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Para tres, ‘La hijuela’

Marcos Hormiga rescata el crimen de Antonio Berriel Jerez en La Matilla (Puerto Cabras), un hombre influyente, con bienes y de los vencedores

Marcos Hiormiga. | La Provincia

La crónica negra de los pueblos está repleta de crímenes que se han fijado en el imaginario popular no tanto por lo espectacular de su ejecución o lo espeluznante de sus resultados, sino por una serie de circunstancias que no es posible asentar exclusivamente en la víctima ni su verdugo, pues giran en torno a una suerte de literatura imprecisa, connotativa y de naturaleza oral, llamémoslo así, que cabe situar en las periferias temporales del suceso, en ese antes de las causas y en ese después de las consecuencias.

En La Matilla, una localidad del municipio majorero de Puerto del Rosario (Puerto de Cabras por las fechas que nos ocupan), se cometió un crimen el 15 de octubre de 1941. Alguien le quitó la vida con tres disparos a Antonio Berriel Jerez, un hombre con cierto poder en aquel pequeño lugar (en la actualidad tiene 150 habitantes). Se cuenta que sus dominios iban más allá de sus codiciados bienes y sus influyentes amistades y contactos. La guerra fratricida había terminado y él estaba en el bando vencedor.

Sobre lo que siguió al homicidio va la última novela de Marcos Hormiga, La hijuela (Mercurio Editorial, 2021): sobre el acto, sí, también, es inevitable que se mencione; pero ante todo sobre una sociedad en permanente vigilancia que acusa y asiente en silencio, y que muda y resignada acepta las vicisitudes que traen consigo los nuevos tiempos que corren, marcados por la posguerra y la naturaleza inclemente de la dictadura que se acaba de establecer; y sobre un sistema judicial que se nos antoja injusto por su arbitrariedad; y sobre una certeza aún no declarada y una herida que aún no se ha cerrado, aunque la mayoría de sus protagonistas ya no estén entre nosotros y se haya dado rienda suelta al incierto trote de las versiones orales, tan repletas de medias verdades como de mentiras absolutas, tan supeditadas a las impresiones como volátiles con lo que es demostrable.

La hijuela se asienta, por un lado, en un hecho cierto y bien documentado: el camino jurídico que trae consigo el asesinato de Antonio Berriel Jerez; y, por el otro, en unos personajes que deambulan entre lo veraz y lo verídico. A estos dos pilares que sirven para edificar el relato cabe sumar el espacio, que es absolutamente real y fácil de identificar, detallado con naturalista precisión; y el hecho de que los entornos social, cultural e histórico que fundamentan la narración sean reconocibles sin dificultad. Con estos haberes, es inevitable pensar que estamos ante un texto que no cabe ubicar dentro de la ficción, lo que no es cierto: Marcos Hormiga ha compuesto una novela que, como tal, no tiene deudas ni sujeciones con la verdad, pues toma de ella lo que quiere, cambia lo que le parece, elimina lo que desea.

No es el título que nos ocupa un reportaje de prensa extenso ni es una pieza divulgativa acerca de los modos de actuar de jueces, policías y militares ante un asesinato durante los primeros años de la dictadura franquista; tampoco es un breviario moral sobre lo que es o no bueno. Aunque sea difícil no reconocer su adscripción a estos géneros a tenor de la cantidad de datos contrastados que, tras una larga y ardua labor de documentación y selección, ha situado con exquisita precisión en el relato el escritor, lo cierto es que lo enumerado no ayuda a clasificar la obra.

Asumida la ficción, tampoco tenemos muy claro dónde situarla. Un asesinado colorea de negro la tipología literaria a la que podría pertenecer la novela, pero en su deambular La hijuela escapa a otras fijaciones: no se investiga el crimen; no hay protagonistas destacados ni en la fila de los héroes (policías, detectives, marinos mercantes jubilados…) ni en la de los villanos; no hay un planteamiento que conduzca a descubrir las consecuencias que provocan las causas… Nada. Los estándares del género negro no están presentes.

La injusticia se sustenta sobre la convicción de sus responsables de que el caso está juzgado y sentenciado

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Reconozco que no sé dónde colocar La hijuela. En mi afán lector y filológico por situar el texto en algún lugar del catálogo, me ha ido seduciendo la contemplación del producto como una ficción antropológica que indaga en la arbitrariedad que atesora el concepto de justicia, una noción que viene condicionada en la novela por un entorno donde resulta muy difícil no identificar el paisaje con el estado de ánimo quienes lo contemplan. Hay un marbete omnipresente durante la lectura en el que se puede leer la voz “desgana”, que siento entremezclada con otras: “condena”; “destierro”, tanto físico como mental, etc.

