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Tomás Morales, centenario 1921/2021 | Una voz con horizonte

Ante un nuevo centenario

El autor de ‘Las rosas de Hércules’ representa la máxima expresión del modernismo español

Tomás Morales (a la izquierda), junto a un grupo de amigos en Las Canteras.

Cualquier reflexión, siquiera sea muy sintética, sobre la obra de Tomás Morales con motivo del centenario de su muerte ha de examinar de entrada, a mi ver, la cuestión de su posteridad. En alguna ocasión señaló Juan Ramón Jiménez: «Un poeta, el más grande, no suele tener más de veinticinco años de actualidad (la de ideas, costumbres y sentimientos de su época de formación), y luego, si ha valido de veras, su solitaria permanencia, su dinámica posteridad indestructible». Estas palabras parecen invitarnos a distinguir entre «actualidad» y «posteridad» como conceptos y realidades perfectamente separables y, para el poeta andaluz, separadas o sin conexión estricta.

No estoy del todo seguro de ello, sin embargo. Si es cierto que un poeta —y cualquier ser humano— tiene un período de formación muy concreto, la «actualidad» no posee el mismo valor ni la misma significación en todas las épocas. En otros términos: la «actualidad» de Garcilaso, la de Góngora o la de Bécquer, en sus respectivas épocas, han sido muy distintas a la «actualidad» de Rubén Darío, la de Unamuno o la del propio Juan Ramón Jiménez en las suyas: los tiempos no han corrido siempre de la misma manera. En cuanto a la posteridad —la valoración que períodos históricos sucesivos hacen de una obra literaria o artística—, las palabras de Jiménez deben ser objeto de varias matizaciones. Aquí es donde, cada vez que pienso en este aspecto decisivo de la significación histórica de un escritor o de un artista, recuerdo siempre una conocida reflexión de T. S. Eliot: «Hay pocas reputaciones que se mantengan del todo constantes a través de las generaciones; ninguna reputación conserva siempre exactamente el mismo lugar: es un mercado de valores en continua fluctuación».

En este significativo momento de la posteridad de Tomás Morales como es el centenario de su muerte, no tengo más remedio que remitirme a lo que ya he venido señalando en distintas ocasiones desde que empecé a estudiar su obra. Estamos acostumbrados, ciertamente, a que la historia no siempre equilibre el reparto de sus dádivas y sus favores, e incluso a que abandone a su suerte, durante largos períodos, obras enteras que —recuérdese sólo el caso de Góngora, menospreciado durante dos siglos— se encuentran en lo más alto de la poesía hispánica. Sin embargo, es preciso también mirar la otra cara de la moneda, y notar que la historia, decididamente, nada suele determinar por sí sola: la mayor parte de las veces se apoya en el esfuerzo de críticos, ensayistas e investigadores para situar a un escritor del pasado (dejemos ahora a un lado a los del presente) en el lugar que le corresponde. Y aun así —recuérdese—, nada es «indestructible» ni «definitivo».

No hay antología en la que la obra de Morales no aparezca, véase por ejemplo la célebre ‘Mil años de poesía española’

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A mi juicio, la obra de Tomás Morales representa, junto al primer libro de Antonio Machado, la máxima expresión del Modernismo poético español, su voz más reconocible. No soy el primero que piensa de esta manera, y que de esta manera lo dice. No puedo aquí justificar con la extensión necesaria un juicio como este; me veo obligado a remitir a algunos trabajos míos sobre Morales, especialmente a los estudios que figuran al frente de sendas ediciones de Las rosas de Hércules (Santa Cruz de Tenerife, Interinsular, 1984; Barcelona, Mondadori, 2000). Ni la obra de Manuel Machado, ni la de Marquina, ni la de Villaespesa, la de Rueda e incluso la muy breve, pero curiosa y notable, obra poética de Valle-Inclán (en la que existe, por cierto, más de un eco textual de Poemas de la gloria, del amor y del mar) me parecen tan poderosamente características del espíritu modernista español y de su significación histórico-literaria como la de Tomás Morales. Si insisto en la excepción de Antonio Machado es porque Soledades. Galerías. Otros poemas constituye, sin duda, una obra muy representativa de la vertiente más hondamente simbolista del Modernismo español.

