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Tomás Morales, centenario 1921/2021 | Una voz con horizonte

El océano incorporado

Eugenio Padorno plantea ciertos puntos de encuentro de ‘Las Rosas de Hércules’ con el pesimismo de Quesada

Tomás Morales La Provincia

Yo fui el bravo piloto de mi bajel de ensueño;

argonauta ilusorio de un país presentido,

de alguna isla dorada de quimera o de sueño,

oculta entre las sombras de lo desconocido…

Muchas veces timonel, pero también pionero en el cambullón de metáforas, que mira en simetría al entrecejo del mar y los navíos, pocos poetas se han dado en la órbita hispana (y no digamos en la española, con tantos vates decimonónicos dados a “la garrulería y la tiesura”, según Octavio Paz) que hayan tocado tan de frente la excelencia del ideario modernista. Morales se ajusta, en efecto, al doble imperativo de Darío: Escribir “no como los papagayos cantan, sino como los águilas callan”, y desobedecer su legado: “Quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro”, dijo el nicaragüense, quien propulsó su estética innovadora cuando nacía Morales -y Quesada y Torón, con dos años de diferencia los tres, a mediados de los años 80 del XIX-. Nunca he entendido por qué se les tilda de posmodernistas, como si se tratara de una hornada menos en Canarias, por unos cuantos lustros de distancia, que, cuando haya perspectiva histórica, no serán nada. Pues cumplen, como en pocas, con los atributos de una verdadera generación (ese artificioso invento que, desde el 98 a los posnovísimos, nació y murió con el siglo XX), por su espontánea amistad, pero, sobre todo, justamente, por su compacta afinidad modernista.

¿Qué tendrán que ver entre sí los puntuales escoramientos propiamente modernistas de sus tres mejores cultivadores del ruedo ibérico, Valle-Inclán, Antonio Machado y Unamuno –quien, por cierto, llamó a Darío “indio con plumas”-? Nuestros tres modernistas insulares, que asumen, además, el aliento y el influjo de aquellos, forman una extraordinaria tríada hegeliana, en la que, a riesgo de ser reduccionista, Morales representa la tesis de la vehemencia luminosa; Quesada, la antítesis umbría y apesadumbrada, y Torón, la síntesis, impresionista y claroscura, acaso con reminiscencia romántica.

Más exacto sería señalar que son el trípode de resistencia crítica frente al inerte entorno social, que cantan y descantan (esa nostalgia del presente, tan cara al Modernismo) al incipiente progreso del Puerto de la Luz y la ciudad comercial. Y lo hacen a pie de muelle, como primigenios estibadores portuarios de los signos modernos (si bien aupados, no conviene olvidarlo, al noray de Domingo Rivero). Con todo el océano por delante, es un trabajo ímprobo (que exige una fuerza hercúlea, justamente), embalando las olas en una serie única, y cuyas ondulaciones infinitas les permite vivenciar en carne propia, casi literalmente, la sagaz definición que, hablando de Darío, hace Octavio Paz del Modernismo: “Un movimiento cuyo fundamento y meta primordial era el movimiento mismo”. De ahí lo incesante –y convulso- de sus poéticas, y acaso también lo cuantioso de sus obras, de una creatividad casi sobrehumana, teniendo en cuenta –en los casos de Morales y Quesada- la cortedad de sus vidas.

Y claro que se desvían, para ser ortodoxos con el solitario Darío. Atento a su axioma inexorable, “Quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro”, Morales da casi explícita cuenta aquí de cómo se aparta para buscar el suyo propio:

Acaso un cargamento magnífico

encerraba

en su cala mi barco, ni pregunté

siquiera;

absorta mi pupila las tinieblas

sondaba

y hasta hube de olvidarme de

clavar la bandera.

