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‘West Side Story’: Memoria y relectura de un clásico

Hace 60 años Hollywood estremecía a la comunidad cinéfila con ‘West Side Story’, un clásico que resurge en una versión de Steven Spielberg

Una escena de ‘West Side Story’ por Steven Spielberg. La Provincia

Controversia anunciada

La versión de Steven Spielberg de la película ‘West Side Story’ reabre la polémica sobre el ejercicio creativo a partir de una pieza canónica del cine 

Antes de entrar en la materia objeto de este artículo conviene precisar dos cosas: que mi opinión personal sobre la práctica muy extendida en el cine de nuestros días del remake no me parece, como a otros, un ejercicio de apropiación indebida del trabajo ajeno, aunque en no pocos casos así suceda, y que si un autor con el acreditado currículo profesional de Steven Spielberg decide ejercer esa práctica utilizando para ello una de las grandes piezas canónicas de la historia del cine me provoca, de entrada, una intensa y razonable curiosidad intelectual y no dejaré por tanto que me dominen los prejuicios pregonando tajantemente mi oposición radical a tan arriesgada aunque respetable decisión. Y en este caso, como explicaremos, y con la razón añadida de que en su película sobrevuela permanentemente un importante caudal de talento cinematográfico que aplaudirían sin el menor recelo hasta los propios autores del producto original, no creo que exista motivo de peso que justifique la estéril polémica que se ha desatado.

Muchos cinéfilos se preguntan a menudo sobre el inexplicable pacto de silencio que, desde hace más de cuatro décadas, sostienen productores, críticos y espectadores ante la desaparición, al parecer irreversible, de uno de los géneros cinematográficos que mayor gloria y popularidad le han aportado a la industria hollywoodiense desde los albores del cine sonoro y que gozó, durante varias décadas, del reconocimiento de la crítica y de la adhesión sin fisuras del gran público: la comedia musical. Pese a ciertos intentos aislados de recuperarlo, algunos más que dignos, su sentencia de muerte ya parece un hecho irreparable.

Entre la indiferencia de un público inducido por las modas y la perseverante negativa de dicha industria a resucitar un género de cuya rentabilidad taquillera lleva muchos años recelando, poco campo de acción les queda a quienes luchan contra contracorriente intentando recuperar aquel esplendor visual con el que se prodigaban, en los años cuarenta, cincuenta y sesenta, figuras del calado de Busby Berkeley, Joshua Logan, George Sidney, William Wyler, Vincente Minnelli, Gene Kelly, Stanley Donen, George Cukor, Joseph Leo Mankiewicz, Robert Wise, Mark Sandrich, Howard Hawks, Leo McCarey, Victor Fleming, Lloyd Bacon o Bob Fosse, en perfecta armonía con legiones de coreógrafos, bailarines, coristas, diseñadores de vestuario, directores de arte, compositores y escenógrafos de primerísima línea que supieron inyectar enormes dosis de ingenio, magia y vitalidad a una industria sometida, en muchos aspectos, a un continuo proceso de transformación.

Sea como fuere, lo cierto es que, desde hace algún tiempo, el gran musical americano ya no es más que historia, pasado, materia injustamente olvidada para muchos y, cada vez menos, fuente de reconfortantes recuerdos para otros. Eso explica, entre otras cosas, cómo las nuevas generaciones de espectadores, curtidas en el universo insomne de los juegos de ordenador y en el culto febril e incontrolado hacia las nuevas tecnologías, se muestran particularmente ajenas a títulos que, como Sombrero de copa (Top Hat, 1935), El mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), Un americano en París (An American in Paris, 1951), Un día en Nueva York (On the Town, 1950), Ellos y ellas (Guys and Dolls, 1955), My Fair Lady (My Fair Lady, 1964), Empieza el espectáculo (All That Jazz, 1979), Oliver (Oliver, 1968) o Melodías de Broadway (The Band Wagon, 1953) han dejado un rastro indeleble en el imaginario cultural de nuestro tiempo como paradigmas de un arte nuevo que buscaba sus propias señas de identidad a través de la expresión musical.

