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Una vida totalmente virtuosa era inconcebible para el bolchevismo

El Estado de la Unión Soviética pretendía ser una hierocracia, con todas las ramas del Gobierno controladas por el Partido Comunista

Las obras de la Casa del Gobierno, casi acabadas. La iluminación era para celebrar el XIV Aniversario de la Revolución en noviembre de 1931. Fotografía incluida en el libro ‘La casa eterna’, de Yuri Slezkine. | | EDITORIAL ACANTILADO

La casa del gobierno y el poder absoluto

Yuri Slezkine elabora un magno estudio de la conciencia soviética a partir del diseño e interioridades del edificio que construyó la URSS para alojar a 2.655 inquilinos, integrantes de la ‘intelligentsia’ y del aparato del Partido Comunista

Mediante el Primer Plan Quinquenal (1928-1932), el gobierno soviético construyó un Estado socialista y nacionalizó completamente la economía. Al mismo tiempo erigió para la nomenklatura del nuevo régimen el mayor edificio de viviendas de Europa. Situado enfrente del Kremlin, sus 507 apartamentos alojaban a 2.655 inquilinos, integrantes de la intelligentsia y del aparato del Partido Comunista. Era la Casa del Gobierno, y el monumental libro del profesor de Berkeley Yuri Slezkine, preparado a lo largo de muchos años de ardua investigación, describe no sólo sus características arquitectónicas, sino la vida política de sus más importantes residentes. Ello esencialmente a lo largo de los años 30, pero también con anterioridad, es decir, durante la época de la lucha clandestina bajo el zarismo, la Revolución de Octubre, la Guerra Civil, el llamado comunismo de guerra (el combate contra la propiedad, el mercado, el dinero y la división del trabajo) y el retroceso estratégico de la Nueva Política Económica (NPE).

Aunque la obra de Slezkine se titula en inglés The House of Government, aquí se ha traducido como La casa eterna, pues tal era el propósito de sus constructores según un relato de Andréi Platónov publicado en 1929: «¡Un edificio eterno de hierro, hormigón, acero y cristal claro!». Oficialmente el edificio se llamaba Casa del Comité Ejecutivo Central y del Consejo de Comisarios del Pueblo.

Sin embargo, el libro al que se refiere esta reseña -un libro apasionante, dicho ya de entrada- trata fundamentalmente sobre el comunismo soviético visto en clave de historia comparada de las religiones. El autor menciona en diversas oportunidades el «agustinismo soviético» y la perspectiva en clave religiosa alcanza su clímax en la narración de los Años del «Gran Terror» (1936-1938, principalmente), sobre todo, en la descripción del juicio y condena de Nikolái Bujarin, sin duda el más importante teórico del sovietismo después de Lenin.

El Estado bolchevique surgido de la Guerra Civil pretendía claramente ser una hierocracia. En efecto, todas las ramas del gobierno -la administrativa, la judicial, la militar y la económica- se hallaban controladas por el Partido Comunista, el cual, observa Slezkine, seguía siendo, como en sus mismos orígenes, una comunidad de creyentes surgidos de la conversión personal. En suma, se trataba de una secta milenarista, y como todas ellas trabajaba de firme para promover lo «objetivamente» (?) inevitable. El libre albedrío y la predestinación resultaban ser una y la misma cosa. El intelectual comunista Aleksandr Voronski pensaba que el bolchevismo era tanto una ciencia de la gobernación como un arte, el de la recuperación instintiva de la belleza original del mundo. Igual, pues, que la religión, con la única diferencia de que el bolchevismo era verdadero. En la misma línea, Bujarin afirmaba que el Partido era una especie de orden monástica revolucionaria. De ahí que el equivalente bolchevique del Primer Concilio de Nicea (la prohibición de las facciones internas en el X Congreso del PCUS) coincidió con un momento especialmente difícil en todos los milenarismos: lo inevitable nunca llega y el fin del mundo se encuentra más lejos de lo inicialmente proclamado. Así, frente al maximalismo de los militantes más milenaristas, el Comité Central hizo adoptar la NPE.

No obstante, el espíritu fáustico del bolchevismo condujo al Primer Plan Quinquenal, cuyo propósito consistía en promover, escribe Slezkine, el cumplimiento de la profecía original creando ex post las precondiciones económicas de la Revolución, o sea, la industrialización del país, que debía además acompañarse de la abolición de la propiedad privada y la destrucción de los enemigos de clase.