Hay un inquietante cambio de registro en este soneto, que cierra la tercera sección del Libro Primero de Las Rosas de Hércules. Uno de los más simbólicos y reflexivos, más deslizantes, y, por así decirlo, más cóncavos, como el interior de una nave. Es significativo que cierre el libro, a modo de descanso hercúleo, y de un epílogo metapoético. Por la mayor parte de su producción, Morales encarna –ya lo hemos dicho- el arquetipo brioso y luminoso. Su desvío va hacia adentro: de sí mismo y de la propia tradición insular, como quien coge carrerilla para dar luego el do de pecho hacia el exterior, hacia “el sonoro Atlántico”. De un viaje, Morales ha aterrizado ya la vista de pájaro de Cairasco sobre los “promontorios” y “senos” del espacio isleño; mejor dicho, ha amerizado el dron insular del canónigo, situándose a la orilla del incipiente muelle, para, por vez primera, humanizar el mar, y, frente a frente, igualarlo e igualarse, auparse a los hombros del océano y montarlo él luego a pela. “El mar es como un viejo camarada de la infancia”, define con aparente ingenuidad y neutralidad, para abrir otra cara senda secular, desde El mar tocayo mío, de García Cabrera, por ejemplo, a “su soledad, tan parecida a la del hombre”, de Eugenio Padorno.

Morales persigue hercúleamente achicar el océano a toda costa, incorporarlo definitivamente a su estatura humana, atusarle las greñas olorosamente atlánticas, sentirse él mismo su simétrico camarada. Más hondo a este respecto, Alonso Quesada realza y tizna la carga simbólica de su definición: “Y el mar… como invitando a lo imposible”, mientras Saulo Torón reconoce, más colorista, que “el mar es a mi vida / lo que al hambriento el pan”.

Pero Morales se las ve de frente con “el viejo camarada”, que, a diferencia de él mismo, no envejece. Y en el soneto de marras se percata de ello, como si acabara de pasar un súbito nubarrón. El cantor de “los cien pabellones” y de “las parlas de todas las naciones” y de “la policromía de todas las banderas”, comprueba ahora, consternado, que “hube de olvidarme de clavar la bandera”, es decir la de su propia voz. Con infrecuente vigor decaído, se presenta en pasado: “Yo fui el bravo piloto de mi bajel de ensueño”. (El bajel como bajío, y como el ánimo embajonado de un navío ya sin brío).

Y llegó el viento Norte, desapacible y rudo;

el vigoroso esfuerzo de mi brazo desnudo

logró tener un punto la fuerza del turbión;

Ahora, en el primer terceto, ha querido recobrar las fuerzas hercúleas, pero, al siguiente, aparece el extravío, la derrota, mostrándonos el poeta, inusitadamente, las espinas de las Rosas:

para lograr el triunfo luché desesperado,

y cuando ya mi brazo desfallecía, cansado,

una mano en la noche me arrebató el timón ...

En su imprescindible Algunos materiales para la definición de la poesía canaria, Eugenio Padorno repara en este singularísimo y grande soneto de Morales, emparentándolo con el lamento de Palinuro de La Eneida virgiliana, condenado a remar en el infinito naufragio. Un ascendente, en realidad, de su propio Palinuro atlántico, interpretándolo razonablemente como una constatación moralesiana del “final biográfico de una juventud”.

El mar gana a la postre la partida, porque mientras su correspondiente camarada de la infancia ha envejecido, él mismo permanece incólume, en realidad sin edad, inmortal. Morales se aproxima aquí a Quesada, lo que no hace sino subrayar el aherrojamiento de las mareas de la condición insular; y desde luego lo inextricable de aquel trío de ases, que (procedentes de las dos inseparables alas del águila riveriana, de la hoguera y la ceniza) logró por una vez aunar, en la lírica de las Islas, modernidad, universalidad y cosmopolitismo. Lo que vendría después está entre el silencio y el ruido.

‘Postdata’: Frente a la secular oposición entre lo lumínico de Morales y lo sombrío de Quesada, como si en términos psicosociales encarnaran, respectivamente, el germen de la conciencia colectiva y del inconsciente colectivo de la modernidad poética insular, Eugenio Padorno hace este pertinente veredicto, nunca antes escuchado, sobre el autor del soneto de marras de Las Rosas de Hércules: “Tomás Morales, poeta a quien se le atribuyen escasas dotes para incursiones en ámbitos ideológicos, pasaría a ser reconocido como poseedor de una sensible conciencia crítica que, aparentemente atenta a los logros de la musicalidad, ha sabido captar por la vía irracional del mito la queja más humana y dramática de la lírica insular”.

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