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Amalgama

Los decrecentistas

Juan Ezequiel Morales

Está de moda el cambio climático, y todo su tesauro de mentiras, auspiciadas por organismos internacionales de dudosas intenciones, mala praxis científica, aprovechamiento del ovejunismo de las masas dirigidas por medios de comunicación de pensamiento único, y riego trillonario de subvenciones para quienes sigan las consignas. Como consecuencia de ello, ha llegado el decrecentismo cupeiro, por ser representativo y principal en las políticas de la CUP catalana. Por ejemplo, ya en 2017, los cupeiros proponían a Oriol Junqueras acciones en favor de limitar el crecimiento y asumir las tesis del movimiento decrecentista. El propio Juan Carlos Monedero, profesor de sociología y presunto agiotista, ya reconocía que «hablando de decrecimiento no se ganan elecciones», de donde los decrecentistas han quedado circunscritos, por lo pronto, a Cataluña y a la Barcelona de Ada Colau. Pero nos llevamos una sorpresa cuando vemos que detrás de esta parranda de gandules hay una base compleja, trabajada por un economista que no milita en la izquierda, ni es ecologista por moda, sino que es un cerebro que definió homomórficamente lo que es la termodinámica y la entropía aplicadas al campo económico. Se trata de Nicholas Georgescu-Roegen, perseguido por los mayores contaminadores del planeta, los comunistas. Nació en Rumanía y falleció, en 1994, en Estados Unidos, y su obra cumbre fue The Entropy Law and the Economic Process, de 1971, donde estableció fundacionalmente la termoeconomía, y que la segunda ley de la termodinámica conduce los procesos económicos en el sentido de que la «energía libre» en un sistema económico se dispersa y se pierde, generando un déficit en ese sistema.

Nicholas Georgescu-Roegen se doctoró con el famoso estadístico Karl Pearson, autor del Coeficiente de Pearson, y fue alumno preferido del economista Joseph Schumpeter, en Harvard. Regresó a Rumanía en 1936, y se encontró en medio de las guerras totalitarias comunistas y fascistas, visitó a Friedrich Hayek en la London School of Economics, hizo sus pinitos en política de la mano del Partido Nacional Campesino, y escapó huyendo de una muerte comunista gracias a sus amigos judíos. En 1948 ya estaba de regreso a EEUU protegido por Wassily Leontief, en Harvard. Esta víctima de los comunistas, sin embargo, creó todo un corpus de economía ecológica, colaboró con el Club de Roma en los años en los que el club empezó a alertar de las catástrofes inminentes por los desequilibrios del ecosistema provocados por el humano (primer informe, Los límites del crecimiento”, 1972, Club de Roma). Georgescu-Roegen empezó a criticar duramente al Club de Roma por no ser más atrevidos, y pretendía generar una «bioeconomía» que propalara el decrecentismo con urgencia. Georgescu-Roegen horripilaba de la economía clásica como comportamiento robotizado para conseguir el máximo beneficio a través de un crecimiento económico ilimitado sin estimar el equilibrio mediombiental, como ocurre en el pantagruelismo de la bolsa, donde cada año cualquier empresa que quiera sobrevivir tiene que ganar más que el anterior, en una enloquecida espiral hacia un final de agotamiento definitivo.

A la hora de aplicar la termodinámica a la ecología económica, propuso el cuarto principio de la termodinámica: «Durante el uso de materiales, siempre hay una parte que se degrada y que es imposible de recuperar, ni con los métodos más futuristas de reciclado». Georgescu-Roegen propone, pues: disminuir gradualmente la población, desmecanizar la producción de bienes de consumo («todo automóvil Cadillac producido en cualquier momento significa menos vidas en el futuro», decía). Hay factores ilimitados como la energía solar, gestionados junto a factores limitados como son los materiales y minerales del planeta utilizados por y para el humano. Hablaba de «crímenes bioeconómicos» cuando se cambia de coche o de teléfono o de casa, o se tiran los zapatos porque tienen el cordón roto (el decrecentista Institut d’Études Économiques et Sociales pour la Décroissance Soutenable propone evitar los kilométricos viajes de todas las mercancías, relocalizar las actividades y que la producción se sitúe cerca del consumidor, programar la agricultura en cercanía a la población, penalizar el gasto publicitario, moratoria sobre la innovación tecnológica, y adopción de un estilo de vida más frugal que reduzca la adicción al consumo).

En fin, Georgescu-Roegen critica tanto la economía neoclásica como el marxismo en tanto espantosos derrochadores de los recursos naturales, llama la atención acerca de que cuando se habla de «producción» y de «consumo» no se tiene en cuenta el efecto entrópico. La tierra es un sistema termodinámico cerrado que, en principio, no parece interaccionar con el resto del universo, hay minerales en la corteza terrestre y hay energía solar, la abundancia de ambos es asimétrica y genera la diferencia entre la vida agrícola rural y la vida metropolitana, de donde la velocidad tragona de la urbe siempre someterá a la tranquila vida rural. Y en este sentido critica a Marx por su inopia teórica. Los conflictos se generan como efecto de la lucha biológica por los materiales para vivir, las clases dominantes siempre usarán la fuerza con los gobernados, y esta dinámica continúa igual con el comunismo, dice Georgescu-Roegen. Con una visión pesimista del futuro humano, porque lo ve víctima de la entropía, Georgescu-Roegen se convierte en una Greta Thunberg, pero en serio, no en modo payaso. Prevé un «espasmo biológico» y un final de la humanidad. El tema se vuelve bastante complejo, pero la intuición de un Apocalipsis está, incluso, en nuestro inconsciente colectivo, como lo está esa sospecha de que somos seres para la muerte, ya sea porque lo dice Heidegger o una peluquera de La Isleta.

Los cupeiros, Ada Colau y los podemitas llevan razón en el decrecentismo, pero su mezquindad pasando por alto la incuria asesina de quienes se impostan como salvadores, nos hace preferir el holocausto apocalíptico de la humanidad a los campos de concentración y de trabajo y los fusilamientos de estos polpotianos especialistas en acabar con el problema demográfico matando a los que no son de su cuerda. El lío está montado, pero los decrecentistas terminarán ganando, o provocando una singularidad, porque la humanidad ha pasado de 600 a 7.000 millones de individuos, el crecimiento del conocimiento tecnológico es exponencialmente superior, y todo ello no es gratis: Memento mori.

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