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Sol lleno de Etel Adnan

El poeta y ensayista canario Andrés Sánchez Robayna glosa su relación con la obra de la artista libanesa en el marco de su muestra actual en TEA

Una muestra de las obras de la exposición ‘Tras la línea del horizonte’, en Tenerife Espacio de las Artes (TEA). La Provincia

Pocas exposiciones más oportunas y necesarias en el contexto cultural canario del tiempo presente que Tras la línea del horizonte, una muestra de la obra de la artista libanesa Etel Adnan (1925-2021), comisariada por Álvaro Rodríguez Fominaya y realizada por Tenerife Espacio de las Artes, donde actualmente se expone, en colaboración con el Centro de Creación Contemporánea de Andalucía (Córdoba).

La amplitud de la muestra, que recoge todas las facetas de la actividad de Adnan, desde las pinturas hasta los textiles, pasando por los dibujos, los leporellos, las cerámicas y las películas domésticas, es uno de sus valores más llamativos, acostumbrados como estamos a exposiciones parciales de tal o cual aspecto del trabajo de un artista.

Fominaya ha acertado plenamente en esta propuesta poliédrica, que no olvida siquiera la dimensión literaria de Adnan, también poeta (en tres lenguas: árabe, francés e inglés), a quien vemos en un sugestivo vídeo leyendo sus textos. Tras la línea del horizonte se convierte así en un verdadero homenaje a una artista que en los últimos tiempos se ha revelado, sin duda, como una figura esencial en el panorama creador contemporáneo.

Cuando la pintura es capaz de reinventar nuestra mirada, no sólo se hace inseparable de la poesía sino que también cobra, al mismo tiempo, el valor de un testimonio espiritual único. Parece que palpamos con los ojos. Las primeras pinturas que vi de Etel Adnan me impresionaron por su desconcertante elementalidad. Hacían pensar a la vez, sin contradicción, en Van Doesburg y en Fra Angelico, en el románico y en Nicolas de Staël, una rara mezcla de libertad y rigor en un mundo plástico de sutilísimas variaciones de colores y formas. Siguiendo a esos maestros, también se apartaba de ellos con un estilo único. Un círculo preside con frecuencia unas piezas casi siempre de pequeño formato, como si no quisieran nunca imponerse con una presencia avasalladora, sino acompañar delicadamente nuestra mirada. Colores elementales dialogan entre sí con una lengua que es la de una naturaleza largamente contemplada y, de este modo, celebrada.

Abajo, rectángulos que se confunden con montañas, triángulos que viajan misteriosamente hacia la altura, cuadrados inmóviles como piedras amontonadas que hubieran perdido su gravedad. ¿La abstracción geométrica se vuelve paisaje, o a la inversa?

Estallido y quietud, acción y contemplación en una alianza aparentemente imposible, pero allí, como por milagro, entrelazados de pronto. ¿Cómo llamar a esa extraña alianza en la que una montaña triangular disputa silenciosamente a un sol rojo el centro de la visión? La espátula se ha deslizado sobre la superficie del lienzo hasta fijar un paisaje límpido enigmáticamente surgido del color y las formas en un diálogo mudo y, sin embargo, en perpetua comunicación. Interrogada sobre el sentido de algunas de sus precisas, insistentes formas geométricas, Etel Adnan ha aludido en alguna ocasión a los valores que laten en esas formas: «Cuando dibujo un círculo, dibujo la Tierra, la luna o el sol. Nosotros vemos las cosas en su simplicidad. Pero los habitantes de los Mares del Sur ven en este mismo círculo un cangrejo mitológico que emerge en la parte visible del Globo. Hemos esterilizado nuestras visiones. Tenemos que empezar de nuevo».

La mirada de Etel Adnan es una invitación a recuperar la magia natural contenida en las formas, un modo de acceder a un universo en el que los elementos —la tierra, la luz, la montaña, el aire— nos hablan con toda su intensidad y su pureza. Insiste: «Soy la mejor amiga del universo». Montañas, cielos, agua. Son elementos naturales pero son también, y antes que nada, formas y figuras sobre una tela. Esta es una de las grandes lecciones de la pintura moderna que la artista libanesa ha sabido llevar a una expresividad inusitada.

Las formas esquemáticas de Adnan, de un geometrismo y lirismo refulgentes, constituyen un homenaje a «la belleza del mundo» bajo la forma de una recreación sobre un lienzo. No una repetición sino una recreación, es decir, un renacimiento. La «mejor amiga del universo» sabe que ese triángulo infinitamente ascensional en su fijeza que vemos en la tela no es el monte Tamalpais que ella ha venido observando a diario durante años desde su casa de California o que rehace mentalmente desde su estudio junto a los Jardines de Luxembourg: es su transfiguración, su nueva realidad sobre la tela.

Esa transfiguración no es dolorosa ni melancólica. Todo lo contrario: es de una sensorialidad contagiosa, alborozada. Un redescubrimiento de las realidades elementales. «El arte —ha dicho la artista— me sirve para redescubrir la belleza del mundo». Una montaña en su esplendor, serena. El aire que corre redescubriendo la libertad. El mar y el horizonte en su quietud. Sol lleno de Etel Adnan.

No me es posible recordar con exactitud cuándo vi por vez primera una pintura suya. Debió de ser hacia comienzos del decenio de 2000, cuando empezó a conocerse mejor su obra en Europa y ella pasó más temporadas en su casa de París, después de muchos años de residencia en Beirut y en California. Mi interés por su obra fue creciendo a lo largo de los años, según saben mis amigos artistas, a quienes hablé largamente sobre su obra. Un buen día decidí comunicarme con ella, después de dar con sus señas en París. Deseaba no sólo hacerle saber mi interés por su trabajo, sino también el modo de conseguir sus libros de poesía, inencontrables por entonces. Su respuesta fue inmediata y entusiasta.

A esas primeras cartas siguieron otras en las que poesía y pintura se fundían de manera inevitable, pero también la geografía (su indeclinable pasión por las montañas) y las lecturas compartidas: Gabriel Bounoure, Salah Stétié, Sargon Boulus… En 2018 incluí una pintura suya en mi monografía sobre Jorge Oramas, artista de su misma «familia» espiritual: «Me gusta mucho la pintura de Oramas —me contestó— y me encantaría conocer más obras suyas. Usted tiene razón: hay una gran afinidad entre nosotros, y entre nosotros y Milton Avery». Conocedor de su pasión por las montañas (la de Tamalpais fue su emblema mayor), le envié fotos y postales del Teide.

«Espero que el invierno [de 2018] junto a su volcán de 3000 metros sea un hechizo», me decía. Le hablé también del poema al Teide escrito en el siglo XIX por Emily Dickinson a partir de grabados encontrados en libros de geografía. «¡Qué poeta extraordinaria! Ha ‘visto’ la montaña sagrada mejor que nadie…». En esa misma carta de enero de 2019 me pedía que subiera a lo más alto de la montaña para ver desde allí el cielo y el mar: «No existe nada más bello». Todo venía a confirmar las palabras de quien se sentía, en efecto, «la mejor amiga del universo».

Véanse ahora, en la exposición de TEA, sus dibujos sobre montañas, uno de ellos (Montagne de Sainte-Victoire, homenaje a Cézanne) reproducido en el programa de mano. Pero también sus leporellos (cuadernos de papel largo, encuadernado en forma de acordeón), sus cerámicas, sus textiles… Quedó siempre pendiente una visita a su casa de París, aplazada más de una vez y ya imposible. El mejor modo de celebrar esta obra es, sin duda, visitar esta exposición y, luego, subir a la montaña para ver desde allí el cielo y el mar.

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