‘West Side Story’ por Robert Wise y Jerome Robbins. | | LA PROVINCIA/DLP

Y no parece que las majors, más preocupadas por la marcha del box office internacional que por recuperar para el cine actual el contagioso dinamismo narrativo de aquellos viejos y opiáceos chutes de adrenalina, sean muy proclives a que las pantallas se inunden nuevamente de aquel espíritu que moldeó a millones de espectadores de todo el mundo y que contribuyó a que contempláramos el arte cinematográfico bajo un prisma radicalmente diferente al que prevaleció durante la larga y fructífera etapa del cine silente.

Dos edades del cine que se complementan y dialogan entre sí, pero que, como todo lo que genera cambio, produjo desconciertos y frustraciones, algunas de las cuales quedan fielmente reflejadas en el tejido argumental de títulos como Cantando bajo la lluvia (Singing in the Rain, 1952), de Stanley Donen y Gene Kelly, una auténtica biopsia de la transición del mudo al sonoro que ha quedado para la historia como uno de los testimonios más elocuentes, evocadores e ilustrativos de un periodo sumamente enriquecedor pero que, sin embargo, pilló a mucha gente (el gremio de los actores especialmente) con el paso cambiado.

Estas reflexiones, perfectamente aplicables también a la hora de explicar la desaparición virtual del western -otro género de matriz netamente estadounidense- de todos los planes de producción de las grandes compañías, viene al hilo de la conmemoración este año del sesenta aniversario del estreno de West Side Story (West Side Story), de Robert Wise y Jerome Robbins, un musical coronado con diez Oscar, repuesto hasta la saciedad en los cines de repertorio de medio mundo -en Nueva York y Londres existen sendos locales que llevan proyectándolo ininterrumpidamente desde su estreno en 1961-, cuya inusitada energía y cuya envolvente banda sonora aún continúan embrujando a millones de espectadores de todo el planeta con la misma pasión y el mismo entusiasmo que suscitó el mismo día de su estreno durante una fría noche de octubre en la ciudad de Los Ángeles.

Este incuestionable clásico, al que algunos observadores consideran, y con razón, como la cima del género, no es otra cosa, en esencia, que una adaptación muy libre y moderna de la popular tragedia de William Shakespeare Romeo y Julieta (1594/1595), aunque Wise y Robbins se inspiraron en un guion basado en la obra teatral homónima de Roger L. Stevens y Arthur Laurents que, algunos años atrás, produjeron en Broadway Robert E. Griffith y Harold S. Prince con un éxito tan clamoroso que despertó, como no podría ser de otra manera, el interés de los grandes halcones de Hollywood que no dudaron en transformarlo en otro gran éxito cinematográfico.

De ahí su lozanía y su continua invitación a ser contemplada una y mil veces, ya sea concentrando toda nuestra atención en sus prodigiosos movimientos de cámara, en la precisión geométrica con la que están construidas todas y cada una de sus espléndidas coreografías o en su inusitada paleta de colores, como en el irresistible candor que destilan sus jóvenes protagonistas, encabezados por jóvenes estrellas de la talla de Natalie Wood, George Chakiris, Rita Moreno, Russ Tamblin y el debutante Richard Beymer.

Pues bien, ante tan abrumadora lección de arte cinematográfico, uno se pregunta, como lo haría igualmente con cualquier otro filme de su mismo peso artístico e histórico, como, pongamos por caso, con El tercer hombre (The Third Man, 1949), Carta a una desconocida (Letter from an Unknown Woman (1948), Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), Lo que el viento se llevó (Gone With the Wind, 1939) o El Gatopardo (Il Gatopardo, 1966), qué razones han podido animar al gran Steven Spielberg, patriarca imbatible del new Hollywood y autor de varios títulos excepcionales producidos durante las últimas décadas a llevarla de nuevo a la gran pantalla y sin saltarse una sola coma del guion original.

