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Rostros que dejan huella

Un conjunto de grandes estrellas ilumina el firmamento cinematográfico español desde la segunda década del siglo con figuras como Luis Tosar, Bárbara Lennie, Javier Cámara, Inma Cuesta o Antonio de la Torre

Barbara Lennie

El estimable avance artístico e industrial que se ha operado en nuestro cine desde los albores del siglo XXI es tan obvio como la endémica mediocridad que lo caracterizó durante tres largas y tediosas décadas bajo el férreo control de la censura franquista. La imagen que muestra desde hace algún tiempo el mercado nacional, dentro y fuera del país, ha propiciado un nuevo observatorio desde el cual se atisba un escenario perfectamente homologable al que presentan algunas de las cinematografías europeas más desarrolladas de nuestro entorno.

Incluso las denominadas producciones medias, de cine consumista y de explotación estrictamente doméstica; las que, a fin de cuentas, solo aspiran al único y legítimo propósito de apuntalar su rendimiento en las taquillas, también están encontrado su propio espacio en la ronda habitual de estrenos que permite, como en casi todos los mercados del viejo continente, insisto, la cohabitación de un cine de puro entretenimiento, aunque dotado, al contrario que la mayoría de los filmes comerciales producidos durante los primeros años de la Transición, de una factura irreprochable, y un cine de altos vuelos donde prevalece siempre el rigor y la voluntad inequívoca de apostar por la carta de la creatividad y de la autoría frente a la de la rutina y el artificio.

Antonio de la Torre Claudio Utrera

Todas estas innovaciones, ineludibles si lo que se pretende es estar a la altura intelectual que exigen los sectores más exigentes de nuestra comunidad cinéfila, no habrían sido posibles si no hubiese mediado en el empeño un colectivo de profesionales tan determinante como el que constituyen, sin duda, los actores y las actrices, factores determinantes para el avance de cualquier proyecto cinematográfico con pretensiones. Y en el proceso patente de modernización que ha venido experimentando el cine en nuestro país desde los ya lejanos tiempos de las castañuelas y las panderetas su presencia ha ganado un peso indubitable a costa de una pérdida paulatina de su rancia condición de espejo de una cultura de matriz puramente populista que, felizmente, vive hoy sólo en el imaginario de un puñado de nostálgicos e inmovilistas.

Y representa por tanto un acto de plena justicia reconocer el empoderamiento que han adquirido en este cambio de paradigma muchas de las figuras más relevantes de este gremio y el respeto reverencial al que se han hecho acreedores gracias a su manifiesta capacidad para salir más que airosos de retos dramáticos de una notoria complejidad bajo las batutas de una pléyade de directores jóvenes que siguen velando por un cine de vuelo libre, autónomo, diferente y perfectamente dotado para interpelarnos sobre los diversos problemas que salpican diariamente nuestras vidas en medio de un escenario social, cultural y político sometido a un imparable proceso de transformación.

Inma Cuesta Claudio Utrera

Por su enorme popularidad y por su copioso currículo profesional, la figura de Javier Bardem (Las Palmas de Gran Canaria, 1969) ha contribuido, como pocos, a captar el interés internacional por el moderno cine español. Bardem representa el paradigma del actor multidisciplinar, intenso y camaleónico capaz de introducirse en la piel de los personajes más disímiles y contradictorios, como Santa, el obrero en paro de Los lunes al sol (España, 2002), de Fernando León de Aranoa; el asesino pétreo e inclemente de No es país para viejos (No Country for Old Falls, EE.UU, 2007), de Ethan y Joel Coen; el escritor y homosexual cubano Reinaldo Arenas de Antes de que anochezca (Before Night Falls, 2000), de Julian Schnabel, o el empresario sin escrúpulos de El buen patrón (España, 2021), de Fernando León de Aranoa. Ganador de seis premios Goya y de un Oscar, su filmografía alcanza los 45 títulos en poco más de tres décadas de carrera.

