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Kurosawa en estado de gracia

A Contracorriente edita en alta definición la versión remasterizada de ‘Rashomon’, la película japonesa que abrió los ojos de la cultura occidental

Mosaico de fotogramas de ‘Rashomon’, de Akira Kurosawa.

En 1951, tras más de seis años de divorcio cultural con Japón a tenor del distanciamiento de las relaciones bilaterales con Occidente, la Mostra de Venecia, dirigida por el extinto cineasta y periodista Antonio Petrucci, rompió el hielo al incorporar a su sección competitiva Rashomon (Rashômon, 1950) una producción en blanco y negro firmada por el aún desconocido Akira Kurosawa que, contra todo pronóstico, se haría con el León de Oro, máximo galardón del festival, compitiendo con títulos de la enjundia de El gran carnaval (The Big Carnival), de Billy Wilder; Un tranvía llamado deseo (A Streetcar Named Desire), de Elia Kazan; El diario de un cura de campaña (Le Journal d´un curé de campagne), de Robert Bresson; El río (The River), de Jean Renoir; Nacida ayer (Born Yesterday), de George Cukor u Oro en barras (The Lavender Hill Mob), de Charles Crichton y dejando expedito el camino para la larga nómina de cineastas japoneses que han ido desfilando por las grandes citas cinematográficas internacionales desde entonces.

Aunque ya llevaba casi una década dirigiendo películas, y entre ellas algunas tan hermosas y emotivas como Un duelo silencioso (Shizukanaru Ketto, 1949) o El perro rabioso (Nora inu, 1949), la estrella de Kurosawa comenzó a brillar en todo el mundo a partir del estreno en Europa de Rashomon, un humilde pero brillante largometraje acerca de los diversos puntos de vista desde los que se puede interpretar la verdad con el que obtiene, además del gran premio de la Mostra veneciana, el Oscar a la Mejor Película Extranjera, dos galardones que contribuyeron a suscitar rápidamente el interés de la crítica por una de las cinematografías orientales más sorprendentes y desconocidas del mundo en aquellos años.

Esta producción en blanco y negro firmada por el aún desconocido cineasta se hizo con el León de Oro en 1951

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La reconstrucción de un hecho pretérito por medio del relato de diversos personajes, objeto también de la película norteamericana Cuatro confesiones (The Outrage, 1964), el remake en clave de western realizado por Martin Ritt 14 años después, con Paul Newman, Claire Bloom, Edward G. Robinson y Lawrence Harvey como cabezas de cartel, no es una fórmula nueva. La singularidad de esta obra maestra radica, por tanto, en la manera en que se aplica esta estructura narrativa y en la verosimilitud que se da a cada uno de los componentes del suceso; cómo se ha ido ensamblando cada parte, y con qué ritmo se han desarrollado los distintos pasajes del relato. Y es necesario destacar que el tejer y destejer detalles, datos reales o imaginados, tenues anotaciones, acentos alusivos a cada «confesión» se materializa con una enorme sutileza dramática, sin acusar más de lo debido factor alguno ni desdibujar excesivamente cualquiera de sus aristas o dejar perfilar con la requerida exactitud tal o cual componente narrativo.

Y de ahí lo insólito de esta formidable película, que consiguió, a la postre, situar a Kurosawa entre los talentos cinematográficos más seminales, desconcertantes y complejos de su época, dotado de una estatura intelectual semejante a la de los Eisenstein, los Bergman, los Dreyer, los Fellini o los Mizoguchi.

Palpita en Rashomon la presencia de actores de fuste, como el gran Toshiro Mifune, capaces de expresar con la máxima convicción las emociones más diversas, las ideas y situaciones más retorcidas, que acentúan y recalcan con la misma eficacia que apuntan y a las que aluden incesantemente.

Kurosawa en estado de gracia Claudio Utrera

Ésa es una de las razones esenciales de la integridad dramática de cada uno de los personajes de este inimitable filme, que desbordan el mero perfil tipológico, para cobrar carácter a escala con la dimensión humana de la peripecia dramática que vehicula y capaz de impulsar, como ha sucedido con este comentarista, más de veinte visionados desde mi remoto descubrimiento de la cinta en los días más gloriosos del viejo Cine-club Universitario de Las Palmas.

Un aliento poético aquilatado baña toda la película, con especial expresividad en las secuencias del misterioso leñador a su entrada en la oscuridad del bosque y en la primera visión de la mujer por el avieso bandido. En tales momentos, la cámara es, llamémosle así, el agente poético esencial, asistida por la música, al contrario de los episodios iniciales de la película cuando el ruido de la lluvia representa el elemento expresivo principal. En su marcha por la frondosidad del bosque, la cámara se mueve con admirable agilidad, asentada con precisión relojera en los objetos sobre los que Kurosawa fija su poliédrica mirada.

Los detalles del hacha invisible, en incesante desplazamiento acompasado, marcan en su aparición y desaparición el rítmico andar del leñador. Y en el encuentro primero del bandolero y la mujer hay un juego sutil de rápidos enfoques de detalles particularmente significativos, como los planos del rostro entrevisto, la imagen del pie de la protagonista, el sombrero ancho y curvado, la atmósfera de lirismo que, en definitiva, envuelve totalmente esta bellísima secuencia.

La entereza fílmica de la película, sin el menor alarde de teatralidad o el más tenue acento literario, ni en la óptica de la cámara ni en el enfoque del material temático ni en la estructura dramática o en la compleja labor de los intérpretes. Cine en estado puro en todo momento, en la expresión poética, en el desarrollo de la acción, en el empaque interior y exterior de los personajes, en el tempo con el que discurre el relato, inspirado en un sólido y emotivo guion de Shinobu Hashimoto y del propio Kurosawa. Una intensa travesía emocional que despeja cualquier duda sobre el talento inconmensurable de un cineasta cuya herencia artística ocupa un espacio monumental en la historia del Séptimo Arte con títulos de la talla de Vivir (Ikiru, 1952), Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954), El trono de sangre (Kumonoso jo, 1957), Barbarroja (Akahige, 1965) o Ran (Ran, 1985).

Su estructura narrativa se basa en la reconstrucción de un hecho pretérito por medio del relato de diversos personajes

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Por otra parte, Rashomon materializa con inusitada lucidez un drama profundo y universal, fijado en un momento muy desconcertante y bárbaro, brutal presencia de los instintos primarios presididos por la violencia y la sangre del hombre entre la furia de la naturaleza. La angustia del leñador y la agonía del sacerdote ante el hecho cruento, nacido de la sexualidad irreprimible, se deben a que les parecen aniquilados en los hombres la bondad y el anhelo de justicia, la aptitud para la generosidad, en suma.

Hacia el final, bastará un gesto piadoso y fraternal para devolver al sacerdote el equilibrio y la esperanza. Bastará que frente al ademán inmisericorde del vagabundo despojador del niño abandonado, el leñador, hombre del pueblo, protege al pequeño desvalido para hermanarlo en la pobreza y la ternura con los hijos del amor y de la sangre. Y es de interés, entiendo, apuntar la presencia, entre hombres lejanos, de una actitud muy previsible y en cierta medida representativa, de la gente humilde, muy especialmente en el ámbito rural.

Quiero referirme al hecho encomiable de hacerse cargo de un huérfano, desposeído de todo, tan frecuente que ha dado lugar a una tradición generosa y responsable aludida en refranes y dichos. Y por ahí, por ese latido de extrema humanidad, se enriquece con savia universal el contenido vital de esta obra superlativa.

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