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Tomás Morales, centenario 1921/2021 | Una voz con horizonte

“El rumor de los élitros”: Susurros y revoloteos

La Naturaleza de Tomás Morales siempre se me ha desvelado como ese contraste que existe e n la nervadura de una hoja: delicada y combativa

Retrato de Tomás Morales, Eladio Moreno, 1905.

Súbitamente, la ensoñación es atacada de manera febril y agresiva por imágenes ignotas y perímetros de recuerdos emborronados. ¿Qué pasaría si los colibríes olvidasen cómo volar? Imagina que, por un momento, se vieran obligados a detener su frenético y afanado aleteo. Sus continuos intentos por mantenerse suspendidos y estáticos en la bóveda celeste se verían mermados y les consumiría el pensamiento de poder caer, precipitados, a una tierra despiadada y polvorienta. Y no recordaran cómo intentar levantarse de nuevo o cómo batir una vez más sus alas a tal vertiginosa velocidad. Y no pudieran evocar más esa emoción fruto de un vuelo estático, y a la vez enérgico, donde el tiempo y la gravedad se detienen. Y vivieran con el temor de olvidarse de tanto, y de tantos sueños, hasta de sus propias reminiscencias. Pero, entonces, es ese anhelo de volver a sentir dentro de ellos los más de mil latidos por minuto que su corazón es capaz de emitir lo que les permitiría soliviantar tal pérdida y empezar, en otro intento, a agitar sus alas, ya transformadas en “élitros”. Así, el zumbido de ese vivaz aleteo se vería transformado en un lejano “rumor de élitros” fosilizados.

No sé. Últimamente detesto las idas y venidas de unas folías sempiternas que se empeñan en recordarnos quiénes somos, quiénes hemos sido y que, muy valientemente, se atreven a vaticinar quiénes seremos. Todo son remordimientos, olvidos e inquietudes y perdones y redenciones que nunca llegan y que fustigan incesantemente unas alas rotas y reconstruidas. Desde el momento en el que me tropecé con la imagen del “rumor de los élitros” de “Canto subjetivo” de Tomás Morales, me he convertido en un espécimen más macarrónico y vetusto. Élitros: esas protecciones endurecidas y algo robustas que protegen unas alas frágiles, livianas e iridiscentes capaces de revolotear por la vida sin que les preocupen la velocidad, la altura o el tiempo. Y, ese sonido que despiden al plegarse y extenderse, ese abrir y cerrar, similar al momento en el que los párpados lloran al alcanzar el ocaso, nos torturan, nos recapitulan y nos subrayan, de manera incansable, los trances por los que nuestra existencia ha viajado.

Y, ¿qué verán esos colibríes petrificados desde las inmensidades del cielo? Mar y brumas azotadas por turbiones, estrellas, astros y lunas fúnebres que convierten el paisaje en un cementerio de élitros plañideros, todos sonando al unísono y recordando que, debajo de ese infinito, se extiende un océano de amores que no fueron, de corazones que no vivieron, de infancias que no conocieron y de nieblas que nunca se extinguieron. La Naturaleza de Tomás Morales siempre se me ha desvelado como ese contraste que existe en la nervadura de una hoja que, aun en otoño, conserva algunos ápices de tonos glaucos. A la vez delicada y a la vez combativa, con nubes que juguetean a ser traspasadas por unos rayos de sol recalcitrantes e insistentes. Y los colibríes, pobres míos, se encuentran congelados en ese confín que media entre las dos Naturalezas: la del alma y la del universo. Un náufrago con élitros, que ha perdido su esencia, sus alas, y ha acabado completamente abatido por un frenesí de desolaciones, de memorias y de búsquedas. Sus “rumores”, ya letárgicos, siguen sonando, como ese “eco de cien ecos remotos” del mecer de las olas, ora tranquilas, ora histéricas.