Por derroteros similares, aunque sin la proyección internacional alcanzada por el protagonista de Huevos de oro (1993), ha discurrido la carrera profesional de Luis Tosar (Lugo, 1971), otra gran estrella del firmamento actoral español que nos ha brindado actuaciones tan solventes, tensas e impactantes como el maltratador sin escrúpulos de Te doy mis ojos (2003), de Icíar Bollain, una de las diatribas más ásperas y demoledoras contra la violencia de género, que le proporcionó su primer Goya y su primera Concha de Plata de San Sebastián; César, el siniestro e inquietante portero de un edificio de viviendas en la desasosegante Mientras duermes (2011), de Jaume Balagueró o el correoso recluso Malamadre de Celda 211 (2009), de Daniel Monzón, un thriller carcelario donde el actor nos deleita con una de sus actuaciones más brillantes, descarnadas y persuasivas de su largo y provechoso recorrido por las pantallas.

Eduard Fernández Claudio Utrera

Barbara Lennie (Madrid, 1984), una de las actrices jóvenes más dúctiles del panorama nacional, capaz de expresar las más profundas tensiones emocionales sin mover un solo músculo de su inmutable y bellísimo rostro, nos cautivó en películas tan insólitas, originales y sensibles como Magical Girl (2014), de Carlos Vermut, junto a un José Sacristán en perfecto estado de gracia, que le permitió, entre otros objetivos, hacerse con el Goya a la mejor Interpretación femenina protagonista y remover, como rara vez ocurre, nuestra conciencia crítica frente a una interpretación textualmente inolvidable.

Con Rodrigo Sorogoyen encarna a otro personaje inquietante en la formidable El reino (2018), la película que explora, sin evasivas, el universo de la corrupción política en la España de nuestros días. El independiente Felipe Vega también se fija en ella para protagonizar Mujeres en el parque (2006), un drama desmitificador sobre las crisis sentimentales y las rupturas en el seno familiar que nos sitúa en el meollo central de un conflicto humano tan viejo como el mundo.

La valenciana Inma Cuesta (Valencia, 1980), cuya dilatada filmografía se inició en 2007 con la simpática comedia del debutante Álvaro Díaz Lorenzo Café solo o con ellas, no empezó con muy buen pie pero cuatro años después de su debut, el cineasta sevillano Benito Zambrano la elige para encabezar el reparto de La voz dormida (2011), un drama esquemático y maniqueo sobre la Guerra Civil que, si bien no cubrió las expectativas depositadas en este director tras su éxito rotundo con Solas (1999), su opera prima, Cuesta salió beneficiada gracias a un personaje que le sirvió, como nunca antes, para demostrar la verdadera talla de su talento.

Candela Peña Claudio Utrera

Después vendrían sus excelentes trabajos en Julieta (2016), de Pedro Almodóvar; Blancanieves (2012), de Pablo Berger; Grupo 7 (2012), de Alberto Rodríguez; La novia (2015), de Paula Ortiz o Todos lo saben (2018), de Asghar Farhadi. Una trayectoria que la ha aupado, en escasos años, a la cumbre del cine español contemporáneo.

Desde Los lobos de Washington (1999), de Mariano Barroso, su primera película como estrella emergente, Eduard Fernández (Barcelona, 1964), ganador de tres premios Goya, nos llamó poderosamente la atención por dos cualidades no muy frecuentes entre las últimas hornadas de intérpretes nacionales. En primer lugar, por esa extraña y poderosa tensión interior que reflejaba a través de unos ojos cargados de una misteriosa sensación de dureza interior y de temibles presagios. Junto a intérpretes de la talla de Javier Bardem, José Sancho y Alberto San Juan, Fernández se sumerge en un férreo y amargo combate de egos, inteligentemente coordinado por un director que supo encontrar a cada momento el punto de cocción adecuado para que un grupo de personajes tan testosterónico no derivara en un estrepitoso naufragio.

