La Provincia - Diario de Las Palmas

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La incontaminación de la pintura

La capacidad de Valme García para sugerir transmite lo valores de un lenguaje puro

Hay vidas artísticas que transcurren serena y seriamente al margen del rebumbio mediático que se ha convertido, quizás un poco menos, en estos tiempos sobrios de pandemia, en una peligrosa envoltura para el arte, cuyo misterio ha de sorprendernos en el “silencio quieto”, tal como reza el título de esta retrospectiva. Valme García Morán, es una de esas pintoras que desde la discreción y la constancia no han dejado de presentar y comunicar su obra cuando ha sido necesario, rehuyendo el deleznable territorio del currículo a cualquier costo, de la sobreexposición, de la exteriorización continua, de la oportuna presencia y apariencia. Sé de lo que hablo.

Esta sabia distancia se ha conjugado con un cierto hermetismo de su imagen pictórica, algo que a mí me parece una gran virtud. La capacidad inherente de la pintura, que es ilusión de ilusiones, de resistir a la fácil e inmediata interpretación, pareciendo, a priori, muy sencilla. La capacidad del arte para aludir y sugerir, transmitiendo al espectador los valores de un lenguaje puro, en parte arcaico, en parte futuro, en todo caso, un sistema de significación que ninguna mirada ni el paso sucesivo del tiempo con sus múltiples miradas, disminuirá. Esta fue la fascinación que yo sentí ante la pintura de Valme hace casi treinta años.

‘La tierra es azul como la naranja’ anuncia ya, con la sorpresa magrittiana del título, una experiencia más allá de los límites

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Recuerdo que ese sentimiento lo transmitía la intensidad de su paleta, que impactaba con una fuerza casi sonora, y que en sí ya encerraba toda una sintaxis de la imagen. Y ese color interior, ligado al espíritu de la forma y no a su efecto externo que conduce a los enredos del virtuosismo descriptivo, era encapsulado por formas de gran definición. Una pintura nacida del color determinando la forma y no un color recreado para describir la imagen verosímil de lo real. Este punto de partida, y este quizás era el secreto, no tenía como objetivo la alineación estilística con las tendencias contemporáneas del arte que tanto nos han hecho sufrir, a críticos y artistas por igual. Nacía de la inocencia y de la no contaminación, de la percepción de ideas y emociones que se expresaban por necesidad de un proceso interior, sin objetivos ni remuneraciones preconcebidas.

Este proceso, sin embargo, no se produce en el vacío. Precisamente en esta exposición hemos podido abarcar su génesis al contemplar dos versiones de un mismo paisaje, Barranco de Azuaje de 1967 y Barranco de Azuaje de 2019. Valme elabora una imagen expresionista y sintética de este simbólico lugar en términos pictóricos formales en el primero de los paisajes, que después se aquilata en formas, líneas y colores en el segundo. El paso del realismo semi-abstracto al simbolismo lírico-geométrico.

Otro recordatorio fundamental que nos proporciona El silencio quieto lo hallamos en los lienzos de la década de 1970 (1980 inclusive), que constituyen una de las inflexiones memos conocidas de su obra pictórica. En Plantas que se adormecen de 1977, Metamorfosis de la primavera y Barca en soledad ambos de 1980, advertimos dos cosas. La primera, la influencia “filtrada” del surrealismo clásico que afloró en la estética de la Escuela Luján Pérez, marcando la imagen de pintores como Julio Viera y Jorge López (otros, por conocer, como Tomás Padrón), y la segunda, y más determinante, la visión de una biología oculta percibida desde el subconsciente. Una emoción de la semilla y la germinación que se manifestará las imágenes que representarán a la familia. Estos paisajes inusualmente puros en su pos-surrealismo anticipan futuras perspectivas simbólicas, en las que el color y la forma remplazarán la figura y el dibujo. La inquietante “lejanía cercana” de estos horizontes oníricos, perfectamente degradados en sus tonos verdes y grises, nos hablan de un considerable dominio técnico de la pintura. Este sutil control se trasladará, posteriormente, a la nitidez de las formas sobre el vacío o hacia la reproducción de elementos similares en el acotado espacio del lienzo. A series como, Islas: Espacios límite y a los bosques y animales de Imago mundi.

La «inquietante lejanía» de los horizontes oníricos nos hablan de su dominio técnico de la pintura

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Los cuadros de La tierra es azul como una naranja anuncian ya, con la sorpresa lingüística y magrittiana de su título, una experiencia más allá de los límites y los conceptos. La fruta del bodegón clásico, preciosista en su definición, con todos los atributos de la superficie clásica -luz, sombra y textura- vuela liberada por los cielos o se posa en la tierra para generar radicales contrastes al pie de montes y montañas. Esta “geometría lírica”, como una vez me referí a ella, abre un nuevo idealismo purista cuyas luces evocan la intensidad meridional de Jorge Oramas. Pocos años después, Valme expone los lienzos de Un instante en el tiempo en que, de alguna manera indecible, como si de vasos comunicantes se tratara, retorna a sus primeros paisajes oníricos, en clave, ciertamente, más oscura. Unos misteriosos cubos reflectantes en el primer plano se conectan a otras formas cuadradas que dominan el horizonte, en una impenetrable relación metafísica. Correspondencia simbólica más propia de la música que de la pintura, variaciones cromáticas de las notas que la partitura cifra.

A principios de este siglo, la pintora rompió con estas líneas pictóricas paralelas y comunicantes para prorrumpir en jubilosas cascadas de animales. Perenquenes juguetones entrando y saliendo de tinajas, lagartos reptando en tropel, ranas saltando a centenares, camellos en hierática procesión, tabaibas y palmeras en islas feraces. De repente, los paisajes de los símbolos y de los sueños eran arrollados por seres vivos. No por nosotros y nosotras, los seres humanos, sino por los animales de la tierra. Valme ensayaba un nuevo humanismo que pocos, más allá de una armonía y belleza superficial, lograron comprender. Imago mundi me resulta, ahora, toda una revelación, por la pureza del retorno al Edén que relata, por el candor sin complejos ni estrategias, por el valor de pintar a las pequeñas criaturas del planeta. Creo que la serie Ámbito, también intentaba hacer un tanto de lo mismo con respecto a la ciudad, a los espacios urbanos que tanto degradamos de las más diversas maneras, tanto físicas como mentales. La ciudad reconstruida como “ciudad de la luz”, utopía personal y arquitectónica. A través del arte, Valme ha ejercido, no sé si sabiéndolo, una de sus grandes funciones taumatúrgicas. La búsqueda plástica de lo ideal en un lugar rigurosamente privado, mas, abierto y coral.

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