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Tomás Morales, centenario 1921/2021 | Una voz con horizonte

Después de Rubén Dario

Es el poeta de la intimidad en los sonetos iniciales y el poeta civil de gran tradición épica; solo que su condesa de Gelves no es otra musa de carne, sino líquida: el mar

De mis islas Canarias —que llevo siempre con su ausencia a mi lado— he recibido un valioso presente: la obra poética de Tomás Morales, el gran cantor del mar, recientemente editada a cargo de El Museo Canario por la fina pericia de Pedro Lezcano.

Pedro Lezcano es como Manuel Altolaguirre, poeta e impresor, muy bueno en los dos menesteres; gracias a él los devotos de la poesía, los viejos admiradores del poeta isleño podemos gustar, en un solo volumen, del valioso encanto de una obra de difícil adquisición, que se había agotado y era poco menos que inencontrable.

Y no sé cómo se las arregló el desvelado don José María Herrera Irigoyen para traer a las inolvidables páginas de su gran revista El Cojo Ilustrado a casi todo lo que de algún relieve existiera en el mundo literario hispanoamericano de principios de siglo; por eso no falta en el gran quincenario caraqueño, entre los poetas canarios, el nombre del autor de Las rosas de Hércules. Sin buscarlo, me lo encontré con el soneto «Mis bodas aldeanas» en el número 1.º de agosto de 1910. Tal vez no sea el único.

Tomás Morales era sin duda el mejor discípulo español de Rubén Darío; la musicalidad, las metáforas, el léxico y hasta los temas del máximo poeta nicaragüense actuaron sobre el poeta canario con deslumbradora atracción, la brillantez y el colorido de Salvador Rueda, el malagueño, a quien tenía Morales por maestro, dieron pauta a su verso, pero las excelencias creadoras del canario situaron a su poesía dentro, sí, del modernismo, pero con un noble acento personal donde la melancolía era espuma sobre el viejo romanticismo y la viva entraña de su alma sobrenadaba el oleaje retórico modernista.

Emiliano Ramírez Ángel recordaba en el Madrid de 1908 un recital que dio Morales de sus versos en casa de Carmen de Burgos, Colombine. En aquella casa de la «calle ancha» de San Bernardo la escritora reunía los domingos a un grupo de literatos y artistas que escucharon sorprendidos la voz de barítono de aquel estudiante de Medicina que se adelantaba entre la figura de Salvador Rueda y las barbas apostólicas de Ruiz Contreras a decir sus versos: «Marinos de los fiordos de enigmático porte / que llevan, en lo pálido de sus semblantes bravos, / toda el alma serena de las nieves del Norte, / y el frío de los quietos mares escandinavos».

En 1908, justamente, Morales publicaba sus Poemas de la gloria, del amor y del mar, que, con otras poesías, sus amigos editarían como primer volumen de Las rosas de Hércules, ya muerto el poeta; este pudo ver en 1919 el tomo II de su obra, para el que Néstor, el pintor de las decoraciones modernistas, hizo hermosas ilustraciones. Néstor fue sin duda un pintor para aquel poeta. La edición de Las rosas de Hércules, por lo demás, recordaba los libros de Rubén Darío que circulaban por aquella época donde las volutas, las sinuosas espirales, los cuernos de la abundancia, las altas letras capitales abultaban una gráfica ampulosidad que no olvidó don Ramón María del Valle-Inclán para el apretado boscaje de su Opera omnia.

Releída en conjunto la poesía de Morales se advierte cómo el soneto juvenil es en él estampa y apunte impresionista, que se transformará en la decoración de la extensa oda descriptiva —hoy sería el gran mural— al estilo de «Oda a las glorias de don Juan de Austria» y las que integran «Los himnos fervorosos»; en estas composiciones las armonías del verso largo, grandilocuente en el léxico, el ritmo y la metáfora alzan las altas notas de una sinfonía solemne. Como Fernando de Herrera, el divino sevillano, Morales es el poeta de la intimidad en los sonetos iniciales o en los versos de la cercanía familiar e íntima y el poeta civil de la gran tradición épica; solo que su condesa de Gelves no es otra musa de carne, sino una musa líquida y sonora: el mar.