Representa un acto de plena justicia reconocer el empoderamiento de las figuras más relevantes del gremio

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En segundo lugar, por el empleo tan bien gestionado de gestos y de autocontroles emocionales que ha venido demostrando a lo largo de su carrera en filmes como Son de mar (2001), de Bigas Luna; Smoking Room (2002), de Roger Gual; En la ciudad (2003), de Cesc Gay; Pa negre (2010), de Agusti Villaronga; Mientras dure la guerra (2019), de Alejandro Almodóvar, Mediterráneo (2021), de Marcel Barrena, o La piel que habito (2011), de Pedro Almodóvar.

Entre las actrices de referencia de esta explosiva e innovadora oleada de intérpretes no podríamos obviar a la poliédrica e hipergalardonada Candela Peña (Barcelona, 1973). Ganadora de tres premios Goya y nominada en ocho ocasiones, el suyo ha sido un recorrido meteórico, revelando, desde su debut en Días contados (1994), de Imanol Uribe, que posee un don extraordinariamente eficaz para imponer su arrolladora personalidad en la pantalla: su peculiar sentido de la naturalidad. Hola, ¿estás sola? 1995), de Icíar Bollain; Todo sobre mi madre (1999), de Pedro Almodóvar; Insomnio (1998), de Chus Gutiérrez; Princesas (2005), de Fernando León de Aranoa o La isla interior (2009), de Dunia Ayaso y Félix Sabroso, constituyen algunas de las pruebas más elocuentes de sus admirables aptitudes para el noble arte de la actuación.

La presencia en el cine español de un actor tan inmerso en su oficio como el gran Antonio de la Torre (Málaga, 1968), protagonista de filmes fuera de norma, como Caníbal (2013) y El autor (2017), de Manuel Martín Cuenca; La trinchera infinita (2019), de Jon Garaño, Aitor Arregui y Jose Mari Goneaga; Tarde para la ira (2016), de Raúl Arévalo; El reino (2018), de Rodrigo Sorogoyen, o Grupo7 (2012), de Alberto Rodríguez, en cuya amplísima hoja de servicios podríamos incluir el récord, sintomático sin duda, de ser el intérprete con mayor número de nominaciones a los premios Goya en sus 35 años de historia, ha aportado una cualidad muy apreciada en el ámbito cinematográfico y que le proporciona un importante plus de calidad interpretativa: su prodigiosa facultad para construir, desde su propia inventiva, el perfil dramático de sus personajes.

Javier Bardem ha contribuido, como pocos, a captar el interés internacional por el moderno cine español

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Javier Gutiérrez (Luanco, Asturias, 1971) es otra eminencia en este terreno que estudia y dibuja los papeles con una precisión extrema, al tiempo que les dota de soltura, intensidad y vigor. Sus caracterizaciones, con ser sutiles y casi imperceptibles, no caen nunca ni en el exceso ni en el esquematismo, sino que aparecen integradas plenamente en su figura, aparentemente frágil, abandonada y melancólica. Son realmente admirables sus desgarradoras intervenciones en títulos como La isla mínima (2014), de Alberto Rodríguez; Truman (2015), de Cesc Gay, El autor (2017) y La hija (2021), de Manuel Martín Cuenca; Los último de Filipinas (2016) de Salvador Calvo o Un franco, 14 pesetas (2006), de Carlos Iglesias.

En un mismo plano podríamos emplazar también a otro de los grandes: Javier Cámara (Albelda de Iregua, La Rioja, 1967), un actor con una variadísima gama de registros. Profundo y expresivo unas veces, imprevisible y expansivo otras, tiene la envidiable habilidad de someterse fácilmente al dictado interior de sus personajes sin perder un solo ápice de su heterogénea personalidad, cualidad que le ha servido para cumplir con precisión y sentido creativo trabajos tan complejos como los de La vida secreta de las palabras (2005) y Ayer no termina nunca (2013), de Isabel Coixet; Vivir es fácil con los ojos cerrados (2014), de David Trueba; Lucía y el sexo (2001), de Julio Medem; Hable con ella (2002) y La mala educación (2004), de Pedro Almodóvar; Ficción (2006), de Cesc Gay, o Los girasoles ciegos (2008), de José Luis Cuerda.

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