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El mapa de creadoras de la Historia de la música, herramienta del rescate

Más de 600 mujeres tienen nombre, rostro y voz propias en la actualizada página web www.svmusicology.com

La mayoría de las reseñas de Belfast (Kenneth Branagh 2021) se centran en el personaje infantil (trasunto del propio Branagh) y su abrupto acceso a una madurez impuesta por las circunstancias: los disturbios en el Belfast de los años 60. Por supuesto, el personaje que más y mejor nos encandila es Buddy (Jude Hill), el niño de familia protestante que vive en un barrio católico y obrero cuyos referentes son los mismos de cualquier otro niño de su mismo entorno: familia y vecinos. Nosotros sabemos más que Buddy y, por eso, sentimos la tensión de sus circunstancias desde el principio, aunque él vaya por la vida tan contento. Así es que, cuando le dicen que la familia tiene que dejar Belfast, llora desconsolado y protesta y se niega a que le desarraiguen así como así mientras nosotros somos conscientes de que tiene pocas o ninguna opción.

Branagh nos presenta una versión de un pasado que el mismo vivió desde la perspectiva de un niño y, sin embargo, hay algo más en su manera de contarlo. Es obvio al ver su película que el director y guionista está enamorado del cine y de Van Morrison: sus inclusiones de películas como Solo ante el peligro o El hombre que mató a Liberty Valance, entre otras, en momentos clave de su filme, y la banda sonora nos sitúan en la combinación de principios éticos universales con la identidad irlandesa.

Su uso del blanco y negro le da una calidad de documental al argumento a la vez que la propia historia señala la cantidad y calidad de grises que matizan las posturas de los protagonistas. Por otro lado, la definición del marco familiar es un homenaje a las madres en general y a las que aparecen aquí en particular.

Una Judy Dench exenta de todo glamour hace el papel de la abuela, una mujer que ya jugó su papel de madre coraje cuando su marido se fue a trabajar a las minas inglesas y que ahora simplemente está ahí para su familia. La madre de Buddy (Caitriona Balfe) es toda vitalidad, belleza y temperamento dentro de las coordenadas de su barrio y de sus circunstancias. Los maridos se van a Inglaterra a ganar jornales. Las madres son la sede de todo lo familiar y quienes, en definitiva, deciden el destino del grupo. Esta madre concretamente, en parte como el propio Buddy, es totalmente reacia a dejar Belfast, a dejar el nido en el que se crió y el que ella misma ha construido. Sin embargo, cuando la violencia de los disturbios se acerca lo suficiente como para afectar a Buddy, la madre cambia de opinión y se resigna a abandonar Belfast. La escena que cierra la película es la de las dos madres que han tomado decisiones opuestas: la abuela se queda como ya lo hiciera anteriormente y la madre se va a Inglaterra. Lo que queda es el dolor de la pérdida para ambas. Belfast abre con una panorámica de la ciudad para luego concentrarse en el barrio de Buddy. A partir de ahí, Branagh nos ofrece una interpretación de un pasado relativamente reciente formulándolo a la vez como una narrativa casi épica que nos habla de la historia de Irlanda del Norte y como una historia personal. Tanto católicos como protestantes, nos dice en un momento la madre, cantan la canción del irlandés que emigra, Oh Danny Boy, sin ser consciente de que ella misma ocupará el lugar del epónimo Danny y la abuela el del sujeto que se queda. Madre patria en este caso es menos la expresión metafórica de un origen teñido de nostalgia que la encarnación de la identidad cultural irlandesa en dos mujeres concretas.

Aunque el papel de la mujer en la Historia de la Música ha ido evolucionando y adquiriendo relevancia paulatinamente, la figura femenina todavía busca ocupar el lugar que le corresponde en el panorama musical actual.

Durante siglos, la historiografía se ha encargado de omitir o de narrar parcialmente la intervención de las mujeres en la Historia de la Música. Lamentablemente, cuando le han dado cabida en el relato de la historia ha sido asignándoles ciertos roles que las desproveían de toda participación activa en el desarrollo de este arte. Por un lado, las han presentado idealizadas como musas, figura que procuraba la inspiración a los compositores; o como mecenas, mujeres de buena posición económica que les permitía apostar por la cultura y el arte mientras los maridos se ocupaban de otras cuestiones catalogadas como «más importantes».

También han hablado de ellas como religiosas que entre los muros de los conventos componían y que rara vez llevaban su autoría. Se las ha citado como Trobairitz: un grupo de mujeres que utilizaban la expresión musical para profesar su amor imposible, cuyas partituras prácticamente no han sobrevivido hasta nuestros días; y también como soldadeiras, que cantaban y bailaban acompañando a los juglares, pero cuya presencia han ligado siempre al oficio de la prostitución.

Por otro lado, han utilizado su figura como personaje protagonista o antagonista de las representaciones escénicas en las que lleva el rol de «mujer fatal» o, en otras palabras, loca y/o malvada con el objetivo de desestabilizar a los personajes masculinos, siempre poderosos y viriles. Y, por último, se ha citado a las mujeres en el ámbito musical refiriéndose a su parentesco con un familiar ya famoso dentro de este arte, catalogándolas como «la hermana de», «la mujer de» o «la hija de», quitándoles así todo el mérito de su trabajo en cualquiera de las disciplinas que forman parte de la música.

En tiempos más actuales, las imágenes que se proyectan en el imaginario colectivo sobre «la mujer en la música» tampoco la describen asumiendo roles con funciones de liderazgo y otras actividades de raciocinio como, por ejemplo, la composición. Por mencionar solo algunos ejemplos, dicha visión suele hacer referencia a las desmesuradas actitudes de las fans (casi irreducibles de los artistas que veneran) o a sus acompañantes encima del escenario donde ensalzan la figura del artista bailando o haciendo los coros a su alrededor. Y cuando, por fin, se habla de ellas como artistas, es usual que justifiquen su éxito en la música debido a sus comportamientos e indumentarias provocadoras hacia el público masculino. En definitiva, se tiene en cuenta a las mujeres siempre y cuando no asuman protagonismo gracias a sus habilidades y sus méritos.

Afortunadamente, las investigaciones nacidas dentro de lo que conocemos como Musicología Feminista han permitido rescatar de las sombras y valorar a todas estas mujeres a las que solo les han otorgado un papel secundario y casi anecdótico en la Historia de la Música. Dichos trabajos suponen un avance fundamental para la progresiva incorporación de estas figuras en las aulas de música, en los repertorios de los intérpretes, en las programaciones anuales y, en última instancia, en el canon de la música occidental.

Dentro de esta disciplina se enmarca un proyecto en el que poder poner nombre, rostro y voz a casi 600 mujeres que en tiempos pasados -y en la actualidad- lucharon y luchan por ser también reconocidas en el ámbito de la composición musical: el Mapa de Creadoras de la Historia de la Música, un mapa interactivo de uso libre que se puede consultar en la página web www.svmusicology.com/mapa. Esta herramienta en continua actualización pretende servir como punto de partida para la recuperación, inclusión y difusión de repertorio creado por mujeres y durante tantos siglos olvidado.

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