El tema que un Salvador Rueda en visiones entusiastas y brillantes trataría, o Rubén en la «Sinfonía en gris» o la altisonante mitología de su «Marina», va a ser cultivado por Tomás Morales de manera insistente, rotunda, orquestal. Bajo una etiqueta modernista, el poeta canario deja ver su gran amor, una actitud sentimental y emocionada respecto al mar, que no se había manifestado en ningún poeta anterior con la hondura que en él. «Al mar —escribe el fino Enrique Díez-Canedo en memorable prólogo— le debe Tomás Morales esa plenitud que muy pronto alcanzó su arte.»

El puerto de Gran Canaria, la taberna del muelle, los viejos marinos que cuentan sus viajes, la lluvia en el muelle, los marinos ingleses que arriban en su nave, los noruegos, la vieja fragata averiada, el lobo viejo de mar, el buque encallado, la noche a bordo, la ciudad desde el mar o el puerto desconocido brindan al poeta unos cuadros marineros demasiado íntimos para significar solo estampas de color modernista. Todavía nadie había cantado al mar de esta manera: «El mar escomo un viejo camarada de infancia / a quien estoy unido con un salvaje amor; / yo respiré, de niño, su salobre fragancia / y aun llevo en mis oídos su bárbaro fragor».

Pero más tarde, el mar sale de las suaves ensenadas de estos sonetos melancólicos para ofrecernos el enorme espectáculo de su plenitud. El poeta, en tonos grandilocuentes, que recuerdan la actitud —y sólo la actitud— de un Jacinto Verdaguer, evoca el mar mitológico del dios Neptuno y las divinidades clásicas marinas; pero si lo comparamos con el mar de Pedro de Espinosa, el poeta del siglo XVI, poblado asimismo de nereidas y delfines que arrojan blanca espuma por las narices, lo que en Espinosa es línea clásica grecorromana se transforma en Morales en barroquismo helenístico. Consciente de su misión de gran rapsoda, el poeta canario pide a la usanza de los antiguos épicos favor a las Musas.

El mar es visto desde los comienzos del mundo, al punto de ser dominado por el hombre con la construcción de una de sus obras maestras: la nave, ella sirve de pretexto al poeta para ensalzar el trabajo de los hombres de mar de todas clases. Aquel salvaje amor de los poemas de antaño se añade ahora en la espléndida «Oda al Atlántico»: «El alma en carne viva va hacia ti, mar augusto. / ¡Atlántico sonoro! Con ánimo robusto, / quiere hoy mi voz de nuevo solemnizar tu brío. / Sedme, Musas, propicias al logro de mi empeño: / ¡Mar azul de mi patria, mar de ensueño: / mar de mi infancia y de mi juventud… mar mío!»

Tal vez ese mismo mar que envuelve a las Islas en medio de los caminos del mundo le haya hecho gustar a uno de sus mejores hijos ese aire cosmopolita, que se siente atraído por las tiendas de los turcos, el liberalismo de «Britania máxima», el silencio cortés de los indios de Bombay y los ojos de ópalo de los marineros del norte europeo; pero su raíz hispana se ahínca en el menudísimo y delicioso mundo del barrio señorial de Vegueta en Las Palmas, con su aire limeño, y en el que pudo perder uno de sus chapines aquella René Palma de las coqueterías modernistas del gran venezolano Andrés Eloy Blanco.

En la entraña de la cristalería formal de la escuela a que perteneció, de algún verso infeliz con su pecado para la buena fonética, Tomás Morales sentía con el alma en carne viva su noble arte y es, a la hora de los inventarios, su autenticidad quien lo salva, una vez que se aparta de la ganga circunstancial. Fue sin duda uno de los pocos buenos poetas modernistas que sobrevivieron al maestro Darío y creo que en su verso los dioses olímpicos se despidieron con toda dignidad de la Poesía.

(*) La filóloga y ensayista canaria (Tenerife 1909-2011) publicó este artículo en el diario de Caracas ‘El Universal’ el 22 de octubre de 1957.

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