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‘Diarios’ de Chirbes: la mirada dura y sin sordina

A los seis años de su muerte, Anagrama saca a

la luz una obra que impacta por su sinceridad

Rafael Chirbes.

Mirar sin adornos, sin sordina en los ojos, nos predisponía Rafael Chirbes en sus novelas, aquellas que, como Crematorio o En la orilla, le trajeron con tardía crueldad el meritorio reconocimiento de gran escritor. Ese modo de mirar frontal, directo, corrosivo y desesperanzado, cargado de incertidumbres, es el que Chirbes volcó en sus Diarios que ahora, seis años después de su muerte, publica Anagrama en una primera entrega y que impacta por ese modo feroz y duro de su escritura sin revestimiento ni disimulo alguno. La realidad tal cual del Rafael Chirbes hombre y escritor. Estos Diarios suponen una suerte de desnudo integral del personaje, por exigencia del propio guión que se autoimpone Chirbes para ofrecer sin trucos de magia un contingente de notas, reflexiones, vivencias, comentarios y críticas que de una u otra manera nos desvelan el andamiaje de que se sirvió para construir sus escritos y, de manera mas descarnada, su mundo interior y los temas que le afectan, las relaciones sentimentales, las eróticas y también las amistosas, los placeres del sexo desenfrenado que siempre buscó en su condición de homosexual, del consumo de drogas y alcohol y también del peso de la amistad la felicidad, el amor.

Esta primera entrega de los Diarios se inicia en 1985, con un Rafael Chirbes con 36 años, que aún no había arrancado su carrera de novelista, que sería en 1988 con Mimoun, y alcanzan hasta 2005, con 57 años, cuando estaba a las puertas de escribir Crematorio, en 2007, la novela que le consagró definitivamente. En los Diarios, -cuadernos en su lenguaje interno- Chirbes se muestra con la honradez intelectual que le caracterizaba y ante las dudas que siempre le acechaban sobre su condición de escritor, volvía siempre «a la modestia de estos cuadernos que no son para nadie». Se nos muestra también como un hombre súper exigente consigo mismo y con los demás. Era implacable para sí y para todos. No le gustaba la complacencia. Creía que la adulación y la falta de exigencia no conducían a nada y este era un principio que aplicaba siempre. Eso le lleva a cruentos ajustes de cuenta consigo mismo y con otros muchos, a mostrar sus dudas existenciales permanentes de un hombre que nunca se sintió a gusto ni con quien había sido ni con quien era. Sueña que lo que ha querido toda su vida es ser escritor. Cree que le falta valor, «pero es confianza lo que me falta». Y le conmueve la necesidad de escribir y le duele no poder hacerlo. «Llevo días sin escribir. Me siento vacío, vacío, vacío», escribe tras varias semanas sin hacerlo. La literatura, su permanente condición de lector que le lleva a tener entre manos tres o cuatro libros a la vez, aflora una y otra vez en estos cuadernos: «Apabullante Musil y su El hombre sin atributos; «termino la relectura de Moby Dick’ agobiado por su grandeza. ¿Cuántas veces la he leído?».

Balzac y Dostoiesvki son sus grandes referencias: «Conozco pocas novelas tan soberbiamente construidas y concluidas como El idiota». Y se conmueve leyendo y releyendo a Proust, a Galdós, Baroja, Marsé, Martín Gaite o Corpus Bargas. También hay pequeñas lapidaciones a la «simplicidad» de Belén Gopegui; al «cosmopolitismo de pie forzado» de Muñoz Molina; a la «actitud deshonesta» del crítico literario Ignacio Echevarría; a Eduardo Mendoza: «no me gusta nada» o al «descabellado recital de lenguaje macarra» de Pérez Reverte en su novela Cabo Trafalgar.

Por encima de estos ajustes, Chirbes se empeña en definir la figura del escritor en la sociedad y en esa búsqueda intelectual se inserta la búsqueda de sí mismo: «En el escritor hay una molesta mirada de cazador, de ave rapaz, de chamán, de gurú, de brujo», pero junto a ella está también la idea de que el trabajo de quien escribe consiste en «abrir la mirada a territorios que permanecen en penumbra». Su brillante tono literario, lo mejor de su prosa en estos cuadernos se vuelca en las bellas descripciones de las ciudades que visita, donde París, a la que acude una y otra vez, recibe sus mejores halagos. Más allá, durante una gira literaria de mes y medio por Alemania en otoño de 2004, recorriendo Berlín, Munich, Friburgo, Bremen, Stuttgar, Karlsruhe o Colonia, leemos pasajes memorables y de gran belleza sobre la arquitectura, o los paisajes otoñales de esas ciudades. El mundo del cine es otro de sus amores. Son brillantes sus comentarios sobre Chaplin, Mankiewicz, Visconti, De Sica, Fellini, Rosellini, Martín Patino, Ford, Wilder, Tarkovski o Bergman. Nada que le interese queda fuera de estos cuadernos. Tampoco sus relaciones sexuales donde es despiadadamente sincero y explícito al contar sus sórdidos encuentros casuales con otros hombres en un cine o en recintos frecuentados por homosexuales. Mas aún su relación con François, su novio francés, muerto de sida en 1992: «el primer día que lo penetré, gimió de dolor (...) las palabras del ceremonial, rituales ‘me notas dentro? Sí, noto el calor de tu polla. Me quemas.’ Eyaculamos juntos». Los cuadernos muestran también ese continuo vaivén en que vivía permanentemente, esa especie de montaña rusa con episodios de tranquilidad y gozo junto a otros muchos de decaimiento, postración y depresión. Así, después de doce años viviendo casi aislado en Benidoleig viene la depresión. «Noto que la literatura ha perdido toda coloratura para mí. Lo peor de todo es que fuera de ella estoy a la deriva. Nada me anima a seguir viviendo. El sufrimiento lo ocupa todo, no deja tiempo libre para nada más». Está mal y cree que «han vuelto los síntomas que me llevaron a un intento de suicidio en la adolescencia. Soy incapaz de fijar la atención en nada, no como, no duermo….». Se suceden después los graves episodios de vértigo y pérdida del equilibrio que le llevan al hospital. En fin, aunque sus deslumbrantes novelas son el reflejo más fiel de su portento literario, estos diarios no resultan innecesarios y tienen entidad por si mismos y permiten completar ese mundo amargo de sus novelas, esa visión pesimista del mundo donde, pese a ello, está también la visión del amor como último reducto redentor, aunque difícil de alcanzar.

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