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Crítica

La segunda pasión de Martín Chirino

Es muy oportuna la celebración musical de los aniversarios de la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino. Siete años han pasado desde que abrió sus puertas en el privilegiado lugar del Castillo de la Luz, antiguo escenario de acciones heróicas de los grancanarios y actual recinto de manifestaciones culturales de signo diverso y cuidado interés. Lo único malo del conjunto es la acústica de la sala de actos cuando no se programan instrumentales de cámara.

Por ejemplo, la del recital de aniversario ofrecido por el tenor Manuel Gómez Ruiz y el pianista Nauzet Mederos, con un programa liederístico de calidad incuestionable. La sala no ofrece volumen acústico para procesar adecuadamente el sonido, ni son sus materiales de obra los más adecuados para una proyección limpia de ecos y reverberaciones que distorsionan la pureza de la música interpretada. Es mejor espacio para el camerismo en las cuerdas, pero nada agradecido para una voz de gran cuerpo y un piano de cola y tapa abierta que sobrepase los límites de absorción. En esta sala hemos gozado de muy buenos conciertos de cámara y no debería renunciar a la música en la línea conveniente.

Dicho lo cual, hay que decir que la saturación no es culpa de los buenos intérpretes, sino de quienes no crean indispensable una atmósfera para el más delicado de los fenómenos acústicos, que es la música, y dentro de ella, el lied.

El programa, titulado Un mar de canciones, reunió una culta y variada selección de lieder marinos de varias épocas y estéticas. Alegres y desenfadados los marineros y las sirenas de Haydn, con los seis títulos. De Schubert, escogidos entre los más de 600 de su catálogo de canciones, hicieron brillar algunas de sus melodías jocundas entre pescas y amores de peces y pescadores, concluyendo el bloque con el magistral La Trucha, que le inspiró más tarde un quinteto de cuerdas y piano.

No menos popular la «trucha renana» de Mahler y muy expresiva la Fiebre de mar de John Ireland, el único título español, La canción del grumete, de Joaquín Rodrigo, dio paso a un refinado folklore de Britten y a una ruidosa danza marinera de Copland.

Estupendos y muy celebrados liederistas, los intérpretes dieron lo mejor que podían en el espacio retumbante de la sala. Ojalá vuelvan al programa en otra más agradecida.

Chirino fue un gran fruidor de la música, su pasión después de la escultura, y enamorado del mar canario en cuya vera nació.

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