La Provincia - Diario de Las Palmas

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En la bruma de la isla

Celebro los 90 años de su confabulación con la duda y agradezco sus cuadros inteligentes, tan útiles para aprender a mirar y sentir la paz

Cristino de Vera, ‘Ventana al sur de Tenerife’, 1987. Colección de Arte CajaCanarias

Algo ha ocurrido y pido excusas, estaba con los recuerdos y empezando el texto y una tecla me ha traicionado, o quizá no le estaba gustando a Cristino que los desvelara.

Voy a retar al destino digital y volver a intentar rehacerlo con otra música.

Había escrito que recuerdos confusos me llevan al claustro del Instituto de La Laguna en Tenerife, que como saben es una isla, es decir hay misterio encerrado; donde creo ver a Cristino ocultándose, furtivo, dibujando los bustos de cabezas romanas y griegas que adornaban las paredes del patio. Vigilante y temeroso iba desde el papel a la estatua con agilidad de aprendiz dotado para esos menesteres.

Vestía con cuello alto y aspecto de trapense o hábito de poeta sufí en Damasco, se manejaba como si en cualquier momento lo arrestara un bedel uniformado, un profesor de dibujo resentido o vaya usted a saber, sus exigencias estéticas, lo cierto es que me llamó la atención verlo de esa guisa cuando la mayoría estábamos engominados o vestidos de huérfanos aseados de posguerra.

Los años pasaron con la lentitud de la adolescencia y nos volvimos a encontrar en Madrid con las maguas que arrastramos de isleños y otros sueños y otras preguntas. Andábamos enredados en lo mismo, la soledad y el silencio, cada uno encerrado en su burbuja tratando de entender qué le ocurre a la luz esa mañana, desde qué ventana vamos a mirar el vacío y qué colores secos y descoloridos van apareciendo en la tela casi por azar.

En los primeros calores del estío, coincidíamos en casa de Rafael Canogar, amigo y compañero de Cristino desde la academia del pintor Vázquez Díaz. Piscina, almuerzo y conversación sobre la vida y la muerte, sobre todo de la última, preocupación permanente por años y que hoy para los que nos aproximamos a resolver la ecuación la contemplamos con otra mirada. Pasábamos la tarde de los domingos o los sábados, no recuerdo, entre reflexiones y recuerdos, sin alardes ni competencias tan al uso en profesiones solitarias.

Así, viendo pasar el tiempo, hemos soportado las ausencias y los vientos mal encontrados; creo que hoy puedo decir que le debemos a esta dedicación de embadurnar o al atrevimiento de oír gemidos inaudibles en el silencio, tener la oportunidad de escribir sobre un pintor admirado.

En los primeros calores del estío coincidíamos en casa de Rafael Canogar para hablar sobre la vida y el autor

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Celebro los noventa años de su confabulación con la duda y agradezco la compañía de sus cuadros inteligentes, tan útiles para aprender a mirar y a sentir la paz y el sonido del Universo en expansión desde la humildad y el recogimiento en un momento lleno de ruidos y griterío desesperante.

Cuando un isleño decide escapar se ve obligado, para sobrevivir con dignidad, a inventar horizontes y olores, cada mañana asomarse a la ventana de los recuerdos y respirar profundo hasta llenar el tiempo que se quedó varado. Cristino lo hizo, fue colocando con armonía y pasión de geómetra.

En las telas levitaron vasos de una indagación atemporal, cuencos para sorber malvasías, cráneos entre velorios transparentes, sobre paños con vocación de sudarios y colores ocultos a la primera mirada.

Las manos del pintor aleteando palabras, dirigiendo partituras y convocándonos al sosiego del silencio, a la magia de sus papeles sencillos. Siempre me han sorprendido sus manos y creo que también a él.

Me olvidaba de las rosas, no me atrevo a interpretar, y por otro lado sería una osadía y un atrevimiento impropio de compañeros y no quiero invadir espacios botánicos.

El silencio que he disfrutado mientras surgía el texto se ha interrumpido.

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