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Paraísos en macetas

‘Jardín satélite’ nos hace reflexionar sobre la naturalidad de «lo natural» en una propuesta expositiva que trasciende paredes

Martín Howse, ‘Earthcode’ (2021). | |

Había una vez un conejo verde fluorescente que nunca salió a correr por el campo porque era un bicho raro. Fue en el año 2000 y el animal en cuestión había nacido como una obra de arte ideada por Eduardo Kac, padre del bioarte. Al conejo se le inoculó la proteína de una medusa y, en determinadas condiciones, brillaba en la oscuridad. El animal nunca salió del laboratorio ya que se le consideró un experimento, más que peligroso, controvertido aunque a Kac, reincidente, se le ocurrió, en 2012, introducir su propio ADN a una petunia a la que llamó, como hija suya que era, Edunia.

Me he acordado de esta historia que leí hace tiempo al visitar Jardín satélite, exposición comisariada por Gilberto González y Silvia Navarro —que puede verse en TEA hasta el próximo 26 de septiembre— y que hace máquina artística con otra de sus actuales muestras Para que haya fiesta tiene que danzar el bosque, —sobre la que Alba González escribe en estas mismas páginas— en una especie de dos en una ramificándose por buena parte de su espacio, rompiendo de forma simbólica y literal las paredes para que la visita sea envolvente: no sabes muy bien dónde estás, pero tampoco te importa. Un acierto que da dinamismo a las exposiciones, al igual que esta buena costumbre que está adquiriendo el centro de ir modificándolas con intervenciones puntuales de artistas o la sustitución de unas obras por otras, de manera que invita a revisitarlas y encontrar novedades.

Vuelvo. Lo que plantea Jardín satélite parte de la idea de que la Naturaleza, con solo ser nombrada deja de ser natural. El ser humano ya le ha puesto las manos encima. El conejo luminoso es antinatural pero una finca de plataneras, siento decirlo, también, y de esto es de lo que va esta exposición, una temática que parece ser de especial interés para TEA ya que no hace mucho, en El sauce ve de cabeza la imagen de la garza, se mostró un discurso similar al invitarnos a repensar el paisaje en este sentido.

Edward Goldsmith, fundador y editor de la revista The Ecologist acuñó el concepto de «segunda naturaleza» para plantear la idea de que existió una primera que ha desaparecido como espacio no humano, ha sido abolida y esto que llamamos «natural» es, definitivamente, un constructo histórico, por tanto, contingente. El jardín es el máximo exponente de todo ello ya que constituye, al fin y al cabo, una parcela de Naturaleza domesticada, una recreación en macetas de paraísos perdidos.

Destaco, como pieza estrella de la muestra, Bruciare (1971) un excelente trabajo de cine experimental de Marinella Pirelli. Nos sube a un tiovivo de emociones complejas: desde un primer rechazo ante actos de tortura a hermosas flores pasamos a la vergüenza por no poder apartar los ojos ante la belleza de esta crueldad. Sutilmente nos introduce en un jardín con un ambiente tenso, cargado de cuestiones raciales, de clase y de género resumiendo, bellamente y en silencio, el estruendo social de finales de los 60. Mucho y bueno en pocos minutos.

En la visita destaca la omnipresencia de Orchid disorder (2021) de Yosi Negrín, con sus raíces de orquídeas —una de las flores más comercializadas del mundo— diseminadas por varias estancias en una enrevesada y, literalmente, rompedora búsqueda de orígenes. Lamento decir que, por contraste con la pieza de Pirelli con la que comparte sala, su interesante propuesta pierde potencia y parece sobresalir a base de grandes dimensiones y brillo. Lo tenía francamente difícil.

Panorámica de una de las salas del TEA, que acoge la exposición ‘Jardín satélite’. | | NATALIA MORENO

En la sala contigua Martín Howse presenta Earthcode (2021) —una obra que definiría, para los amantes de las etiquetas, como pieza de land art al revés ¿art land?— en la que el artista realiza un despliegue tecnológico, muchos aparatos y cables, al que podemos dedicar un rato a buscarle sentido pero, opino, lo que resulta realmente interesante es el planteamiento de que el cultivo de cebada sea museable. Creo que la obra ofrece terreno abonado, además de para la cebada, para el debate acerca de la crisis epistemológica que, en definitiva, es de lo que trata Jardín Satélite.

Buena parte de otra sala es ocupada por el trabajo pictórico de Cristóbal Tabares que tiene como protagonista a Isolina, una digna representante de tantas mujeres que construyen un espacio a su medida en un jardín; un espacio tan, pero tan extraño que ocurre esto de que recibes lo que das; algo que fuera de esos verdes límites acontece rara vez porque, la vida, mi niño, es muy desagradecida. Desde lo frondoso de su patio parece estar recomendando a su nieto tener fundamento al salir por la puerta. Este consejo, muy de abuela canaria y tan dicho como desoído, se nos revela ahora con un sentido claro. El colombiano Carlos Fajardo escribió «algo se acaba y es el fundamento». Y es que, en un mundo donde la contingencia es su señal de identidad y el desdibujamiento de las líneas se considera una ganancia vivimos aéreos sobre el nihilismo alcanzado. Recomiendo mucho su artículo Hacia un milenio que amenaza que comienza cuestionando ¿qué no está amenazado por el próximo milenio?.

Salpican la muestra jarrones elaborados por las monjas clarisas que, con virtuosas manos, crearon flores a partir de conchas marinas, restos de seres muertos. Estos trabajos refuerzan el discurso planteado ya que leo estas piezas como un caso de doble naturaleza muerta. Sin embargo, reconozco haberme dormido esa noche con otra matraquilla, la idea de que el devenir del gusto estético los hace parecer, hoy, artículos de bazar chino. Dicho en plata, feos. Aunque como el mainstream los pille, se agotan en cuatro días. Tema este para un texto jugoso sobre nuestro gusto actual, también desterritorializado.

Acabo retomando la historia del conejo fluorescente. Resultó que, en 2008, el Nobel de Química fue a parar a tres científicos por el descubrimiento y desarrollo de la proteína verde fluorescente GFP de la medusa «aequorea victoria». Sí, la misma que se usó para crear la obra de Kac. Pero, claro, esta vez para fines considerados útiles para el ser humano y no para chorradas artísticas que nos recuerden que hemos determinado la evolución de los seres vivos e inertes tras siglos de práctica especista y que, en realidad, al hablar de «lo natural» estamos diciendo nada. Sin duda, ya lo decía Hegel, al pensar el mundo, la filosofía suele llegar demasiado tarde.

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