En un trabajo de 1996 que titulé La recepción crítica de los Poemas de la gloria, del amor y del mar, de Tomás Morales (Philologica Canariensia, núm. 2-3), mostré que pocos libros recibieron en la época una acogida tan entusiasta como el de nuestro poeta. Poemas de la gloria, del amor y del mar fue, en efecto, considerado —cito— «la revelación de una poderosa personalidad poética», un libro que situaba al lector ante «uno de los más altos vuelos líricos de la nueva generación». Vieron la luz en aquel mismo año de 1908 dos libros de Salvador Rueda, La procesión de la naturaleza y Lenguas de fuego; tres de Villaespesa, El mirador de Lindaraja, El patio de los arrayanes y El libro de Job; dos, en fin, de Juan Ramón Jiménez, Elegías puras y Elegías intermedias; ninguno de ellos contó con la veintena de comentarios, casi todos entusiastas, que recibió el libro de Tomás Morales.

En su «actualidad», así pues, el prestigio de nuestro poeta estaba fuertemente asentado entre sus coetáneos. Morales revalidaría ese prestigio en 1919, con la publicación del libro segundo de Las rosas de Hércules. En el prestigioso suplemento Los Lunes de El Imparcial, Gabriel Alomar habló de «un magnífico libro de versos», y Enrique Díez-Canedo, en El Sol, de una «genuina, entusiasta, resonante poesía». Sin embargo, el prematuro fallecimiento de nuestro poeta (a los 36 años) y la publicación del volumen primero de Las rosas… en 1922 ocurrieron en un momento de profundas transformaciones en la escena literaria española, una escena en la que los lenguajes de la vanguardia (singularmente el ultraísmo) llevaron a la poética modernista a una especie de muerte súbita. Se prefirió así ignorar, de manera profundamente injusta, el hecho de que la matriz renovadora de los lenguajes de la poesía hispánica moderna se halla en el Modernismo, y no en otro lugar. La situación era, por otra parte, paradójica, pues es conocida la completa debilidad del ultraísmo, que no produjo a un solo poeta de verdadera importancia.

El realismo social que se impuso en nada favoreció a su poesía, de ahí que su libro cumbre no tuviese el eco deseado en 195

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Aunque con ciertas excepciones en las que no podemos detenernos ahora, la Guerra Civil española y los duros años de la postguerra condujeron a una realidad cultural bien diferente a la de preguerra. El realismo social que se impuso desde una izquierda crítica ideológica y estéticamente dogmática (cuyo emblema fue la conocida Antología de Castellet en sus dos ediciones) en nada podía favorecer un espacio de escucha para la poesía de Morales; más bien todo lo contrario. De ahí que la reedición de Las rosas de Hércules en 1956 no tuviera el eco deseable. Únicamente la llevada a cabo en 1977 por Barral Editores (que yo tuve ocasión de comentar en la revista barcelonesa Destino en ese mismo año) supuso un cambio de rumbo no ya en la «actualidad», sino en la «posteridad» de esta obra. La Nota del Editor de ese volumen —probablemente escrita por el propio Carlos Barral— contiene, junto a no disculpables errores, unas palabras que vale la pena recordar ahora: «Convencidos de que la obra de Tomás Morales merece ser reinsertada en el mundo de referencias de los lectores de poesía estrictamente contemporáneos, emprendemos esta reedición a la espera de una posible edición crítica». Estas palabras ponían el dedo en la llaga, es decir, venían a centrarse en la cuestión clave: Las rosas de Hércules era un libro necesitado de una edición al abasto, lo mismo que estaba necesitado de un esfuerzo de divulgación crítica que llamase la atención sobre esta poesía tanto en el momento adecuado como en los lugares adecuados.

Fue un paso decisivo en relación con la «posteridad» del poeta canario. La ediciones posteriores a la de Barral (entre ellas las mías) se inscriben en este nuevo momento de su recepción, en el que todavía nos encontramos. Aunque es mucho aún lo que falta por hacer en lo que respecta a la difusión de esta obra poética, estamos ya lejos de la preterición sufrida por el poeta durante no pocos años. Lo demás es bien conocido. No hay antología valiosa de la poesía española en la que la obra de Morales no esté representada. Véase por ejemplo una de las más célebres, Mil años de poesía española, editada hace poco por Francisco Rico, una antología que se quiere exigentísima, en la que Morales figura justamente entre León Felipe y José Moreno Villa. Precisamente porque «la tradición —según Rico— está regida por la ley del péndulo, que hoy adora a unos poetas y mañana los desprecia», sabemos que, contra lo que pensaba Juan Ramón Jiménez, no existe una «posteridad indestructible»; sabemos, por el contrario, que «ninguna reputación literaria conserva siempre el mismo lugar», para decirlo con Eliot. Ni siquiera, nótese bien, la reputación de las antologías que se quieren exigentísimas, y que de hecho lo son sólo en una medida más que relativa.

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