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Canarismos

El que hizo la ley, hizo la trampa

Luis Rivero | Canarismos

Desde la Antigua Roma, y probablemente desde mucho antes, «desde que el mundo es mundo», los encargados de hacer las leyes han despertado cierta desconfianza entre el pueblo. Así se intuye de este aforismo latino que reza: «Inventa legem, inventa fraude» (que viene siendo traducido como: «Hecha la ley, hecha la trampa») y que es el origen de esta máxima de ámbito universal. En fórmulas similares se registran en distintas lenguas del entorno cultural del español y en las islas toma carta de naturaleza con la forma de uso común que dice: «el que hizo la ley, hizo la trampa».

El proverbio nace en el ámbito forense como sentencia de contenido sociojurídico que transmite un juicio de valor y una creencia muy arraigados en el vulgo, esto es, la convicción de que «los que hacen la leyes» (los políticos, los legisladores, los gobiernos…) son grandes conocedores de los intereses que hay detrás y, por ende, de los entresijos y artimañas que a la postre sirven para quebrantarlas. Pero también advierte de esos atajos o vacíos (legales) que permiten sortear su cumplimiento por parte de cualquier persona avisada y conocedora de éstos. Es decir, de aquellos que cuentan con las herramientas del conocimiento y el ingenio para buscar una brecha que propicie eludir la norma.

La máxima, en su sentido original («hecha la ley, hecha la trampa»), interpretada desde un punto de vista forense, puede tener un sentido venial, toda vez que el elaborar una norma supone también diseñar sus excepciones y exenciones o, implícitamente, se crean las antinomias contenidas en sus preceptos. Lo que hace de ello un terreno abonado a las interpretaciones torticeras o a la inaplicación de la regla que se puede traducir, en cierto modo, en un «fraude de ley». Se puede referir también a cuando a un abogado con pericia, aprovechando la imprecisión o la ambigüedad del texto, recurre a una interpretación sagaz o sesgada y logra eludir una obligación legal que de otro modo hubiera supuesto una carga para los intereses patrocinados. Y es en estos casos en los que, ante la admiración, el estupor o la sorpresa del defendido, podemos escuchar el dicho: «el que hizo la ley, hizo la trampa», para referirse a que casi siempre, con maña y astucia, se termina encontrando un resquicio para salir del atolladero. Pero el aforismo latino se ha popularizado en el curso de los siglos y tal como lo conocemos («El que hizo la ley, hizo la trampa») viene a afirmar que quienes aprueban las leyes (o por cuenta de quienes se hacen) son los primeros en incumplir las propias normas que imponen, casi siempre en beneficio propio. Lo que apunta directamente a la latencia de intereses espurios, cuando no perversos —según esta creencia popular— propios de la corruptela y los abusos de poder

Esta es seguramente la significación más extendida y que induce a la suspicacia que suscitan las esferas de poder, de las cuales, presumiblemente, emanan las leyes. Tal consideración sociológica viene a implicar un uso subrepticio de los mecanismos legales. Lo que incita y confirma la desconfianza hacia «los poderosos» y las instituciones que nos gobiernan. Pero la crítica feroz a la que es la principal estructura coercitiva del Estado no parece trasmitir una intención de subvertir un orden establecido, sino que sugiere una soterrada actitud del que mira con recelo, pero con mansedumbre y sumisión, l estado cosas que critica, porque así ha sido siempre y así será (puede ir acompañado a veces de un conformista: «Esto es así»).

A esta visión de equiparar la ley con una trampa no son ajenos el folclore y la literatura popular. Y como de «muestra vale un botón», del otro lado del Charco, nos llegan ecos en estos versos del Martín Fierro de José Hernández: «La ley es tela de araña,/ y en mi ignorancia lo explico,/ no la tema el hombre rico,/ no la tema el que mande,/ pues la rompe el bicho grande/ y sólo enrieda a los chicos».

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