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Canarismos

La vejez no tiene cura

Luis Rivero | Canarismos

«En el principio…», el hombre habitó en el paraíso donde tenía asegurado el sustento con el fruto de los árboles que allí se encontraban. No le fue impuesta más interdicción que la de comer el fruto del árbol de conocimiento del bien y del mal, so pena de causarle la muerte. No obstante, cuando la pareja primigenia infringió este veto, los dioses vieron con recelo el hecho de que el hombre se había «convertido en uno de ellos»; entonces temieron que en cualquier momento pudiera comer del fruto del árbol de la vida y «viviría para siempre» (le-‘olam, es la expresión original en hebreo). Tal difidencia hizo que fueran expulsados del Edén. Desde entonces la humanidad no ha dejado de buscar la inmortalidad negada por los dioses. Esto es, al menos, lo que cuenta el relato antropogénico del libro del Génesis. Pero la búsqueda de la inmortalidad, del elixir de la vida o de la eterna juventud no ha sido un sueño exclusivo de la cultura judeocristiana, sino común a distintas tradiciones desde la Antigüedad. De ello habla precisamente la Epopeya de Gilgamesh, un extenso poema acadio que narra el periplo y aventuras del rey Gilgamesh, que reinó en Uruk durante 126 años. En el antiguo Egipto, los faraones acariciaban la idea de que la vida eterna les esperaba en un «universo» post mortem, el «planeta de los dioses». El Libro de los muertos habla de este viaje celestial, del «agua de la vida» y del «alimento de los dioses». La misma idea subyace en los relatos hindúes del Soma, una planta que los dioses habrían traído a la Tierra desde los cielos y cuyo extracto propiciaba inspiración, vitalidad y la inmortalidad. Como mismo los alquimistas en la Edad Media se empeñaron en la búsqueda de la panacea universal que curaba todas las enfermedades y donaba la vida eterna. Se dice que fue la aspiración de encontrar la fuente del «agua de la vida» la que alentó al mismo Alejandro Magno en sus viajes y conquistas.

Pero volviendo al mito judeocristiano, y a propósito de la inmortalidad, la «eterna juventud» y la vejez del hombre, parece ser que hubo un tiempo en el que la longevidad de los seres humanos era la norma. Buena prueba de ello está en la larga vida de los patriarcas antediluvianos desde Adán a Noé que —según la Escritura— vivieron cientos de años y entre los que destaca el caso de Matusalén, del que, con 969 cumpleaños, se dice que fue el patriarca más longevo de la historia. Lo cierto es que tras el «complot» perpetrado por los dioses en respuesta a que el Adam no respetara la prohibición de probar el fruto del árbol del conocimiento, los Elohim establecieron un límite genético —podríamos decir— para el común de los mortales de 120 años. [Así se infiere del libro del Génesis 6,3: «Mi espíritu no durará por siempre en el hombre, porque es carne; solo vivirá ciento veinte años»]. Y es a partir de aquí cuando disminuyen notablemente las expectativas de vida de los patriarcas bíblicos posdiluvianos (como sucede con Abraham que viviría 175 años o el mismo Moisés que habría vivido 120 años). Lo cierto es que más allá del debate filológico de si el término hebraico le-‘olam (que aparece en Génesis 3,22) debe ser traducido como ‘eternamente’ (’vivir para siempre’) o como ‘durante mucho tiempo’, es decir, ‘longevidad’, no parece que los hombres hayan gozado jamás de los efectos del elixir de la vida eterna, así como discutible es que los dioses poseyeran este don. Esto, por una parte, ha contribuido a alimentar el mito de la inmortalidad, pero también la desesperanza de los hombres en una esperanza «de vida eterna». Paralelamente, los monoteísmos han acrecentado la ilusión de una eternidad post mortem como premio a una vida piadosa y ejemplar. Y así es como los sueños de «una eterna juventud» se han desvanecido, generalizándose la convicción de la imposibilidad de alcanzarla. Hasta concebir la vejez como algo inevitable y asociada a los males y achaques propios de una edad avanzada. En el inconsciente colectivo pesa como una losa la creencia de que la senectud es en sí misma una enfermedad causada por el envejecimiento celular o por el peso de los años. De ahí este dicho que escuchamos a menudo en Canarias y que exclama entre el lamento y la resignación: «La vejez no tiene cura». Pero como al isleño nunca le faltan la socarronería, larga a veces aquello de: «A burro viejo, todo son mataduras», para referirse precisamente a los achaques y limitaciones propios de la edad.

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