¿Y qué son los recuerdos sino ese colibrí que cuando es joven aletea con vigor y que, cuando arriba a su particular poniente comienza su merma? Cada vez más lento, más aletargado, más letárgico, y sus alas metamorfosean de un arcoíris a una elegía. Una penitencia que arrulla al ser humano con unas carantoñas seductoras que le atrapan y le aprisionan de alba a crepúsculo. ¿Cómo escapar de este destino febril e impertinente? Una redención, un perdón, una autocompasión que no existe, que se crea, y que muy difícilmente se hallará. El fulgor de los recuerdos en la Naturaleza no supone ya un recurso poético, sino una misericordia en el arte del poeta. Si el colibrí pudiera, por un momento, deshacerse de esos élitros que han apagado sus poderosas hélices y volver de nuevo a renacer, ¿volvería a sumergirse en el mismo confín?, ¿volvería a llegar al mismo final?, ¿volvería a escuchar melodías de “bandolines de plata” o le ensordecería el runrún de sus alas muertas? ¡Qué melodía tan impertinente! Y a la vez, ¡qué melodía tan irremplazable!

Y el colibrí, finalmente, cae y se sepulta bajo una marabunta de esquinas y alhelíes, de instantes y canciones, de “labios” “cinabrio escarlatas” que le acurrucan y le hostigan. Los élitros han conseguido sobrepasar la misión que les fue encomendada. Ya no protegen unas alas tornasoladas y eufóricas, sino que las han inmovilizado, las han amordazado, hasta hacerles perder su total movilidad. A menudo los recuerdos nos abruman, nos paralizan y nos enclaustran. La Naturaleza nos sepulta, es nuestra salvación, benevolente y penitente, nuestro reflejo y nuestra refracción. Somos memoria y reminiscencias, símbolos y metáforas, hipérbatos y metonimias, “aquilinas locuras”, “Sol en el triunfo de la Naturaleza”, “ensueños heroicos”, “tardes de otoño”, “piratas de homérica osadía” que recitan odas eternas a un mar esquivo y sin horizonte. Somos colibríes cuyas alas han sido amordazadas y fosilizadas por unos élitros autoinmunes. Y al final, solo quedará el rumor de esos élitros. Un “canto subjetivo”. Y nada más.

Canto subjetivo

Yo amo el sol en triunfo de la Naturaleza

los ensueños heroicos de las eras triunfales

y las tardes de otoño, que tienen la tristeza

de las cosas ingenuamente sentimentales.

El rumor de los élitros y el agua de la fuente

-la eterna letanía de las viejas quimeras-

que con amor, a veces, y otras indiferente,

voy uniendo a mis rudas canciones marineras.

El mar tiene un encanto, para mí, único y fuerte;

su voz es como el eco de cien ecos remotos

donde flotar pudiera, más fuerte que la muerte,

el alma inenarrable de los grandes pilotos...

Alma de los turbiones y del grueso oleaje,

que el misterio marino de iniciaciones puebla,

que silba con la lira sonora del cordaje

y calla en el silencio de los días de niebla...

Yo sé de los piratas de homérica osadía,

y aprendí sus historias, más grandes que ninguna,

cuando, viajero en sueños, pasé en su compañía

las noches del Adriático, claras como la luna.

¿Y después? Fueron brumas y fue un ignoto abismo

de incomprensibles seres y extraña arquitectura;

y ahondando en su misterio y en mi profundo mismo,

divisé el inquilino perfil de la locura...

Él me guió hasta el seno de su raro firmamento:

horizontes al brillo de una imposible aurora,

donde caí; mas, luego, pasó el enervamiento

y olvidé, y olvidando volvió a tomar mi acento

la serena tersura del agua fluidora...

Como tras la blasfemia viene el remordimiento...

Ellos me redimieron, y así mi fantasía

juzga a todos los hombres de un uniforme modo:

para aquellos que no aman en mi filosofía

tengo el gesto benévolo que lo perdona todo...

Y si veis que mi alma, a menudo, comete

el pecado de ingenua, no os burléis, se concibe:

soy como un buen abuelo que ha robado un juguete

por contentar al niño que en nuestras almas vive...

¿Y el amor? Fue el más noble de mis cantos añejos:

yo ensalcé de los besos el manantial sonoro,

el cinabrio escarlata de los labios bermejos

y el lunar espectáculo de los cabellos de oro...

Sé que han de ser crueles los venideros días,

porque, en el breve espacio de mis veintidós años,

desbordé del espíritu todas las alegrías

para que en él cupieran todos los desengaños.

Por eso sé ser triste y, en ocasiones, fuerte;

y en medio de mi escudo pondrá mi fe ilusoria:

el hacha de abordaje que sabe de la Muerte

y el bandolín de plata que espera de la Gloria....

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