Una vez puestos los cimientos económicos del socialismo, la secta se convirtió en una Iglesia, dirigida por una jerarquía sacerdotal. En ella había confesiones y purgas. Las que se sucedieron tras el asesinato de Kírov, secretario provincial del Partido en Leningrado, fueron apocalípticas y liquidaron también a los viejos bolcheviques que poblaban la casa eterna. La «fraternal camaradería» del Partido dio paso a un estado de naturaleza hobbesiano: como explicó un dirigente, cualquiera podía ser detenido por cualquier motivo y obligado a confesar cualquier cosa. A principios de 1937, se ordenó la «liquidación de las consecuencias de la labor destructiva de saboteadores, espías y terroristas». En adelante, ya no habría errores, accidentes o desastres naturales, sino desviación de la virtud como consecuencia del sabotaje de agentes del mal perfectamente organizados. Era el regreso de la lógica de la magia propia de las sociedades tradicionales, la lógica de la caza de brujas y de los chivos expiatorios.

El procedimiento inquisitorial bolchevique, como sus correlatos religiosos, partía de la premisa de que una vida totalmente virtuosa era imposible. Ciertamente, podía conseguirse una reconciliación parcial mediante la confesión, pero, como le dijera Stalin a Bujarin, tras la muerte de Kírov nadie era de fiar. En consecuencia, la sinceridad se había convertido en un concepto relativo y, por tanto, irrelevante. Ahora bien, algo que no queda totalmente claro en el libro de Slezkine es la motivación real de las grandes purgas. Quizá su obsesión por la comparación del PCUS con una secta religiosa milenarista, que rige toda la narración como su hilo conductor, le impida ver más claramente. No se trataba, salvo en la apariencia teatralmente grotesca de los grandes procesos públicos contra los supuestos espías y traidores, de un duelo entre el vicio y la virtud. Eso era lo que se quería trasladar a las masas a través del relato ejemplarizante de los medios de comunicación. Tampoco la paranoia salvaje de Stalin explica por entero la eliminación física de los dirigentes revolucionarios y de la cúpula del Ejército Rojo. Hay algo mucho más determinante: el mantenimiento férreo del poder absoluto y solitario del líder frente al fracaso clamoroso de la colectivización y, en definitiva, de todo el experimento soviético. Slezkine tiene, en cambio, razón cuando sostiene que la invasión nazi de 1941 contribuyó a «justificar» todos los sacrificios anteriores, tanto voluntarios como involuntarios, y ofreció a los hijos de los revolucionarios liquidados «la oportunidad de demostrar, mediante un sacrificio más, que su infancia había sido feliz, que sus padres eran puros, que su país era su familia y que la vida era, de hecho, hermosa, incluso en la muerte».

Tras la Segunda Guerra Mundial, el sistema de gobierno de la Unión Soviética continuó siendo una ideocracia (una teocracia, una hierocracia), y lo fue hasta el final. ¿Por qué, a diferencia del cristianismo y del islam, murió el bolchevismo, y además sólo en el curso de una vida humana (1917-1990)? Al fin y al cabo, escribe Slezkine, la mayoría de las «Iglesias» son vastas estructuras retóricas e institucionales construidas sobre promesas incumplidas. ¿Por qué el bolchevismo fue incapaz de convivir con su propio fracaso?

La conclusión del autor de esta magna obra es que el bolchevismo –la «Reforma» que la Rusia ortodoxa no había conocido– constituyó un intento de convertir a los campesinos en soviéticos, y a los soviéticos en súbditos modernos moralmente vigilantes y dedicados a controlarse a sí mismos. Los medios eran conocidos –confesiones, denuncias, excomuniones y sesiones de autocrítica–, pero los resultados no fueron comparables: los rusos continuaron trazando una línea inamovible entre ellos mismos y una autoridad considerada como algo impuesto desde fuera. La «Reforma» bolchevique no fue un movimiento popular, sino una campaña misionera masiva organizada por una secta lo bastante fuerte para conquistar un imperio, pero sin recursos suficientes para convertir a los bárbaros o reproducirse familiarmente. También cabe una explicación en la línea de Dostoievski, la que proporciona uno de los personajes de la novela «La pirámide» (1994), de Leonid Leónov, quien se pregunta: «¿Acaso no era la misión histórica de Rusia estrellarse desde lo alto de la grandeza de un millar de años ante los ojos del mundo, para prevenir a las generaciones venideras de los repetidos intentos de crear un cielo en la tierra?».

En definitiva, La casa eterna es un libro de historia de la conciencia soviética verdaderamente admirable por su rigor científico, su amenidad literaria y su profundo humanismo.

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