La pianista rusa Yulianna Avdeeva, ganadora en 2010 del legendario Premio Chopin (el hoy superestrella Danil Trifonov quedó entonces en segundo lugar) debutó en Las Palmas en condiciones deplorables. El gran cola Steinway de la Sociedad Filarmónica fue instalado en el salón central del hotel Santa Catalina, cuyo espacio acústico no pasa de un tercio del volumen necesario para un instrumento de esta riqueza, y tiene, además, un durísimo suelo de mármol del que no rebotan limpias sonoridades sino constanes borrones, resonancias mixturadas y confusión. La pianista inició así el programa: evidentemente confusa con una versión casi irreconocible la Polonesa-Fantasía Op.61 de Chopin. La culpa estaba en el aire, no en sus manos.

Es vergonzosa la transhumancia que imponen a la Filarmónica las administraciones públicas de Las Palmas. Una sociedad con 176 años de vida cultural activa, que desarrolla una admirable lucha por la supervivencia, merece disponer prioritariamente de uno de los buenas espacios acústicos de la ciudad y no ser postergada por programaciones con frecuencia imbéciles en las fechas que le dan los grandes artistas contratados. No son muchas pero difunden el prestigio cultural de la ciudad en su naturaleza de entes privados que dan excelencia más genuina que las «colectivizaciones», tantas veces mediocres, sufragadas con dinero público. A modo de consuelo es justo añadir que , en lo que resta de temporada, la Filarmónica no volverá a esa sala, no concebida para la música

Por su parte, la señora Avdeeva traía en programa dos obras de autores secundarios: el superprolífico judeo-polaco Mieczyslaw Weinberg (Sonata num.4 Op.56) y el judeo-ruso Wladislaw Szpillman con la suite.

La vida de las máquinas, vinculados ambos por el hecho horrible de haber perdido a sus a sus familias en los campos de exterminio nazis. El prestissimo del primero y el cantábile del segundo, fueron las piezas más notables de unas escrituras anacrónicas, politizadas o muy seguidistas.

La bomba del programa fue la magistral Sonata numero 8.Op.84, penúltima de las de Prokofiev y demostrativa de su mejor versión: la de un artista cosmopolita, engañado para regresar a la URSS de Stalin y obligado a escribir música barata, hímnica y conmemorativa del «espíritu soviético». En realidad, esta Sonata, uno de los más grandes testimonios de angustia y desesperación de la Historia de la Música, en el que el autor narra fragmentos de su creación de músico libre en contraste con el sufrimiento que el último día de su vida le movió a responder «me duele el alma» a las desesperadas preguntas de su esposa, que le veía morir. Virtuosismo trascendental, apabullante; y dramatismo sonoro que arrancó los bravos del público, puesto en pie. La propina fue una joya: el transparente Preludio de la gota de agua, de Chopin.