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El manifiesto de Año Nuevo

La música clásica reivindica su potencia global en el célebre concierto de Viena, dirigido este año por Daniel Barenboim

Entre cincuenta y cincuenta y cinco países retransmiten el Concierto de Año Nuevo que, el primer día de enero, se celebra en la Sala Dorada del Musikverein de Viena. La audiencia potencial del mismo se estima en decenas y decenas de millones de televidentes -esta cifra las redes sociales la están incrementando de manera notable-, con lo cual se convierte en uno de los eventos de mayor repercusión y, desde el punto de vista cultural, en una formidable plataforma que pone a la música clásica en el centro del tablero.

De hecho, la iniciativa que arrancase a finales de la década de los treinta del pasado siglo XX -promovida el director Clemens Krauss y con la aquiescencia del siniestro ministro de Ilustración Pública y Propaganda nazi, Joseph Goebbels- se ha mantenido en un formato estable, con una paulatina inclusión de obras y autores infrecuentes, pero con un núcleo fijo en el que los valses y polkas de la familia Strauss constituyen el corazón de la velada. Además, la iniciativa ha tenido un efecto de réplica en todo el mundo y casi todas las ciudades tratan de ofrecer un formato singular, adaptado a la idiosincrasia de cada territorio, y también con el repertorio vienés como protagonista.

Resulta curioso cómo esta música chispeante, un tanto decadente, con resonancias melancólicas a un imperio que ya queda muy atrás en el tiempo, se mantiene en primer plano y concita multitudes. Las entradas para asistir al mismo -en realidad es una serie de tres: el ensayo general el día 30 de diciembre, el concierto de San Silvestre el 31 y el que se retransmite por televisión ya el día 1- se sortean cada mes de febrero precedente porque la demanda es ingente. Austria aprovecha la oportunidad mediática para “vender país” con imágenes del mismo y con la participación, asimismo, del ballet de la Ópera de Viena y otros entes culturales, en intervenciones con diferentes formatos que se van intercalando en la retransmisión y que buscan reafirmar a la ciudad austriaca como una de las capitales mundiales de las artes escénicas.

El concierto lo comanda artísticamente la élite internacional de directores y sirve, además, para la reivindicación de un sector de enorme potencia en toda Europa, salvo en países como España en el que aún se cuestiona, desde algunos ámbitos, el presupuesto que se invierte en la música patrimonial o el sostenimiento de una orquesta que presta un servicio cultural a su comunidad.

Este año el maestro argentino Daniel Barenboim ha sido muy claro en los días previos al concierto, recordando “la importancia espiritual de la música, una de las actividades más importantes que existen”. Confesaba el veterano músico su voluntad de “inspirar” a los políticos para que “despierten” en el apoyo a la música patrimonial como un elemento esencial, catalizador de un sentimiento de unidad en tiempos difíciles como los actuales.

Es emocionante comprobar cómo esta cita anual se ha convertido en un hecho que aglutina y que ya es una tradición que ha ido evolucionando sin necesidad de aspavientos superfluos y con una capacidad de llegada transversal verdaderamente arrebatadora. Al final, lo que demuestra esta iniciativa es que lo que precisa el sector para llegar a amplias capas de la población es ofrecer la máxima calidad posible, defendiendo el repertorio tradicional con convicción.

A punto de cumplir ochenta años, Daniel Barenboim volvió por tercera vez a ponerse al frente de la mítica Filarmónica de Viena, formación cuya historia se remonta a mediados del siglo XIX y que es uno de los grandes patrimonios culturales no sólo de Austria, sino de toda Europa. Con su habitual economía gestual, el maestro llevó a buen puerto un magnífico concierto, un eslabón más de la cadena en la que, cada año, se cede el testigo a otro director que aportará su propia mirada sobre un repertorio mil y una veces versionado y que no por ello agota su capacidad de seducción.

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