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Stefan Zweig ante el féretro de Sigmund Freud

El escritor pronunció en Londres, en 1939, unas emotivas palabras de despedida sobre su amigo

De izquierda a derecha, Stefan Zweig y Sigmund Freud. La Provincia

El 26 de septiembre de 1939, unos tres años antes de suicidarse en Brasil, Stefan Zweig pronunció en Londres unas emotivas y muy laudatorias palabras de despedida sobre su amigo y compatriota Sigismund Schlomo [Salomón] Freud, o sea, Sigmund Freud, por quien sentía veneración. Estas fechas, en las que se cumplen 80 años de la muerte de Zweig, son una buena ocasión para recordar/reproducir esa Oración Fúnebre que sólo una minoría de sus numerosísimos lectores conocen.

Freud había salido de Viena, casi al borde del abismo y en medio de graves amenazas, presiones y pagos, el 4 de junio de 1938, huyendo de los nazis, exilio al que se resistía pero que aceptó a regañadientes al ver como éstos detenían a uno de sus hijos y, días después, interrogaban con pocas contemplaciones a su hija Anna, quien le acompañaría, junto a su mujer, al exilio. Que la amenaza estaba a punto de hacerse realidad lo demuestra un aterrador hecho irreversible: varias hermanas de Freud, que también tenían planeado huir de Viena, acabaron muriendo en los campos de exterminio. En el cínico documento que los nazis le hicieron firmar para poder abandonar Viena, el famoso doctor añadió, supuestamente, una frase final sarcástica: «Puedo recomendarle encarecidamente a cualquiera la Gestapo». Tras un viaje agotador a París en tren, continuado luego hasta tomar el ferry a Inglaterra, Freud llegó a Londres con 82 años y un estado de salud precario por el carcinoma de paladar y mandíbula que lo torturaba, sufrimiento durísimo que aparece sutilmente en el texto de Zweig. Freud viviría en Londres poco más de un año. Tanto Freud como Zweig morirían, curiosa casualidad, un día 23, aunque de años y meses distintos.

El escritor visitaba a su compatriota con alguna asiduidad en su casa en Hampstead y la relación entre ellos se hizo más intensa y cercana en los últimos meses de vida. Una relación que venía de antiguo como testimonia la Correspondencia entre ambos, y también uno de sus libros más famosos, El mundo de ayer, donde hay un capítulo, titulado La agonía de la paz, en el que habla con extensión sobre Freud. Entre esas visitas del famoso escritor al padre del psicoanálisis hay una especialmente curiosa: en julio de 1938 Zweig visitó a Freud acompañado por Salvador Dalí (a petición de éste), quien hizo un dibujo a tinta, hoy famoso, del rostro del médico. Para el pintor, Freud era, según confiesa un conocido especialista en la obra del catalán, «lo que el evangelio para un cristiano». Sobre ese encuentro hay varias versiones y algunas leyendas. Días después de esa visita Freud escribió a Zweig: «Hasta ahora yo me había inclinado a considerar a los surrealistas, que al parecer me han adoptado como su santo patrono, como excéntricos incurables, digamos en un noventa y cinco por ciento, como ocurre con el alcohol. Este joven español, con sus cándidos ojos fanáticos y su innegable maestría técnica, ha logrado cambiar mi valoración. No cabe duda de que sería muy interesante investigar analíticamente cómo una imagen así llegó a pintarse». Como he mencionado, Zweig pronunció, poco antes de la incineración de los restos mortales de Freud, una sentida Oración Fúnebre sobre su compatriota, texto que, en traducción propia, se reproduce aquí.

Palabras de despedida:

Permítanme que exprese, en presencia de este famosísimo féretro, unas palabras de estremecido agradecimiento en nombre de todos sus vieneses, austriacos y amigos esparcidos por el mundo precisamente en ese idioma al que Sigmund Freud, con su obra, enriqueció y ennobleció de forma tan extraordinaria. Los que nos hemos reunido aquí, unidos por un dolor común, somos conscientes de que estamos viviendo un momento histórico que el destino no volverá a concedernos jamás a ninguno de los presentes. Hay que recordar que para otros fallecidos, propiamente para casi todos, su existir y su estar con nosotros se acaba para siempre en el escaso minuto que tarda su cuerpo en enfriarse.

Pero para este fallecido, ante cuyo catafalco estamos, para este cuerpo concreto y para este ser único de nuestra desdichada época, la muerte es solo una aparición casi fugaz e insustancial. En este caso, su separación de nosotros no se acaba, ni supone un duro cierre, sino sólo una suave transición de la mortalidad a la inmortalidad. Esa corporalidad perecedera, que todos nosotros perdemos hoy con gran dolor, resulta compensada por lo imperecedero de su obra y de su esencia. Todos los que estamos aquí y que aún respiramos, y vivimos, y hablamos y oímos, todos nosotros no estamos, en sentido espiritual, ni la milésima parte de vivos de lo que lo está este gran difunto en su angosto féretro.

No esperen que yo alabe en este momento las conquistas de Sigmund Freud. Ustedes conocen sus aportaciones, ¿quién no las conoce? ¿A quién de nuestra generación no lo han conformado y transformado interiormente? Este supremo descubridor del alma humana vive como una leyenda imperecedera en todos los idiomas, y eso en sentido literal, pues ¿dónde existe un idioma que pueda privarse o prescindir de los conceptos, los vocablos que él le arrebató a las oscuridades de lo No-consciente.

