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Un trabajar en las mismas entrañas del secreto

Eugenio Padorno en la casa de Mallarmé, en Valvins (Francia). | | La Provincia

«¡Malos tiempos para la lírica!» dice la muletilla para referir el golpe bajo a la poesía en los últimos años. En realidad la poesía lleva mucho en tiempo de vacas flacas. Tal vez toda su trayectoria contemporánea. Al menos en España. A principios del siglo XX comienza en este país un fenómeno por el cual las obras literarias son interpretadas en clave contextual o en atención a factores históricos o teóricos ajenos a los textos. Aparecen entonces nociones como Generación del 98, que poco ayuda a entender la obra de Antonio Machado, por ejemplo. A esta le sucede una generación del 14 borrada de un plumazo y a esta a su vez la archiconocida generación del 27, la de los catedráticos de Literatura. Es entonces cuando se instala, y así hasta hoy, este predominio de factores extraliterarios en la interpretación de acciones netamente literarias, con un apoyo teórico consolidado por los propios integrantes que, además de artífices, son teóricos. A partir de esos momentos entra en circulación con mayor virulencia la crítica que atiende a intereses amicales, editoriales y comerciales que ha ido en aumento hasta nuestros días.

Algunos han buscado su esencia fuera de este entramado. Así, en Canarias, para aproximarnos al asunto que nos trae, hay una serie de poetas «secretos», solo dispuestos a participar en aquello que esté ordenado desde dentro. Aunque sus motivos son heterogéneos, los autores que mencionamos a continuación comparten la discreción extrema en la edición de sus textos.

Comenzamos con Don Domingo Rivero, poeta de culto, admirado por sus continuadores, que a la vez han sido sus rescatadores. Siempre temeroso de la publicación y de la presencia en ella de erratas, sus amigos le publicaban a escondidas. En 1927, uno de sus primeros defensores intentó publicarle en la colección Biblioteca de las Islas, pero con resultados infructuosos. En 1951 se probaría de nuevo con igual resultado con el «Centenario del inédito»; pero habría que esperar a 1967 y a Jorge Rodríguez Padrón y su Domingo Rivero, poeta del cuerpo, y, más tarde, al estudio de Eugenio Padorno, Domingo Rivero. Poesía completa de 1995, para tener una visión íntegra de su aportación. Afortunadamente Rivero ha sido puesto en valor y, a pesar de su obra escasa, su enorme significación va en aumento.

A Don Domingo le sigue cronológicamente Pedro Perdomo Acedo, a quien se deben algunos de estos intentos de rescate de Rivero. Perdomo, que comienza a escribir poemas en el Madrid de 1917, decide mantenerse al margen de las publicaciones («Este callar constante que me he impuesto», dice en un verso de esta época). Durante los años 20 y 30 solo da muestras ocasionales de sus poemas. En 1943 publica su primera entrega. Para ello se han dado un conjunto de factores: de la mano de Juan Manuel Trujillo nace «Colección para 30 bibliófilos» serie de entregas poéticas muy cuidada (Trujillo es uno de los mejores editores que ha tenido Canarias) casi artesanal, con una tirada reducida, 30 ejemplares dedicados por el autor. La muerte imaginada será el número 1 de este conjunto de plaquettes. Años más tarde, en 1966, Manuel González Sosa, el siguiente en nuestra lista, le pedirá a Perdomo material para su colección «La fuente que mana y corre», también plaquettes de reducida tirada. Perdomo le da su «Oda a Lanzarote». Don Manuel le pide algunos textos más para completar la edición y Perdomo sólo le da dos poemas: «Semejantes al metro» y «Espárrago amarguero» —Hoy sabemos que sobre este asunto, Lanzarote, tenía muchos poemas más, pues alimentaron dos libros póstumos, Recitados lanzaroteños y Esqueleto del agua. Al fallecer su esposa, Julia Azopardo, aparece la otra posibilidad, la edición no venal, opción que para este grupo es una herramienta de salvación para sus textos. Perdomo Acedo llevó a lo extremo esta condición silenciosa: por un lado, trabajaba en una obra única completa. Por otro, sólo daba breves entregas de textos hechos en fechas próximas a la publicación. Hoy unos 1.500 poemas suyos permanecen inéditos.

En esta línea nos encontramos con otro poeta singular, el citado Manuel González Sosa, de quien se ha celebrado en el 2021 el centenario de su nacimiento y ha merecido los honores del rescate con diferentes actos públicos y la edición de su Poesía Completa, con la que probablemente el autor no estuviera muy satisfecho, puesto que su opción viene con la creación de su propio sello editorial, «Las Garzas», y con la edición no venal de sus obras que reparte entre sus amigos.

A estos poetas, además de la actitud ante la edición, les une un concepto riguroso del quehacer poético, cargado de autoexigencia, marcado por la búsqueda del vocablo exacto y la expresión precisa a su emoción poética.

Es en este camino donde nos encontramos con Eugenio Padorno. Como los anteriores, Padorno necesita el contacto directo con los diseñadores e impresores de sus libros, estar sobre la edición, corregir una y otra vez las pruebas de imprenta… Y, a pesar de todo, parece como si no quisiera publicar; como si cada libro hubiera que arrancárselo a la fuerza. Por él se mantendría inédito, como Rivero, como Perdomo, como González Sosa. Y pondría sus versos en un paquete que rezara por fuera: Abrir dentro de 25 años, después de mi fallecimiento. Todos ellos pensarían que así no les dolería tanto. Pero, pese a todo, publican y cada publicación les supone un sacrificio. Eugenio Padorno ha publicado en colecciones muy limitadas, muchas autoeditadas, casi una veintena de títulos desde aquel Para decir en abril de 1965.

«Callar o escribir lo que me venga en gana, pues nadie espera mis palabras, ni yo procurarles transcendencia mayor. Estoy en paz. Soy, por tanto, poeta en estado puro […]»

Y ahí lo tenemos, poeta en estado puro dentro de una tradición pura. En una época en la que los gritos y los aspavientos son dignos de elogio, en la que las habilidades léxicas se convierten en herramientas de trileros de palabras que agradan; y por ello son bien considerados, públicamente elogiados. Incluso premiados.

Debemos esperar a que los silencios cuenten; a que seamos capaces de leer esos silencios, de leer poesía sin dictados ajenos a la propia poesía; a que sepamos ver la esencia de la cosa. Debemos leer en esta clave a Eugenio Padorno y a quienes le han antecedido, puesto que para ellos eso de escribir acaso solo (haya sido) una frase incompleta, dentro de su incondicional y aparente mutismo en el largo margullo de la sustancia poética.

Guillermo Perdomo Hernández es filólogo

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