente se hunde más y más en la depresión. La única fuente de placer casi constante de la protagonista se halla en la comida. En su experiencia en Nueva York abundan los aguacates rellenos de cangrejo y el caviar. La gastronomía no solo le sirve de vía de escape sino como una especie de opción de vida. La diferencia con ella estriba en que cuando elige caviar y pollo, los aguacates rellenos no desaparecen de la mesa. Siguen estando ahí. Hace años leí en un artículo de The Guardian, a propósito de esa pulsión culinaria de la autora norteamericana, cómo mientras escribía su famoso poema Lady Lazarus tenía una tarta de limón en el horno; o cómo cuando creó Death & Co. preparaba a la vez su pastel de sopa de tomate. Por las múltiples referencias a él da la impresión de que jamás dejó de cocinarlo.

Picado por la curiosidad me puse a buscar la receta. Creo que he dado con ella. Hay que saltear cebollas en mantequilla hasta dorarlas algo más de la cuenta; agregar carne de ternera picada, ajo y albahaca; espolvorear con sal y pimienta, y una pizca de macis. Subir el fuego de medio a alto; agregar la sopa de tomate (de las envasadas, Campbell es la mejor que conozco) y cocinar a fuego lento durante diez minutos. Dejar enfriar. Precalentar el horno a 190 grados, cubrir un molde con masa, humedecer los bordes con agua fría y rellenar la base del pastel con la mezcla de carne. Tapar con otra hoja de pinchada para lograr aire, untar con mantequilla y hornear durante una hora. Mi curiosidad no alcanza más; cocina de ama de casa americana de mediados del siglo pasado típica de un clásico de todos los tiempos como es Joy of Cooking. Aparentemente no hay nada poético en ello, pero lo primero que hizo Plath cuando se fue a vivir a Inglaterra fue pedirle a su madre que le mandara un ejemplar del libro; lo extrañaba más que cualquier otro. «En lugar de, por ejemplo, estudiar a Locke voy a hacer un pastel de manzana o a repasar The Joy of Cooking, leyéndolo como si se tratara de una novela», dejó anotado aquella poeta depresiva que, invocando sin pretenderlo el humor más negro, eligió la cocina de su casa de Londres para suicidarse, inhalando gas, cuando la vida había dejado ya de ofrecerle opciones y ella estaba cansada de enfrentarse al dilema entre el trabajo y la propia existencia, que todavía hoy atenaza a demasiadas mujeres.

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