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Jekyll & Hyde envenenados en el paraíso

La novela de Domingo-Luis Hernández encierra la clave de un personaje que se transforma y que no es como todos han creído y creen que es

Domingo-Luis Hernández. |

Teodoro Raúl Sosnowsky se dirige a su hermana Aída para exponerle hasta qué punto su naturaleza es más cruel e indómita de lo que ella piensa. La absurda encerrona que le tendieron con el fin de poderle culpar del asesinato de su hermano Amauri, a quien en el fondo quería ver muerto porque deseaba a su mujer, Ascirna Lombardi, y su endeble posición dentro de los millonarios intereses que su familia gestiona, debida en buena medida a la pobre valoración que hacia él tienen los suyos, lo anulan hasta el punto de que se considere que su desaparición es una salida que a todos conviene, incluso a él mismo.

Jekyll & Hyde envenenados en el paraíso

Jekyll & Hyde envenenados en el paraíso Victoriano Santana Sanjurjo

Con estos sucintos trazos argumentales arranca Veneno en el paraíso, la última novela de Domingo-Luis Hernández, recientemente publicada en Mercurio Editorial. Las encorsetadas etiquetas de «crimen», «negocios sucios», «infidelidad», «thriller», etc., que surgen al instante en la memoria lectora y que pueden servir para ubicar la obra dentro del género narrativo enseguida pierden su sentido cuando observamos que, a partir de la situación expuesta, la clave del discurso se halla en la evolución psicológica del protagonista, quien va paulatinamente transformándose al tiempo que interioriza que, en realidad, él no es como todos han creído y creen que es. Esta metamorfosis hacia el mal vendrá de la pócima con la que se gesta una venganza que tiene en el punto de mira a su familia, a lo que le rodea y, de algún modo, a él mismo, a lo que fue cuando era Teodoro Raúl. Para ser testigo del cambio y verse como nunca antes, se somete a una profunda cirugía plástica en Barcelona que le conducirá a que en su cuerpo habiten dos seres que se contemplan mutuamente: el ya mentado T.R. y un renombrado administrativamente Juan Pedro Quirós Castañeda.

El mito literario de la doble identidad que representan los personajes del Doctor Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson adquiere en esta extraordinaria novela de Domingo-Luis Hernández una perspectiva que, a mi juicio, es destacada en la medida que viene condicionada por el entorno, la isla de El Hierro, el paraíso. Ahí, en ese mágico lugar, se depositará la voluntad de un necesario desquite que se espera liberador y que en la obra se pergeña como un reto intelectual, como un producto que exige del lector una posición activa y vigilante con el devenir del héroe. Atento a la condición de narrador que ostenta, el personaje principal consigue —mérito indudable del autor, claro está— «manipularnos», redirigir el avance de la lectura de manera que se trasladen los centros de atención en función de las transformaciones del protagonista, de ese breaking bad que le hace pasar de ser una marioneta, un evidente don nadie, a ser un líder capaz de ningunear al cabecilla de una banda de lugareños hasta conseguir transfigurarlo en un simple baladrón.

Con los antecedentes de un crimen que, a pesar de su interés, no cometió; más la constatación de una perjudicial maniobra empresarial-familiar en su contra y la posterior necesidad de un gran cambio de aspecto realizado en Barcelona, lo que empieza como una declaración de venganza de Teodoro hacia su hermana Aída, que parece estar planificada cuando llega a El Hierro, comienza a diluirse durante la escena del taxi del puerto hasta el hostal, donde el protagonista contesta de un modo poco claro, diría que provocador, a las preguntas del conductor. El lector se ve arrastrado a una conversación desconcertante que lo desactiva en la medida que el móvil de la estancia en la isla canaria desaparece. La lectura sigue magnetizándonos (siempre será así); pero algo va modificándose en el recorrido por las magníficas páginas de Veneno en el paraíso.

El mito de la doble identidad adquiere otra perspectiva extraordinaria condicionado por el entorno del Hierro

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Al llegar al hostal de Sofía, cuanto ha sucedido en el trayecto desde que atracó en La Estaca pasa nuevamente a un segundo plano, junto con todo lo que envuelve a los Sosnowski (aunque la destinataria del narrador continúe siendo la citada Aída), pues con la encargada de la hostería se inicia una relación y una línea discursiva que rompen los esquemas de un leedor que (tomándome como ejemplo) presupongo fiel a la idea de que es la venganza el leitmotiv de la historia. Si eso es así, ¿por qué las escenas con el taxista y con la recepcionista adquieren tal grado de singularidad? Lo «normal» (importa el entrecomillado) sería el desarrollo del ajuste de cuentas, pero eso no ocurre. Soy yo y somos los lectores quienes entramos en una suerte de torbellino de la relatividad cambiando esos centros de atención antes apuntados. Nuestra condición se ve transformada al tiempo que se modifica la del personaje principal.

El encuentro en la tasca con Miguel Gómez y sus camaradas, desencuentro más bien, vuelve a desplazar las anteriores prioridades. De algún modo, nos hemos olvidado de Aída y damos por acabadas las tensiones verbales en el hostal. Del bar se pasará al compadreo y a las bromas pesadas del protagonista con el grupo; luego al hallazgo y cercanía con una Ana Gómez que, sin salir de ese impulso «transmutador» que parece imperar en la novela, cabe ver como la alter ego de Ascirna; y, en torno a ella, la rivalidad con el citado Miguel (padrastro de la joven, a la que dio sus apellidos y de quien se aprovechó sexualmente) y el arrimo de Ángel Zával, miembro destacado de la pandilla, arrastrando consigo la mortificación de una decisión errónea: «Si aceptas, seré definitiva e incondicionalmente tuya; si dudas, no», le dijo la madre de Ana, con la que mantenía una relación, cuando le declaró que estaba embarazada, que el hijo no era suyo y que jamás le descubriría quién la preñó. Él, nos cuenta el narrador en la novela, «se enfadó, se confundió, la insultó, la ultrajó, la negó y la abandonó».

No se metamorfosean solo Teodoro Raúl/Juan Pedro, Miguel-valiente/Miguel-humillado, Ángel-déspota/Ángel-arrepentido, Ascirna en Ana, etc. El propio lector también se ve inmerso en un proceso de paulatina transformación a medida que se amolda al devenir de la novela sin plantear si la venganza tendrá o no lugar, si mereció la pena o no la estancia herreña del protagonista, si los amores que se recuerdan y los odios que no se olvidan tienen alcance suficiente para justificar las acciones del personaje principal y de cuantos le envuelven en una historia que, lo confieso, me resulta fascinante, pues posee el encanto de enganchar sin conceder permiso alguno a la comodidad, a ese relajo de las descripciones y los detalles prescindibles que no aportan nada relevante salvo un incremento de la materia que ha de leerse. A pesar de que en Veneno en el paraíso no hay ocasión para el remanso, qué perceptible es en la experiencia de su acceso el aroma de lo poético, de esa pauta retórica que cubre las hojas del tomo y que suavemente nos lleva a preguntarnos, al finalizar el proceso lector, en qué medida la obra de ficción no se ha transformado a sí misma volviéndose un ejercicio simbólico de naturaleza moral sobre ese cúmulo de identidades y actitudes que atesoramos y que muchas nunca llegan a mostrarse como son porque, al contrario de lo que le sucede al protagonista de la novela, no prueban el brebaje que nos habría de convertir en ese Hyde que tan lejano a nosotros declaramos que está.

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