Moral, educación, filosofía, poesía, psicología, todas y cada una de las formas de creación espiritual y artística han sido enriquecidas y revaloradas por él más que por cualquier otro de nuestra época desde hace dos o tres generaciones, hasta los que no saben nada de su obra o se oponen a sus conocimientos, e incluso quienes no han oído nunca su nombre, dependen inconscientemente de él y están bajo el dominio de su espíritu. Todos nosotros hijos del siglo XX seríamos distintos sin él, sin su pensar y entender. Cada uno de nosotros pensaría, juzgaría, sentiría de forma más estrecha, más esclava, más injusta sin esos sus pensamientos que siempre fueron por delante de nosotros, sin aquel poderoso impulso hacia la interioridad que él nos dio. Cada vez que intentemos penetrar en el laberinto del corazón humano, la luz de su espíritu nos irá acompañando en nuestro camino.

Todo lo que Sigmund Freud ha creado e interpretado como adelantado descubridor y guía estará con nosotros en el futuro. Sólo algo y sólo alguien nos ha abandonado: el hombre mismo, el valioso e insustituible amigo. Creo que todos nosotros, sin diferencia alguna y por distintos que seamos, nada habremos ansiado más en nuestra juventud que ver una vez en la vida ante nosotros, en cuerpo y alma, aquello que Schopenhauer llamó la forma más sublime de existir, una existencia moral: una vida heroica. Cuando éramos adolescentes, todos nosotros hemos soñado con toparnos alguna vez con un héroe del espíritu con el que pudiéramos formarnos y superarnos, un hombre indiferente a las tentaciones de la fama y de la vanidad, un hombre con su alma entregada total y de forma absolutamente responsable sólo a su misión, una misión que, además, no estaba al servicio de sí mismo, sino al de toda la humanidad. Ese sueño entusiasta de nuestra juventud, ese postulado cada vez más riguroso de nuestra edad madura lo ha cumplido en su vida de forma inolvidable este fallecido, y con eso nos ha regalado una felicidad de espíritu sin parangón.

Aquí apareció por fin, en medio de una época vanidosa y olvidadiza, él: el imperturbable, el buscador puro de la verdad, para quien nada era, en este mundo, más importante que lo absoluto, lo permanentemente válido. Ahí estaba ante nuestros ojos, ante nuestros postrados corazones, el más noble, el más perfecto tipo de investigador con su eterna escisión: cauteloso por un lado, comprobador riguroso, reflexionando siete veces y dudando de sí mismo mientras no estuviera seguro de un conocimiento, pero dispuesto a defenderlo contra la resistencia del mundo entero en el momento en el que había llegado a una convicción. En él se ve, lo ha demostrado la época ejemplarmente una vez más, que no hay valentía más magnífica sobre la Tierra que la de la persona independiente y espiritualmente libre. Esa valentía para encontrar conocimientos que otros no descubrieron, porque no se atrevieron a encontrarlos, o a expresarlos, y a aceptarlos, es algo inolvidable para nosotros. Él se atrevió y se re-atrevió, una y otra vez y sólo contra todos, a asomarse a lo inexplorado hasta el último día de su vida. ¡Qué ejemplo nos ha dado, con su valentía de espíritu, en la eterna lucha por el conocimiento de la Humanidad!

Pero los que le conocimos sabemos también qué conmovedora humildad personal cohabitaba con esa valentía por lo absoluto, y cómo, en él, esa maravillosa fortaleza anímica coexistía con la máxima comprensión por las debilidades espirituales de los demás. Esta doble tonalidad –el rigor de su espíritu, la bondad de su corazón– produjo al final de su vida la armonía más completa que se puede lograr en el mundo del espíritu: una sabiduría pura, clara, crepuscular. Quien haya estado cerca de él en sus últimos años quedaba consolado por una hora de conversación en confianza sobre el sinsentido y la locura de nuestro mundo, y yo he deseado que esas horas las hubieran podido disfrutar también jóvenes en proceso de convertirse en hombres para que también ellos pudieran decir un día con orgullo, en una época en la que nosotros ya no podamos ser testigos de la grandeza de espíritu de este hombre: yo he tenido delante a un verdadero sabio, he conocido a Sigmund Freud.

Nuestro consuelo en esta hora podría ser éste: había acabado su obra y se había completado a sí mismo. Maestro sobre el enemigo ancestral de la vida, el dolor físico, magisterio logrado mediante la firmeza del espíritu y la paciencia del alma, maestro también en su lucha contra sus propios sufrimientos, de la misma forma que durante su vida lo había sido en la lucha contra lo desconocido, y con eso un ejemplo, hasta el amargo final, como médico, como filósofo, como profundo conocedor de sí mismo. Gracias por tan gran ejemplo, querido, adorado amigo, y gracias por tu vida tan creadora, gracias por cada uno de tus actos y obras, gracias por lo que has sido y por lo que has trasladado a nuestras almas. Gracias por los mundos que nos has abierto y por los que ahora tenemos que errar sin que nadie nos guíe, siempre fieles a ti, pensando siempre con veneración en ti, ¡tú, el más valioso amigo, tú, maestro amadísimo!

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