El mismo ambiente seco, árido y exánime que envuelve el entorno y la actitud de los que realizan las gestiones judiciales y policiales, desde el papeleo hasta las torturas, es el que se ha sabido trasladar a una expresión literaria que parece mimetizarse con el lugar y sus gentes. Todo es sobrio, esencial, sosegado; con una cadencia a la que terminamos acostumbrándonos hasta el punto de que se llega a tener la impresión de que, en realidad, el crimen no importa y el proceso judicial, el leitmotiv, tampoco porque presupuestamos que tendrá el grado de deformación esperable dada la época. En el crimen de La Matilla, la injusticia se sustenta sobre la convicción de sus responsables de que el caso está juzgado y sentenciado; y que todo lo demás (el procedimiento, las vistas, los informes, los interrogatorios…) no es más que un paripé necesario para que no quepa duda alguna de que hay un Estado que vela por sus ciudadanos.

El trasunto de sensaciones que van inundando la lectura tiene en el narrador la pieza más cotizada del título. Él (o ella), omnisciente, nos selecciona lo que considera pertinente que sepamos. Da la información justa para que sea posible hilvanar un conocimiento de los hechos sustentado sobre fundamentos y conclusiones particulares. Rellena los huecos que los funcionarios no han cumplimentado en los documentos: los de los pensamientos y las impresiones, los diálogos y los actos privados. Insisto en que estamos ante una novela y, en consecuencia, la verdad debe relativizarse porque puede ofrecerse sesgada y alterada sin que sea posible echar en cara al autor que difama o hay dolo en su actuación.

El inmejorable título del producto es un ejemplo de esta buscada y asumida ambigüedad propia de quien tiene claro que su rol no es el de historiador ni de juez. La primera parte del relato empieza y termina con la mención a una notaría. Según el DRAE, una “hijuela” es un ‘documento donde se reseñan los bienes que tocan en una partición a cada uno de los partícipes en el caudal que dejó un difunto’. En el léxico majorero, tiene la consideración también de pequeño terreno, como el que pudo regalar al Movimiento en el primero de los dos actos notariales que tenía previsto realizar la víctima antes de su muerte. A la acepción jurídica y topográfica del término se le añade una de naturaleza afectiva. Frente al fedatario, deja caer el testador la existencia de una hija cuya paternidad no ha reconocido de manera oficial. Piensa en la conveniencia de que también reciba algo como heredera. A ojos de la comunidad y, sobre todo, de los garantes de la moral de la época, ¿quién sería esa pequeña sino una “hijuela”, dando por válido el carácter despectivo del sufijo?

Si determinamos que el título conduce a la familia de la referida hija, asumible es pensar en el honor mancillado como causa del asesinato; si lo asociamos a sus bienes, quizás debamos fijarnos en los que se pueden sentir beneficiados o perjudicados por el presente y futuro de este patrimonio. ¿Nos da alguna luz la obra sobre las expuestas deducciones? El asesino (o asesina) sabía que Antonio Berriel, la noche del crimen, no asistiría a la habitual partida de naipes y que estaría solo en su finca. Pero en la extraordinaria realidad novelesca esto importa muy poco. Da igual cuantos hilos unamos y amarremos, el relato acaba no descubriéndonos las autorías y dejando la duda en lo más alto, hasta el punto de conceder a la propia víctima el beneficio de un genial monólogo donde se pregunta por qué lo han matado.

Ahí, en ese planteamiento del caso, en ese contar sin resolver y ese ofrecer sin concluir, se halla a mi juicio la principal valía de un producto que recoge el resultado de años de investigación plasmados en una escritura que atrapa y que, sin ataduras genéricas de ninguna clase ni sujeciones con la verdad, ha sido capaz de reproducir y fijar para siempre aquello que hasta ahora se ha aceptado como parte de esa ya aludida literatura imprecisa, connotativa y de naturaleza oral que se ha venido trasladando de generación en generación sobre el crimen de La Matilla, así singularizado, con ese determinante que todo lo concreta (“el crimen”), a pesar de que, quizás, no fue el más espectacular en su ejecución ni el más espeluznante por sus resultados.

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