En primer lugar, el creador de Tiburón (Jaws, 1975) es un admirador confeso de la película de Wise sobre la que, no ahora, sino durante mucho tiempo, mostró su deseo de dirigir y producir un remake, cuando se dieran todas las condiciones sociales y económicas para hacerlo. Y en segundo lugar porque, hoy por hoy, Spielberg es uno de los pocos maestros en activo que reúne la suficiente sabiduría fílmica y capacidad como productor para afrontar con éxito una hazaña tan arriesgada, no sólo en el plano estrictamente creativo sino en el que concierne a la memoria emocional de varias generaciones de espectadores, virtualmente cautivas ante el impacto de un espectáculo tan colosal.

Cartel del filme de Spielberg.. | | LA PROVINCIA/DLP

El resultado por tanto ha quedado bien patente en una adaptación que, sin ser especialmente fiel al original, ha demostrado su enorme capacidad para imprimir su propia impronta personal, que es de lo que se trataba a fin de cuentas, a costa incluso de quienes vieron en el proyecto una pretensión personal arrogante y excesiva del director de Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1988) en un terreno siempre crudo y resbaladizo como el pretendido aggiornamento de un venerado clásico en medio de una era en la que se ha abusado hasta el delirio de esta no siempre plausible práctica. Recordemos, como botón de muestra, las recientes readaptaciones de otros tres filmes monumentales (Los siete magníficos, Los diez mandamientos y Ben-Hur), convertidos por mor de la inoperancia y el despropósito en ostentosos fiascos de infausto recuerdo para quienes seguimos admirando la enorme energía visual que desprenden estos inolvidables iconos de los sesenta y el merecido lugar de privilegio que ocupan en la historia grande del cine.

Sin apartarse un solo momento de su admiración y apego por una película sin parangón en los anales del género, Spielberg inicia su desafiante recorrido por este explosivo y cuasi milagroso espectáculo sembrando su trabajo de matices muy personales que logran aportar algunas dosis adicionales de intensidad emocional a los trágicos sucesos que se relatan en la versión primitiva.

La famosa secuencia del concurso de baile, por ejemplo, brillantemente resuelta por Wise y Robbins, se ve notablemente fortalecida en la obra de Spielberg merced al admirable virtuosismo que exhibe este cineasta en la consecución visual de un momento crucial de la trama: el coup de foudre entre Maria y Toni, en medio del ambiente hostil generado por las bandas rivales de los Sharks y los Jets en el West Side neoyorquino. Lo mismo sucede en la larga escena en la que ambos personajes se declaran abiertamente su amor en medio del laberinto de escaleras que flanquean la casa de Maria, que a ratos parece presagiar la “cárcel” en la que, involuntariamente, se acaban de introducir al sellar el súbito romance que les unirá hasta el fin de sus procelosos días como miembros de dos comunidades rivales marcadas por el estigma del odio y de la violencia.

Su maestría también se pone de manifiesto en la propia arquitectura ideológica sobre la que discurre el conflicto racial planteado en la película, más obvio y con aires más contemporáneos que la empleada por Wise y Robbins en la admirada versión de 1961. Spielberg, bajo cuya égida se han producido decenas de títulos marcados por la innovación formal y por un gran sentido del riesgo, no sólo no elude ese discurso sino que lo enriquece con alusiones nada veladas al papel subsidiario que desempeña la mujer entre los bandos contendientes y los valores que ambos se empeñan en seguir defendiendo pese a la creciente tensión social que erosiona sus inestables vidas.

Así pues, lejos de ser objeto de una operación de oportunismo comercial, como ya se han precipitado en afirmar los sectores más incautos y nostálgicos de la crítica, la nueva versión que hoy celebramos del viejo éxito de la Metro constituye, sin duda alguna, otro aldabonazo más en la carrera artística de su autor y la prueba definitiva de que recurrir a éxitos pretéritos, siempre que se haga con la honestidad, el respeto y la destreza que el caso requiere, puede resultar una oportuna y muy admirable elección.

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